Catedral de La Almudena, 11.III.2014, 10’00 horas
(2º Cor 4,14-5,1; Mc 15,33-39)
Mis queridos hermanos y hermanas en el Señor:
I. Diez años después de aquel amanecer madrileño sumido en el horror y el dolor por los efectos devastadores –casi doscientos muertos, más de mil heridos, daños materiales cuantiosos…– de un atentado terrorista sin precedentes en la historia de la capital de España, la Catedral de Nuestra Señora de La Almudena vuelve a acoger a los familiares de las víctimas, a los representantes y miembros de sus Asociaciones y a muchos madrileños, que los estiman, aprecian y quieren, para la oración y la celebración de la Eucaristía. Nos acompañan Sus Majestades, los Reyes de España, Sus Altezas, la Princesa de Asturias y la Infanta Dña. Elena, el Sr. Presidente del Gobierno y el Sr. Presidente de las Cortes, el Sr. Presidente de la Comunidad de Madrid y Sres. Ministros del Gobierno de la nación, la Sra. Alcaldesa de Madrid y numerosos representantes de los grupos parlamentarios del Congreso y del Senado y de la Asamblea de Madrid, junto a otras numerosas autoridades civiles y militares. Se lo agradecemos de corazón.
El recuerdo de los que murieron y el dolor de los heridos, que llevan todavía en su cuerpo y/o en su alma las huellas de sufrimientos indecibles, continúa invitándonos a todos, singularmente a los cristianos de Madrid, a renovar nuestra plegaria por ellos, al examen de conciencia: ¿Cómo nos hemos comportado con ellos en estos durísimos años? ¿Qué consecuencias hemos sacado de la estremecedora experiencia de aquella terrible jornada en el orden de los valores éticos, morales y espirituales que debieran impregnar nuestra vida personal y colectiva? ¿Hay motivos serios y fundados para la esperanza? Porque, en definitiva, ellos, los que murieron y fueron heridos, y nosotros, muy especialmente sus familiares, estamos en manos de Dios.
II. Hoy como en aquel día fatídico, el 11 de marzo de 2004, queridos familiares de los asesinados y los heridos en los atentados de Atocha, podéis preguntarle a Dios, el Señor de la vida y de la muerte, por ellos y por vosotros mismos como lo hizo Jesús clavado en la Cruz a punto de expirar: “Dios mío, Dios mío ¿porqué me has abandonado?”. Es esta una pregunta que nos puede salir del alma en las más variadas ocasiones de desgracia y de dolor por las que atravesamos en nuestras vidas y, sobre todo, cuando llegue la hora de la muerte; pero que ante estas muertes, causadas por un odio y un desprecio al hombre de refinada y fría crueldad, nos brota incontenible de lo más hondo del alma. Se trata de una pregunta muy personal, en la que nadie puede sustituir a las víctimas mismas y a sus allegados, aunque sus ecos angustiosos –¡qué duda cabe! – nos alcanzan a todos: a Madrid y a España entera. ¿Por qué murieron? ¿Por qué ese suplicio doloroso de los heridos, de los familiares y amigos y el estremecimiento de tantos y tantos ciudadanos de buena voluntad? La conmoción fue general. De un sencillo análisis de lo ocurrido se desprende una primera respuesta: murieron, sufrieron y sufrimos porque hubo alguien, hubo personas, que con una premeditación escalofriante estaban dispuestas a matar a inocentes, a fin de conseguir oscuros objetivos de poder; porque hay individuos y grupos, sin escrúpulo alguno, que desprecian el valor de la vida humana y su carácter inviolable, subordinándolo a la obtención de sus intereses económicos, sociales y políticos. ¡Siempre tan mezquinos! En una palabra, porque nunca faltan “Caínes” dispuestos a matar a “Abel”. Aquellos, a quienes no les importa hacer del crimen más horrendo –¡el atentado terrorista! – un medio para fines de la naturaleza que sean. Sin un previo arrepentimiento, profundo y radical, no podrán ser nunca –¡no serán capaces de serlo! –instrumentos o autores de caminos de verdadera justicia y de paz. Y, por mucho que se lo pretendan o imaginen, tampoco podrán adueñarse del futuro de una ciudad, de un pueblo, de una comunidad política, y, mucho menos, podrán definir y determinar el destino último de las propias víctimas y de sus familias.
III. Los instigadores y autores de la condena a muerte de Jesús de Nazaret creían que con su crucifixión habían terminado con un momento y proceso histórico en el que veían amenazadas sus ambiciones personales, religiosas y políticas. Se equivocaban a fondo. Al tercer día después de la muerte en la Cruz, Aquél, a quien acusaban de querer convertirse en el Rey de los judíos, un Rey de este mundo, resucitaría. Su sepulcro quedaría vacío. Muy poco tiempo después –días, semanas…– en el Cenáculo de Jerusalén, en la Fiesta de Pentecostés, con la infusión del Espíritu a sus Apóstoles, se abriría el camino de un Reino no de este mundo, pero que llegaría con los siglos a abarcarlo, visible e invisiblemente, de norte a sur, de este a oeste: ¡el Reino de Dios!
