Discurso del Emmo. y Rvdmo. Sr. Cardenal-Arzobispo de Madrid París, 22 de abril de 2013

La unidad de la Palabra de Dios y de los sacramentos:
fundamento teológico del Derecho Canónico

 

 Quisiera que mis primeras palabras fuesen de saludo deferente y fraterno a Su Eminencia el Cardenal André Vingt-Trois, Arzobispo de París y Canciller de este Centro Universitario, el Instituto Católico de París, nacido a la historia en 1875 como expresión de una concepción libre de la institución universitaria y que en su larga y fecunda trayectoria ha prestado a la Teología y a las Ciencias eclesiásticas, antes y después del Concilio Vaticano II, excelentes servicios. Saludo igualmente con gratitud, respeto y afecto a Mgr. Philippe Bordeyne, Rector del Instituto Católico, y a M. Jean-François Bénard, Presidente de su Consejo de Administración. Al Profesor Philippe Greiner, Decano de la Facultad de Derecho Canónico, que ha tenido la gentileza y generosidad académica de proponerme como Doctor Honoris Causa de este Centro Universitario, tan estrechamente unido a la historia contemporánea de la Iglesia en Francia y en el mundo entero, va la expresión de una muy sentida gratitud. No puedo olvidar en este momento académicamente tan singular las primeras relaciones personales y científicas con compañeros y amigos canonistas franceses, unidos en nuestra juventud universitaria de los lejanos años de la década de “los setenta” del pasado siglo por la búsqueda ilusionada de un camino renovado para la Ciencia del Derecho Canónico, iluminado por la Teología. Una urgencia eclesial entonces, que continúa viva hoy. Nada ajena a la obra intelectual y apostólica del Beato Frederic Ozanam, jurista y testigo valiente de Jesucristo en la vida pública: de Aquel en quien se nos reveló definitivamente que “Dios es amor”. Permítanme, pues, hablar de ello con la mayor concisión posible.

I.             La novedad y la necesidad eclesial de la fundamentación teológica del derecho canónico

 

Las categorías justo, justicia, justificación, derecho, ley, alianza son conceptos de uso frecuente en la Sagrada Escritura, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento. Más aún, son hermeneúticamente decisivas para poder comprender aspectos clave de lo que significa la obra salvadora de Dios a lo largo de toda la historia de la salvación, incluido su momento culminante en el Misterio de la Encarnación y de la Pascua de Nuestro Señor Jesucristo, Redentor del hombre. Basta mencionar la interpretación “paulina” de la relación Ley y Evangelio para poder atisbar lo que una categoría extraída del mundo de las ideas jurídicas ha supuesto en el lenguaje y en la comprensión de la Revelación del designio salvador de Dios y de su realización histórica. En la forma de comprender y querer explicar la justificación del hombre por “la sola Gracia” de Jesucristo crucificado y muerto por nosotros, sin las obras, cristalizará la ruptura de Martín Lutero con la Iglesia. Del triple postulado eclesiológico y soteriológico que informa toda su Teología −“sola gratia”, “sola fides”, “sola scriptura”− y de su aceptación en la vida, se sigue para el hombre radicalmente pecador la justificación. En la Teología contemporánea encontraremos también una concepción de la obra salvadora de Cristo y de la naturaleza y de la misión de la Iglesia en la cual las categorías de justicia y de justificación juegan un papel hermenéutico y sistemático, no menos importante para su Cristología y Eclesiología que lo fueron en el pensamiento teológico de Martín Lutero, aunque con distinto contenido y significado intelectual e histórico. Nos referimos a la Teología de la liberación.

Se trata, comprensiblemente, de categorías de pensamiento nacidas de las grandes y más profundas experiencias de lo humano: de su relación con Dios y de las relaciones de los hombres entre sí. Desde su forma primaria y fundamental −el matrimonio y la familia− hasta la más general y universal: la sociedad y la comunidad política. En el proceso histórico-salvífico, iluminado por la Revelación, se purifican en sus contenidos existenciales, se sanan en sus raíces éticas y se enriquecen espiritualmente a través de y en su aplicación a lo religioso y a lo secular. Aparecen, además, explícitamente en el nacimiento y en el primer desarrollo de la Iglesia, es decir, en la formación del Colegio de “los Doce” y de las primeras comunidades de discípulos, nacidas de la respuesta al Kerigma apostólico en el día de Pentecostés y que se expanden pronto por toda la geografía del Imperio Romano. Son categorías, por lo demás, corrientes y usuales en el mundo de lo jurídico, religioso y profano de la cultura clásica. Sucesión, envío, enviado, representación, orden, autoridad, mandato y obediencia les son, además, bien conocidas. En los Tratados de los juristas protestantes del siglo pasado se las ha comprendido y valorado como “biblische Weisungen” (Eric Wolf): “instrucciones bíblicas”, expresión en la que se pueden incluir los significados más jurídicos de orden y precepto, aunque también los más pedagógicos de consignas e indicaciones. Muy pronto, y en estrecha interacción con la lex romana, se irá articulando un conjunto normativo que ya en los siglos primeros de la Iglesia antigua va a encontrar una designación específica, que la distinguirá de la norma estatal: la palabra “canon” que significa regla y precepto a la vez. La categoría “derecho canónico” −y la realidad por ella significada− se irá desarrollando como el ordenamiento interno de la vida de la Iglesia en un proceso de institucionalización creciente y de perfeccionamiento técnico y pastoral al ritmo de la historia general de la Iglesia y de su relación con la sociedad y con el Estado. Es un honor y una deuda de gratitud el reconocer en esta sede académica del Instituto Católico de París el servicio científico y pastoral prestado a la Iglesia y a la comprensión y vivencia teológicamente fiel de la historia de su derecho por el Profesor Gabriel Le Bras y sus colaboradores, entre los que se encuentran nombre ilustres de la Facultad de Derecho Canónico de este Centro universitario, l’Institut Catholique, tan unido a la historia contemporánea de la Iglesia en Francia. Su “Histoire du Droit et des Institutions de l’Eglise en Occident”, cuyo tomo primero dedicado a los “Prolegómena” aparece en 1955, es obra señera e imprescindible para conocer con sensibilidad teológica la historia “jurídica” de la Iglesia en Occidente desde la perspectiva católica; con un perfil metodológico que la coloca con personalidad científica propia junto a las de los grandes historiadores del derecho canónico del siglo XX: Ulrich Stutz, Hans E. Feine, Wilhelm Plöchl, Stephan Kuttner, Antonio García…

