¡FELIZ NAVIDAD! ¡SANTA NAVIDAD!

Madrid, 22 de diciembre de 2012

Mis queridos hermanos y amigos:

 La celebración del acontecimiento de la Natividad de Nuestro Señor Jesucristo es inminente. El Misterio del Nacimiento del Hijo de Dios, hecho carne en el seno purísimo de la Virgen María, vuelve a hacerse actualidad en cada una de nuestras vidas y en el corazón de la humanidad en este preciso momento histórico de la vuelta del año 2012 al año 2013 dramáticamente doloroso para tantos de nuestros hermanos; momento no exento de preocupantes incertidumbres personales y colectivas aunque no carente de signos de verdadera y animosa esperanza. La celebración de la liturgia de la Navidad, que la Iglesia de un confín al otro del plantea vivirá en los días próximos, impulsará y reforzará en cada uno de nosotros la voluntad de ofrecer al mundo de nuestros días la respuesta de la esperanza. Con el nacimiento del Niño Jesús se ha iniciado en la historia del hombre irreversiblemente el tiempo definitivo de la esperanza: ¡la esperanza triunfará! El futuro es del Dios que nos ha nacido y vuelve a nacer una y otra vez; también en esta hora de la historia que se nos antoja, no pocas veces y no sin alguna razón, como cargada de peligros y amenazas oscuras para el bienestar y la paz de las personas, de las familias y de los pueblos. No tengamos miedo ni nos acobardemos. Verdaderamente el Hijo de Dios ha nacido en Belén de Judá hace poco más de dos mil años de María Virgen, una doncella de Nazaret, desposada con José, de la casa de David, y que había concebido al Niño-Dios sin concurso de varón por obra y gracia del Espíritu Santo. En la próxima “Noche Buena”, como en aquella primera y decisiva Noche Santa del Nacimiento del Niño Jesús había sucedido a los pastores de la región de Belén, oiremos el anuncio del Ángel que nos dirá: “No temáis, os anuncio una buena noticia que será de gran alegría para todo el pueblo”. Hoy, ya no sólo en la ciudad de David sino en todo el mundo, nos dirá: “os ha nacido un Salvador, el Mesías, el Señor”; y, en torno al Niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre, la legión de ángeles alabarán a Dios, exclamando: “Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad” (cfr. Lc 2, 8−14). 

Sí, con el Nacimiento de aquel Niño divino, el amor de Dios a los hombres ha alcanzado una expresión insuperable. Dios no podía mostrar un amor más grande. Se hacía uno de nosotros, menos en el pecado, hasta el punto de dar la vida y morir por la humanidad caída. Se cumplía la bella profecía, latente y escondida en el libro del “Cantar de los Cantares”: “Mi amado me habla así: −Levántate, Amada mía, hermana mía, ven a mí. Mira que el invierno ha pasado, las lluvias han cesado, se han ido; ya se ven las flores en los campos, se acerca el tiempo de la poda; el arrullo de la tórtola se escucha en nuestros campos; ya apuntan los frutos en la higuera” (Cant 2, 10−12). No cabe la menor duda: los hombres, después de la noche santa del Nacimiento de Jesús en Belén, pueden ser “hombres de buena voluntad”. ¡Basta que lo quieran! ¿Lo querremos ser nosotros más y mejor después de la celebración de la inmediata Navidad? Si renovamos el sí de la fe, si nos acercamos espiritualmente a la cuna del recién Nacido y pedimos a su Santísima Madre y a su Esposo, el justo San José, que nos ayuden para saber adorarlo; si somos humildes como los pastores y buscamos el encuentro con el Niño en los Sacramentos de la Penitencia y de la Eucaristía; en una palabra, abrimos nuestro corazón arrepentido a ese amor suyo de infinita ternura, que se nos ofrece con renovada frescura entre las pajas del establo de aquella ciudad de David, a donde habían ido a empadronarse María y José…; entonces, postrados antes el Niño Jesús, podremos volver a ser más y mejores personas de buena voluntad; más aún, nos convertiremos en nuevos y fervorosos testigos y misioneros de una fe renovada que ilumina el camino por donde va a llegar irresistiblemente el triunfo de la esperanza de que ese “Amor”, hecho carne en el seno de la Virgen María y vivo y operante en la Sagrada Familia de Nazareth vencerá nuestra crisis, la de nuestras familias, las crisis de Madrid, las de España, y las de todo el mundo a pesar de esta coyuntura aparentemente tan dramáticamente intrincada y difícil de nuestro tiempo. Si nuestra fe se convierte estos días navideños en obras de amor al prójimo enfermo −de cuerpo y de alma−, pobre, sin trabajo, sólo y abandonado de los suyos, preso o lejos de su familia… ¿cómo no vamos a poder exclamar ¡feliz Navidad!? Si, además, es en sí misma una santa Navidad, y puede y debe serlo también para nosotros “santa” y, de este modo, realmente así “feliz”.

Sí, ¡santa y feliz Navidad! Se la pedimos así para todos nosotros, los fieles vecinos de este querido Madrid, a la Santísima Virgen, Nuestra Señora de La Almudena, la Madre de Jesús y Madre nuestra. Se lo pedimos y os lo deseamos y auguramos de todo corazón.

Con todo afecto y con mi bendición,