No sabemos exactamente cuáles fueron los propósitos e intenciones últimos de los que pensaron, programaron y ejecutaron los atentados de Atocha; lo que sí resulta claro, es que no podrán neutralizar y menos anular los frutos de nueva y redimida humanidad, que podemos esperar de la ofrenda de las vidas de sus víctimas que con nuestra plegaria y con nuestra voluntad de conversión presentamos hoy de nuevo, con piedad y sentido fervor, a Dios Padre en el Sacrificio Eucarístico que estamos celebrando. En el mismo día del atentado y en los siguientes, el corazón de los madrileños y de España entera se conmovió y se expresó en múltiples y heroicas formas de ayuda, de socorro y de amor fraterno. Triunfaba el amor sobre el odio, la vida sobre la muerte, la confianza en el poder de la gracia de Cristo Crucificado y Resucitado sobre el sentimiento de impotencia y derrotismo humanos. El terrorismo podía ser vencido. La puerta para el triunfo quedaba abierta por todos los que habían puesto alma, vida y corazón, sacrificándose hasta el agotamiento, en el servicio a las víctimas y a sus familiares. Servicio público y privado, material y espiritual prestado con una generosidad admirable.
IV. “Sabemos que quien resucitó al Señor Jesús también con Jesús nos resucitará y nos hará estar con vosotros”. Así consolaba San Pablo a sus fieles de Corinto, perplejos y angustiados ante la perspectiva de la separación y de la muerte: ¡siempre un enigma indescifrable para la desnuda y pura razón humana, pero no para los que consideran y comprenden esa hora última del hombre sobre la tierra a la luz de la verdad de Dios, es decir, para los que creen: los que han conocido, conocen y creen en ese Señor Jesús, del que hablaba San Pablo! “El hombre exterior” en nuestros hermanos asesinados horriblemente el 11 de marzo en los trenes y en la Estación de Atocha se ha deshecho, pero esperamos firmemente que su tribulación pasajera, aunque desgarradora, les haya producido “un inmenso e incalculable tesoro de gloria”. Y con San Pablo añadimos: “No nos fijamos en lo que se ve, sino en lo que no se ve. Lo que se ve es transitorio; lo que no se ve, es eterno”.
Lo que sabemos con certeza de nuestros hermanos, que nos dejaron en tan terribles circunstancias, deberíamos ir transformándolo en certeza existencial para nosotros mismos, los que hemos quedado llorando y orando por ellos. En primer lugar, en el ámbito de la vida personal: ¿le hemos dado mayor cabida en nuestro comportamiento diario al amor fraterno que nos anime y sostenga en la búsqueda de la verdad, de la justicia y de la misericordia diez años después del atentado de Atocha? Hay que estar abierto al perdón siempre, aunque sólo se pueda hacer efectivo cuando se muestra arrepentimiento sincero por los crímenes cometidos y se reparan los daños causados. El perdón de Dios llega al hombre solamente cuando éste se hace verdaderamente penitente. Y, en segundo lugar, en la vida social: ¿hemos alimentado y fomentado en nuestras conductas privadas y públicas la conciencia viva y activa de nuestra responsabilidad frente al bien común? Toda la sociedad y, muy específicamente sus responsables, están llamados a edificar la comunidad política y la convivencia social sobre los fundamentos éticos de los derechos fundamentales de la persona humana, del respeto y promoción de su dignidad y de la unidad solidaria entre todos y de todos los ciudadanos.
V. El sacrificio de nuestros hermanos arrancados del seno de sus familias y de nuestro pueblo por la violencia criminal de los terroristas pudiera quedar infecundo por nuestra culpa; por no haber sabido convertirnos y reformarnos de verdad y en la verdad. Incluso, la fecundidad espiritual, que suscita el Espíritu Santo, don del Corazón de Cristo Crucificado, necesita de la conversión de las conciencias –conversión personal y colectiva– para que dé sus frutos. El Papa Francisco nos habla con frecuencia de la urgencia de una conversión pastoral y misionera en la Iglesia. La oración perseverante es factor imprescindible para un futuro nuevo de renovación profunda de nuestras almas y del alma de nuestro pueblo, plegaria que hoy y ahora unimos a la de Nuestro Señor clavado en la Cruz por nuestra salvación y a causa de nuestros crímenes y pecados, es decir, a su Sacrificio y Oblación por la redención del mundo, presente y actuante en el Sacramento de la Eucaristía que estamos celebrando. Su Sacrificio fue un sacrificio de amor infinito que significó, significa y significará en todas las épocas y momentos de la historia, incluso los más tenebrosos, que el torrente de la infinita misericordia de Dios se ha derramado sobre los hombres, transformando su corazón haciéndolo capaz para el amor: ¡capaz de amar verdaderamente!
¡Quiera la Santísima Virgen de la Almudena, la Madre de Jesucristo, nuestra Madre desde ese momento definitivo de la Cruz de su Divino Hijo, con su intercesión y con su amor de Madre, ayudarnos a abrirnos de nuevo a ese Amor del Crucificado y Resucitado en la oración por las víctimas del atentado del 11 de marzo del año 2004, por sus queridos familiares y por España!
Amén.