Muchos fueron los aspectos de la constitución y del funcionamiento visible de la Iglesia puestos en cuestión desde los tiempos de la primitiva comunidad cristiana de Jerusalén hasta el momento actual de la vida de la Iglesia. Van desde la vigencia o no para los cristianos de preceptos de la antigua ley, a la pregunta por la relación de la autoridad de Pedro con los demás apóstoles, especialmente con Pablo; del papel de los apóstoles y de sus sucesores en la fijación de la doctrina de la fe y de las normas que regulan su inicial vida sacramental, sobre todo, la celebración eucarística y el Día del Señor, a la discusión en torno a la dependencia del valor del sacramento del Bautismo respecto a la dignidad personal del ministro que lo imparte; de la referida al contenido y significado disciplinar del Primado del Obispo de Roma en la salvaguarda y cuidado activo de la Comunión entre las Iglesias de Oriente y Occidente en la Iglesia antigua −convocatoria y presidencia de los Concilios Ecuménicos, el carácter vinculante de “las decretales”…−, al apasionado debate medieval en torno a “las investiduras” y a la relación Papa-Emperador en la configuración jurídica del poder supremo de la Cristiandad y a sus repercusiones tardías en la crisis del Cisma de Occidente, cuando surge el Conciliarismo como teoría y praxis frente a la autoridad del Papa y, sobre todo, hasta el “no” a Roma de Martín Lutero en el umbral de la Modernidad. Sin embargo, lo que nunca se puso en cuestión a lo largo de todo este proceso histórico fue el derecho canónico mismo como el instrumento moralmente necesario para la ordenada expresión y desarrollo de la vida de la Iglesia: respetando y promoviendo el cumplimiento fiel de los mandatos de su Señor, contenidos en la Sagrada Escritura y en la Tradición Apostólica. Ni siquiera los movimientos carismáticos radicales de raíz gnóstica de los tres primeros siglos de la Iglesia, ni los medievales de los siglos del apogeo temporal de la misma −siglos del XII al XIV del Medievo clásico− rechazaron todo intento o tipo de organización de la inevitable realidad comunitaria, que se desprendía de sus iniciativas públicas de captación de adeptos y de misión. Podían rechazar el llamado episcopado monárquico o la Iglesia poderosa en “lo temporal”, entrelazada social y jurídicamente con los poderosos del mundo −la nobleza y el emperador−, pero no el principio mismo de autoridad. La Iglesia espiritual propugnada por ellos incluía líderes con autoridad indiscutible, normas de seguimiento y de conducta personales y comunitarias, más allá de los primeros entusiasmos más o menos auténticos y/o más o menos anárquicos. Y, por supuesto, tampoco Lutero y los demás reformadores protestantes dejan duda alguna sobre la necesidad del principio de autoridad para la vida de la Iglesia.

La fama de un supuesto “Lutero”, contrario a toda presencia e influencia del derecho en la configuración de la vida y acción eclesiales, ha quedado minuciosamente desmentida por los historiadores protestantes del “ius eclesiaticum protestantium”. La imagen tan divulgada de un “unjuristischer Luther” hay que pasarla definitivamente a las páginas tan abundantes de las leyendas históricas (H. Liermann). Las Iglesias evangélicas alemanas −y las demás del período sucesivo de la Reforma surgida en toda Europa− vivieron y se desarrollaron como tales en el derecho, con el derecho y por el derecho. Los llamativos gestos de Lutero, por ejemplo, como la quema pública delante de la Puerta de la ciudad de Wittenberg del “Corpus Iuris Canonici” en diciembre de 1520 y sus invectivas contra los juristas no dejaban de pertenecer mucho más a la retórica político-eclesiástica que a la seriedad de sus intenciones reformadoras al romper con el Papa y con la Iglesia y al rechazar el ordenamiento canónico. Su doctrina sobre el carácter invisible-espiritual de la verdadera Iglesia no le impedía la necesidad de reconocer un orden externo de la Iglesia visible que iba a quedar por muchos siglos en manos del poder político: primero, en la forma del “Notepiskopat”; luego, en los tiempos de la Ilustración, como único y último titular de la soberanía en todo lo que atañe a la vida y bienestar de sus súbditos. La continuada “secularización” interna y externa del poder político en los siglos dominados por la concepción liberal del Estado y por la exclusividad del derecho positivo como forma única de la legitimidad de las normas de regulación de la vida económica, socio-política e incluso cultural y religiosa de los siglos XIX y XX, llevan a las Iglesias evangélicas alemanas a promover un derecho interno, lo más independientemente posible del derecho eclesiástico del Estado, con un acertado instinto eclesiológico, pero que no llega a madurar a tiempo para evitar la catástrofe de la toma del poder sinodal e intra-confesional por el Nacionalsocialismo a través de los llamados “Deutsche Christen”. Sin que pueda evitarlo tampoco la respuesta espiritual y teológicamente vigorosa de la “bekennende Kirche”, guiada por Karl Barth, que supondrá para muchos de sus miembros el Martirio. Su posición doctrinal sobre la naturaleza del derecho como dimensión inherente al ser de la Iglesia culmina en la tesis siguiente: “En la Iglesia no es posible una separación del orden externo de la Confesión de la fe”. El contenido de la tesis podía y pudo de hecho ser interpretado como “un giro copernicano” en la eclesiología protestante. Juristas ilustres trataron de sacar provecho teológico −¿juristas, teólogos?− muy pronto, finalizada la II Guerra Mundial, a ese punto de partida nuevo, sellado martirialmente, para dotar de fundamento doctrinal a una nueva ordenación jurídica de las Iglesias Evangélicas alemanas, fruto de su propia experiencia eclesial, independientemente del ordenamiento jurídico del Estado. Basta con fijarse en los títulos de sus obras más características, inspiradas en la tradición luterana y calvinista, para caer en la cuenta de su extraordinaria significación eclesiológica: “Die Zuweireichelehre” de J. Heckel y S. Grundmann; “Christokratie” de E. Wolf; “Das Recht der Gnade” de H. Dombois. Las posibilidades abiertas para el diálogo ecuménico por estos distinguidos maestros de un renovado “ius ecclesiasticum protestantium” saltaban a la vista. Posibilidades teóricas y prácticas, que −como nos inclinamos a pensar− apenas han sido aprovechadas.

 

II.    Rudolph Sohm

El cuestionamiento teórico radical del derecho canónico va a tener lugar en el periodo histórico en el que triunfan las teorías generales positivistas del Estado y del derecho. En la teoría general y en la filosofía del derecho el nudo positivismo jurídico, y en la definición de los fundamentos políticos del Estado, la tesis de la soberanía nacional, desvinculada de imperativos trascendentes, bien sean de raíz religiosa, bien de inspiración ética. El protestantismo europeo, inmerso formal-jurídicamente en las estructuras del Estado (sometido a la “Landeshoheit”), se siente más que incómodo; y la Iglesia Católica trata de responder a esa concepción del Estado como forma política de “la sociedad perfecta”, con una innovadora versión de su filosofía y teología social a la altura de lo que exigía intelectual e históricamente la concepción de sus relaciones con el Estado moderno, democrático y liberal, que en la segunda mitad del siglo XX adquirirá la forma de Estado libre, democrático y social de derecho. La Iglesia es también sociedad, “sociedad jurídicamente perfecta” en su orden, que es el espiritual, mientras que la perfección jurídica del Estado se refiere a lo temporal. Del hecho de que los miembros de la Iglesia y del Estado sean los mismos y a la vez ciudadanos de la comunidad civil y ciudadanos de la comunidad cristiana, se desprende la validez del criterio de la colaboración institucional entre ambas. En este contexto histórico-espiritual, especialmente vivo en la Alemania unida en torno al proyecto imperial −el segundo Imperio alemán− de la Prusia nacional e ilustrada, que se impone militarmente en la Europa del último tercio del siglo XIX, surge la personalidad de un genial jurista y pensador, Rudolph Sohm (1841−1917). Profesor de derecho Romano en las Universidades de Friburgo −en Brisgovia− y Estrasburgo, publicista incansable y uno de los protagonistas intelectuales y políticos más activos del Protestantismo alemán de aquella época en la que el nuevo imperio emprende la conocida “Kultur-Kampf” contra la Iglesia Católica, mantendrá en su obra “Kirchenrecht I”, publicada en Leizip en 1891, una tesis sobre la relación Iglesia-derecho que no ha dejado de actuar “como una espina metida en la ciencia del derecho canónico y que hasta hoy no la deja vivir en paz” (K. Mörsdorf). La proposición suena así: “El ser del derecho canónico está en contradicción con el ser de la Iglesia” −“Das Wesen des Kirchenrechtes steht mit dem Wesen der Kirche in Widerspruch”−. La reacción en el mundo de los eclesiólogos y juristas protestantes ante una obra tan radicalmente anti-canónica fue negativa. La discusión R. Sohm- A. Harnack es una de sus muestras más conocidas y significativas. La respuesta católica al “Kirchenrecht I,” por su parte, no se hace esperar. Aunque muy diseminada y fragmentada, se la encuentra sobre todo en los Manuales de Eclesiología anteriores al Concilio Vaticano II; en los Tratados del “Ius Publicum Ecclesiásticum”, sin embargo, es prácticamente inexistente. Se la comenta, no obstante, en valiosas recensiones, entre las que es obligado destacar la amplia y cuidada de P. Fournier[1] y se ocupan de ella algunos interesantes estudios monográficos. Habría que llegar, con todo, a la Postguerra, después de 1945, para que la posición católica tomase cuerpo doctrinal y científico en correspondencia con la gravedad no sólo jurídico-práctica, sino también eclesiológica que traslucía la tesis de R. Sohm. I. Congar, M. Schmaus, por la parte teológica, y K. Mörsdorf, por parte de la de los canonistas, se enfrentan con solidez argumental con la tesis del famoso jurista, historiador y teólogo alemán.

Dos líneas metodológicas guiarán a la respuesta católica: la una, teológica-dogmática, y la otra, histórico-eclesial. En la primera se demuestra que ni “el ser del derecho” es exclusivamente “mundano”, puesto que enraíza en el carácter trascendente de la naturaleza humana; ni el “ser de la Iglesia” es “puramente espiritual”, dado que, en virtud de la acción fundacional de Cristo y la institución y envío de los Apóstoles con Pedro a la Cabeza, se configura como una realidad socialmente establecida a la que le es inherente además la visibilidad, en cuanto que es “el Cuerpo de Cristo”. Klaus Mörsdorf introducirá en la argumentación teológico-canónica para responder a R. Sohm la categoría de “Pueblo de Dios”; pero, sobre todo, las de Palabra y Sacramento como elementos constitutivos de la Iglesia: como “Bauelemente der Kirchenverfassung”. El Maestro monacense insistirá una y otra vez desde los años anteriores al Concilio hasta su finalización y, después, en la urgencia de una fundamentación teológica del derecho canónico. La otra línea de la respuesta católica trató de mostrar cómo la Iglesia del primer siglo ni vivió, ni menos se organizó sola y exclusivamente a partir y sobre la base del carisma. Para demostrar que la autoridad apostólica y la preeminencia de su palabra y de su indiscutible competencia en la regulación de la Liturgia y en la convocatoria de la comunidad cristiana están presentes desde los primeros pasos de la historia de la Iglesia primitiva, se recurre a las dos mismas fuentes que utiliza Sohm para fundamentar su teoría del periodo carismático de la Iglesia del primer siglo que se transforma en jurídico-canónica a partir del siglo segundo; a saber, la 1ª Carta a los Corintios y la Carta de San Clemente a los Romanos. Sohm propondrá más tarde, en los últimos años de su vida, una subdivisión dentro de lo que él llama “el periodo católico de la Iglesia”, con la caracterización del derecho canónico que se va formando hasta “el Decreto de Graciano” como “sacramental” y del que se desarrolla después como “corporativo”. La historia del derecho canónico sería para él la historia de un distanciamiento progresivo de sus orígenes carismáticos y sacramentales, de su continua secularización y, por tanto, de la gradual deformación de su ser más auténtico. En contraste curioso y llamativo Ulrich Stutz, también protestante, considerado como uno de los padres científicos de la moderna historiografía del derecho canónico, enjuicia la evolución del ordenamiento canónico de forma opuesta a R. Sohm; la analiza e interpreta como un proceso ininterrumpido de espiritualización que llega a su culminación en la primera mitad del siglo XX.

         Lo que había sido una conclusión teórica de Klaus Mörsdorf en la confrontación doctrinal y científica con Rudolph Sohm, es decir, la necesidad de una fundamentación teológica católica del derecho canónico, se convierte en un imperativo urgente de la vida eclesial en el periodo histórico del Concilio Vaticano II. Sohm había significado ciertamente “una espina” intelectual dolorosa para la Eclesiología y para la Canonística católicas. Sin embargo, los efectos doctrinales, pastorales y existenciales de su genial teoría no habían llegado a perturbar la paz de la conciencia de pastores y fieles ni siquiera en su lugar de origen: Alemania. La situación comenzaría a cambiar en los umbrales del Concilio Vaticano II, durante los cuatro años de su celebración y, sobre todo, en el periodo agitado e inquieto de su primera aplicación.

 

III.    El Concilio Vaticano II

En las vísperas inmediatas de la convocatoria y de la apertura del Concilio Vaticano II, la aceptación del ordenamiento jurídico, plasmado en el Código de Derecho Canónico de 1917, como marco necesario para una fecunda realización de la misión de la Iglesia en el siglo XX, no planteaba dudas o interrogantes en términos generales acerca de su valor doctrinal y pastoral. Las propuestas para su reforma sugeridas por la canonística y por los observadores y actores más responsables de la vida de la Iglesia, finalizada la contienda mundial de 1945, eran susceptibles, al menos desde el punto de vista técnico-jurídico, de ser eficazmente acogidas mediante una adecuada revisión parcial del mismo. Había que tener en cuenta, por otro lado, que la iniciativa de la codificación del derecho canónico había sido valorada muy positivamente por los expertos y por la opinión pública de la Iglesia como un instrumento de renovación de la praxis canónica altamente beneficioso para la vida cristiana y la acción pastoral de la Iglesia en el arranque del siglo XX, a punto de concluir la primera guerra mundial. Por ejemplo, el déficit al menos de carácter sistemático, que detectaban algunos insignes canonistas en el tratamiento normativo del lugar, funciones y misión del laico en la Iglesia, podía ser corregido fácilmente sin esperar a una reforma total del vigente Código de Derecho Canónico. Pesaba también el factor de la estabilidad jurídica, reforzado por el hecho de que había ya comenzado con éxito la elaboración de un Código para las Iglesias Orientales unidas a Roma. No podía, pues, por menos de extrañar que en la discusión del esquema “De Ecclesia” presentado en la primera sesión del Concilio Vaticano II, en la 31 Congregación general, el 1 de diciembre de 1962, Mons. Emile J. de Smedt, Obispo de Brujas, formulase una severísima crítica a la situación general de la Iglesia, cifrada en tres acusaciones: “clericalismo, triunfalismo y juridicismo”. Una Iglesia que había emprendido con valentía e ilusión evangélicas el camino de un nuevo Concilio Ecuménico y al que debería acompañar, según el Papa convocante, el Beato Juan XXIII, la reforma del Código de Derecho Canónico. Fuese cual fuese el grado de acierto de Mons. de Smedt en su diagnóstico pastoral y eclesiológico sobre “el exceso” de derecho en la vida y acción de la Iglesia “preconciliar”, lo que sí sucedió en el periodo “postconciliar” fue un vuelco “antijurídico”, que dificultó extraordinariamente la serena, fructuosa y gozosa aplicación de la doctrina, orientaciones y directrices pastorales del Concilio Vaticano II e, incluso, de sus decretos de reforma. El Concilio, con sus riquísimos documentos doctrinales, canónicos y pastorales, significaba todo lo contrario de una invitación al cuestionamiento radical del derecho canónico como dimensión esencial del ser y de la constitución divino-humana de la Iglesia. La Constitución Dogmática “Lumen Gentium” abría surcos doctrinalmente luminosos para una renovada concepción católica de los fundamentos eclesiológicos de su ordenamiento jurídico, potenciada existencial y teóricamente con las enseñanzas de las otras tres Constituciones, especialmente, por las de las dos de significado más directamente dogmático: la “Sacrosanctum Concilium” sobre la Sagrada Liturgia y la “Dei Verbum” sobre la Divina Revelación. La Constitución Pastoral “Gaudium et spes” ayudaría, por su parte, a precisar teológicamente las características formales del derecho propio de la Iglesia en comparación y relación con el derecho del Estado e, incluso, con la misma idea de derecho natural; a lo que contribuiría, complementariamente, con efectos prácticos, pastoralmente muy renovadores, la Declaración “Dignitatis Humanae” sobre la libertad religiosa.

¿Qué sucedió, entonces, para que, no bien cerrado el cuarto y último periodo de sesiones de la magna Asamblea Conciliar, el ocho de diciembre de 1965, se extendiese por toda la Iglesia como una marea de indisciplina canónica que alcanzaba a su magisterio, su liturgia, su apostolado y a toda su actividad pastoral? Había que contar, naturalmente, con los efectos de un factor intra-eclesial, no desconocido por la historia de los Concilios Ecuménicos, el de la conciencia colectiva de inseguridad jurídica que se crea en un primer periodo de transición de un conjunto normativo en vigor al otro, fruto de la acción legislativa reformadora conciliar. Efecto que se agravaba por el momento histórico-canónico en el que se encontraba la Iglesia del Concilio Vaticano II. Por un lado, regía el Código de 1917 como única fuente normativa, promulgado hacía escasamente medio siglo, y, por otro, el estilo técnico-jurídico adoptado en los textos conciliares, más exhortativo y motivador que claramente dispositivo, dificultaba gravemente la inmediata aplicación canónica del Concilio en la vida y en la práctica pastoral de la Iglesia. Todo lo que se podía decir y lamentar, sin embargo, sobre el estado de inseguridad canónica -al que quiso aliviar Pablo VI, sobre todo con el “Motu Proprio Ecclesiae Sanctae” de 6 de agosto de 1966 y con la Constitución “Regimini Ecclesiae Universae” de 15 de agosto de 1967- no explicaba con la suficiente profundidad y claridad pastoral lo que estaba sucediendo inmediatamente después de concluido el Concilio Vaticano II con la quiebra del más elemental sentido de la obediencia, lealtad y comunión eclesial en casi todas las áreas geográficas del catolicismo. ¿No se había acertado durante y después de su celebración con la debida pedagogía de la información y de la formación intra-eclesiales? Quizá. Benedicto XVI en su despedida del Clero de Roma, pocas fechas antes del día en que se hizo canónicamente efectiva su renuncia, haciendo memoria de su experiencia de perito conciliar, no duda en afirmar que lo que él denominó “Concilio mediático” se impuso informativamente al Concilio verdadero. Por supuesto, la fuerza y persistencia tan desestabilizadora causada por la crisis postconciliar, espiritual y moralmente, obliga a pensar que una honda crisis de fe la acompañó y radicalizó.

En efecto, la influencia intelectual y cultural de las ideologías dominantes en el mundo universitario y en los estilos de vida personal, familiar y social, de la Europa y América de “los años sesenta” actuó de forma extraordinariamente disolvente respecto al estado de “la fe y las costumbres” de los católicos y de sus comunidades, tanto de las implantadas desde siglos en los países del primer cristianismo, como de las nuevas en los países llamados de “misión ad gentes”. A todas esas ideologías −las de cuño marxista y totalitario y las del llamado “mundo libre”− les era común un rasgo profundamente anticristiano: el de la concepción materialista o puramente inmanentista del hombre, sin perspectiva de una vida futura más allá de la muerte y sin el horizonte último de la eternidad en Dios. Y si se niega a Dios y se niega la vocación trascendente del hombre, no se puede por menos de negar a Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre: el único Salvador del hombre. Y, desde luego, se rechaza la Iglesia rotundamente como obra suya. En este clima de increencia generalizada irrumpe “revolucionariamente” el famoso “mayo del 68” de los universitarios e intelectuales marxistas y existencialistas parisinos, como un movimiento paradójicamente “liberador” con su máxima nihilista del “prohibido prohibir”. Movimiento escasamente compensado cultural y políticamente por el mayo de “la primavera de Praga” del mismo año que clamaba por la libertad de la opresión de un régimen político totalitario. El estado interior de la vida de fe, espiritual y apostólica de muchos sacerdotes, religiosos, consagrados y laicos de las generaciones pre-conciliares y conciliares se vio profundamente dañado; incluso la posibilidad existencial de una afirmación sólida y positiva de la propia identidad cristiana y eclesial quedó en entredicho. Los ecos en la teología protestante, e incluso, en la católica, de lo que estaba sucediendo fueron numerosos y, en algunos de sus más admirados protagonistas, perturbadores; singularmente en el campo de la Eclesiología. ¿Cómo no citar a “La Eclesiogénesis” de Leonardo Boff o a la amplia monografía sobre la Iglesia –“Die Kirche”– de Hans Küng? Sus teorías acerca de la prevalencia de la dimensión carismática −o de la “constitución carismática” como la denomina Hans Küng− sobre la visible e institucional, abastecían de argumentos eclesiológicos las ideologías de “la contestación” intra-eclesial y avalaban el modelo “liberacionista” −entendido políticamente− de sus alternativas eclesiales y pastorales a lo que se llamaba la Iglesia oficial o jerárquica. El significado atribuido por Leonardo Boff al carisma, experimentado y expresado popularmente, como el factor teológicamente determinante del nacimiento y desarrollo institucional de la Iglesia por encima de la relativizada iniciativa fundacional de Cristo y de la acción institucional de los Apóstoles, fascinaba. Como era fácil de prever, la respuesta de la mayoría de los teólogos católicos no se limitó ni a la reacción polémica, ni mucho menos a la reiteración retocada y modernizada de las eclesiologías neo-escolásticas. Un número creciente de grandes figuras de la teología católica del primer momento postconciliar elaboraron nuevos Tratados sobre la Iglesia, bíblica, patrística y filosóficamente renovados y creativos, de acuerdo con las enseñanzas del Vaticano II, ofreciendo una visión teológica del ser y de la misión de la Iglesia, que disipaba las posibles y propugnadas antinomias entre la Iglesia del Espíritu o del carisma y de la Iglesia visible de la institución o del derecho. Recordemos a algunas de las más ilustres: K. Rahner, I. Congar, L. Bouyer, J. Ratzinger, H. de Lubac, H. U. von Baltasar. La puerta de la eclesiología había quedado abierta para la fundamentación teológica del derecho canónico. Tarea científica y pastoral que correspondía por obvias razones, teóricas y prácticas, a los canonistas.

 

IV.    La respuesta de la Canonística

Los canonistas -los dedicados a la tarea de la investigación y de la docencia y los implicados en el gobierno pastoral de la Iglesia- responden al reto teórico y práctico ante el cual les coloca “el antijuridismo” de amplios sectores de la comunidad eclesial, siguiendo una doble vía de trabajo y de compromiso con su vocación personal y con su competencia profesional: la de la reforma del Código de Derecho Canónico, que el Papa Pablo VI impulsa enérgicamente con la creación de la Comisión Pontificia para la misma, no bien concluida la última Congregación general del Concilio en diciembre de 1965, y la de la elaboración y formulación científica de una teoría general de los fundamentos teológicos del ordenamiento jurídico de la Iglesia. Ambas vías se cruzan metodológicamente al tener que abordar el estudio de una de las más novedosas propuestas en la historia de la legislación y de la ciencia del derecho canónico de todos los tiempos: el proyecto enmendado de una Ley Fundamental para la Iglesia enviado el 10 de febrero de 1971 por el Presidente de la Comisión Pontificia para la reforma del Código de Derecho Canónico para su examen y valoración doctrinal y pastoral a todos los Obispos. El trasfondo histórico-espiritual o “sitio en la vida” del proyecto aparecía claro a primera vista. Se trataba de aprovechar eclesialmente las teorías del Estado democrático de derecho que se habían impuesto, como ética-políticamente bien fundadas, en los países del “mundo libre”. Considerado en sí mismo -en su forma jurídica- se desvelaba a la mirada del canonista como un modelo de ordenación canónica, fundamentalmente de la Constitución de la Iglesia, de origen y perfiles “seculares”. ¿Podría servir -ser útil- para encauzar con fruto espiritual y apostólico -hoy diríamos evangelizador- la reforma del derecho canónico a la medida y a la altura doctrinal de la enseñanzas y orientaciones pastorales del Concilio Vaticano II? ¿Ayudaría a superar de raíz “la contestación antijuridista” en el seno de la Iglesia?

La valoración del proyecto por parte de la Canonística fue muy diversa respecto a la forma y a los contenidos del proyecto elaborado por la Comisión Pontificia. La concepción teórica de las distintas posiciones científicas vendría en el fondo marcada por la diversidad de las respectivas doctrinas acerca de la gran cuestión de los fundamentos teológicos del ordenamiento jurídico propio de la Iglesia. Los canonistas italianos, provenientes de los medio-ambientes académicos de las Facultades de Derecho Civil de sus Universidades, así como los canonistas españoles de la Universidad de Navarra, alabaron la iniciativa, aunque sometiéndola a una profunda y detallada crítica desde la perspectiva de un mayor y mejor aprovechamiento técnico-jurídico de la teoría general del derecho constitucional estatal; si bien con una más expresa atención a los problemas teológicos y pastorales involucrados en el proyecto por parte de los Profesores de Navarra. Los canonistas, de diversa procedencia europea, firmantes de la introducción programática del primer número de la revista “Concilium” dedicado a la ciencia del derecho canónico, T. Jiménez Urresti, P. Huizing, N. Edelby[2] y otros, fueron también extraordinariamente críticos con el proyecto de la Comisión Pontificia; en el fondo, negativos. A ellos se pueden sumar las publicaciones dedicadas al tema en 1972 por el “Istituto per la Scienze religiose” de Bolonia dirigido por el Profesor G. Alberigo. En el programa de “Concilium”, “Entrechtlichung der Theologie”“desjuridificación de la Teología”– y “Enttheologiesierung des Kirchenrechts”“desteologización del derecho canónico”– no cabía un proyecto de “Ley Fundamental” para la Iglesia y, menos, el presentado por la Comisión Pontificia; pero tampoco había lugar teológico para una sólida fundamentación de la razón de ser del derecho canónico y de su específico sentido y naturaleza en la vida y la misión de la Iglesia. Los canonistas agrupados en torno al Instituto de Derecho Canónico de la Universidad de Munich, en cambio, aceptaron la idea técnico-jurídica central que sustentaba el proyecto: establecer un doble plano y orden jerárquico en la normativa interna de la Iglesia, a partir, sin embargo, metodológica y sistemáticamente de los rasgos propios de la configuración teológica de su constitución y de los ámbitos específicos de su vida y misión. Su alternativa, por lo que respecta a la forma y a los contenidos del proyecto, era de una impronta doctrinal y pastoral claramente diferenciada en el lenguaje y en la sistemática jurídica de la elaborada por los canonistas procedentes del mundo científico del derecho civil. Un intento de aportación ecuménica, surgida en el Círculo de canonistas católicos y protestantes de Heidelberg, dirigido por H. Dombois, no llegó a pesar significativamente en el debate de la canonística católica. Finalmente, el “proyecto” no prosperaría, aunque dejaría huellas significativas en la sistematización del nuevo Código de Derecho Canónico de 1983 para la Iglesia Latina, de clara inspiración eclesiológica. Sus huellas eran evidentes tanto en el lenguaje y conceptos canónicos empleados, como en la ordenación sistemática de la materia normativa. La discusión científica del “proyecto” había resultado, finalmente, fructuosa.

¿El nuevo Código de 1983, denominado por el Papa Juan Pablo II “el Código del Concilio Vaticano II”, con su eclesiología inspiradora, fue capaz de apaciguar la tormenta “antijuridista” de las dos primeras décadas del Postconcilio? Resolvió y aclaró, ciertamente, la pastoralmente complicada problemática de la inseguridad jurídica, pero el cuestionamiento intelectual y existencial del sentido y del valor teológico del derecho canónico no logró apagarlo del todo. Seguía vigoroso e influyente en las mentalidades y en las conductas personales y comunitarias de no pocos clérigos y laicos al iniciarse la tercera década postconciliar. La convocatoria de la Asamblea General Extraordinaria del Sínodo de los Obispos de 1985 por Juan Pablo II representa una prueba elocuente de que el fenómeno del “antijuridismo” subsistía. La puesta en relieve de la categoría de “Comunión” en el documento sinodal conclusivo venía a subrayar un aspecto de la eclesiología conciliar, singularmente valioso para una verdadera y duradera solución de la crisis. La tarea científica en la profundización teórica de los fundamentos teológicos del derecho canónico no admitía más demora. Las propuestas de los alumnos de Klaus Mörsdorf (Eugenio Corecco y Antonio Mª Rouco Varela[3]) para una definición netamente teológica del “estatuto ontológico y epistemológico del derecho canónico”, presentadas ya en 1971 al debate de canonistas y teólogos, reclamaban ser desarrolladas temática y sistemáticamente como una Teología del Derecho Canónico dotada de personalidad y método científico propio.

 

V.      Hacia una Teología del Derecho Canónico

“El sitio en la vida” de la pregunta por el sentido y la legitimidad eclesiales del derecho canónico, marcado por el extendido cuestionamiento de su razón de ser en la Iglesia en forma intelectual y existencial tan radical, exigía una elaboración de una respuesta científica rigurosa, doctrinal y pastoralmente clarividente. En una palabra, exigía una respuesta teológica concebida y desarrollada en su “objeto formal” y “material”, surgiendo directa y positivamente del diálogo fe-razón, fe-razón jurídica y razón histórica. Un propósito científico que implicaba y exigía:

      Reconocer la insuficiencia epistemológica de una explicación meramente sociológica o/y filosófico-jurídica de la existencia de derecho en la organización y funcionamiento de la Iglesia, basada en la argumentación de que la Iglesia es y se constituye de hecho como un fenómeno social localizado en el tiempo y en el espacio, junto a otras realidades sociales, especialmente, el Estado, con la conclusión de que donde hay sociedad tiene que haber derecho: “ubi societas ibi ius”. Con este discurso era imposible, doctrinal y existencialmente, la salida de la crisis del derecho canónico. Quedaba “servida” para mucho tiempo, humanamente hablando.

      Reconocer la insuficiencia del simple recurso teológico-positivo a la voluntad fundacional del Señor Jesucristo que instituyó a la Iglesia como una sociedad al confiarle a los Doce Apóstoles, singularmente a Pedro, poderes y facultades respecto de sus fieles, de contenido y significado abiertamente social. Aparte de las dificultades que la exégesis histórico-crítica interponía en la interpretación de los textos bíblicos −aducidos y aducibles−, aunque resolubles, se mantenía abierto el interrogante del porqué de esta voluntad del Señor en el contexto de la fe y de la experiencia plena del Misterio de su Iglesia. Difícilmente se llegaba así −de un modo un tanto “extrinsicista”− a apaciguar las inquietudes y el mundo interior de las nuevas generaciones del catolicismo del último tercio del siglo XX.

      Había que adoptar otro punto de partida, temática y sistemáticamente: el de la reflexión teológica sobre el Misterio de la Iglesia siguiendo las líneas maestras de la Eclesiología del Vaticano II, teniendo en cuenta los precedentes de la respuesta católica a Rudolph Sohm y las perspectivas eclesiológicas abiertas por los grandes maestros de la Teológica Católica en el postconcilio. Los pasos de la reflexión teológico-canónica deberían ser los siguientes:

–       La consideración de la Iglesia, como el nuevo y definitivo Pueblo de Dios.

–       Su configuración interior y exterior como Cuerpo de Cristo y Esposa del Espíritu Santo.

–       Que se edifica visiblemente por y en la Palabra y los Sacramentos del Señor.

–       Su autenticidad la garantiza la Sucesión apostólica: la de Pedro en el Romano Pontífice como Cabeza de “los Doce Apóstoles” en la sede de Roma y la de los otros once Apóstoles en los Obispos cabezas de Iglesias Particulares, unidos entre sí en “un Colegio” que preside jerárquicamente el Sucesor de Pedro.

–       La constitución kerigmático-sacramental de la Iglesia vincula a sus miembros, pastores y fieles, y a las Iglesias Particulares con la Iglesia Universal en virtud del poder salvífico que le viene de la presencia y de la voluntad del Señor Resucitado, en el cual deben de “comulgar”.

–       La existencia y la vida de la Comunión eclesial postula ordenamiento interno y externamente vinculante. El “carisma” precisa para su auténtica expresión y reconocimiento eclesial del “canon”.

–       La Iglesia es “el Sacramento fundamental” del Señor Jesucristo (K.H. Menke). Su “sacramentalidad”, que implica y contiene la unidad orgánica y funcional de la Palabra y del Sacramento −en el sentido específico del término−, no consiste en una simple y externa referencia simbólica a Cristo Resucitado y a su acción salvífica a través del don del Espíritu Santo sobre la Iglesia, sino en ser un verdadero y eficiente instrumento por el que el Señor comunica su gracia realmente a los fieles. A través de la Iglesia “la encarnación vertical de la autodonación de Cristo” se “traduce” en “la encarnación horizontal de su comunicación con los hermanos y hermanas” (K.H. Menke). La misión de la Iglesia culmina y llega a su plenitud cuando realiza y vive “la Comunión” con su Cabeza y Señor: Cristo.

 

VI.    El momento actual

En la bibliografía actual se encuentran ya intentos muy meritorios de tratamientos sistemáticos de los problemas fundamentales del derecho canónico. Se va abriendo metodológicamente, poco a poco, el camino de una teología del derecho canónico como un Tratado con personalidad científica propia. Al menos, en las Facultades de Derecho Canónico y en sus planes de estudio no falta el capítulo de los fundamentos teológicos. Se está académica y eclesialmente en la buena dirección.

Con todo, las exigencias de la nueva evangelización, nervio pastoral de la vida de la Iglesia en este comienzo del III Milenio (después de los Pontificados tan luminosos y fecundos espiritual y apostólicamente de Juan Pablo II y Benedicto XVI, iniciado prometedoramente el nuevo pontificado del Papa Francisco), si han de ser debidamente cumplidas y satisfechas, se precisa de una continuada y despierta atención en orden a promover la comprensión y vivencia teológica de su ordenamiento jurídico. No es posible evangelizar y santificar creíblemente sin una vivencia de “la comunión eclesial” seriamente afirmada y consecuentemente practicada en la acción pastoral de la Iglesia.

Los “munera docendi et santificandi” sin la cooperación activa y responsable del “munus regendi” terminan por volverse infructuosos, especialmente si se desiste del uso de “la potestas sacra” en el campo del “munus regendi”, es decir, en la tarea del gobierno pastoral de la Iglesia. La formación teológica de la conciencia de clérigos y laicos respecto a la necesidad de afirmar en la práctica de la vida cristiana y del apostolado el valor pastoral y la fuerza vinculante del ordenamiento canónico, requiere no darse por satisfecho con los resultados logrados hasta el momento en el estudio del derecho canónico y en su aceptación teológica –desde la fe− por la mayor parte de los fieles católicos. Es preciso mantener y acrecentar el entusiasmo científico y pastoral de los que se dedican a la ciencia del derecho canónico, comprendida “como una ciencia teológica que trabaja con método jurídico” (K. Mörsdorf), en la investigación y en la enseñanza superior. La práctica legislativa, administrativa y judicial de la Iglesia se beneficiará grandemente de la comprensión teológica de la ley canónica y de su cumplimiento administrativo y judicial y, por supuesto, también la obediencia canónica de los fieles y de las comunidades. Cuántos daños pueden y podrían haber sido evitados en la vida interna de la Iglesia de las últimas décadas, si se hubiese tomado en serio la obligación de conciencia de cumplir la ley canónica y hacerla cumplir por aquellos a quienes correspondía. El ejercicio de la autoridad canónica siempre cuesta, máxime en situaciones personal y comunitariamente dramáticas. Y más cuesta aún la práctica de la obediencia canónica cuando comporta sacrificio y reforma “de vita et moribus”. Se trata de objetivos pastorales que no pueden perderse de vista en los proyectos de nueva evangelización y que han de desenvolverse en una sociedad tocada en su conciencia colectiva por la corrupción ética del derecho, impregnado de positivismo relativista; y tentado siempre de ponerse al servicio del poder dominante: sociológico, económico, cultural y político. Se están volviendo a dar circunstancias en las que la misma ley sirve a la negación de derechos fundamentales, que quedan sin el reconocimiento legal y sin la protección del derecho positivo: tiempos del “gesetzliches Unrecht” y del “gesetzloses Recht” (G. Radbruch). La importancia de no cejar en la configuración doctrinal y académica de una teología del derecho canónico se desprende hoy con urgencia histórica no sólo de la situación interna de la Iglesia, sino también de la sociedad. Al derecho canónico, teológicamente pensado y elaborado, le es también propia la función de servir a la formación de un derecho civil digno de la persona humana como criterio e, incluso, como modelo de referencia material y formal.

* Las citas y la bibliografía usada se encuentran en:

−     Antonio Mª Rouco Varela, Schriften zur Theologie des Kirchenrechts und zur Kirchenverfassung. Paderborn, München, Wien, Zürich, 2000.

−     Antonio Mª Rouco Varela, Teología y Derecho. Escritos sobre aspectos fundamentales de Derecho Canónico y de las relaciones Iglesia-Estado. Madrid, 2003.

−     Karl-Heinz Menke, Sakramentalität – Wesen und Wunde des Katholizismus. Regensburg, 2012.


[1] Kirchenrecht von R. Sohm. Erster Band: Nouvelle Revue historique du droit 18 (1894) 286-295.

[2] “Derecho Canónico y Teología”, Concilium 8 (1965) 3-6.

[3] A. Rouco Varela, E. Corecco, Sacramento e diritto: antinomia nella Chiesa?, Milano 1971.