HOMILIA del Emmo. y Rvdmo. D. Antonio Mª Rouco Varela
Cardenal-Arzobispo de Madrid
Administrador Apostólico
Catedral de La Almudena, Madrid, 21.IX.2014
(Is 55,6-9; Sal 144; Flp 1,20c-24.27ª.; Mt 20,1-16)
Mis queridos hermanos y hermanas en el Señor:
1. Al finalizar las II Jornadas Sociales Católicas Europeas nos sale del corazón dar gracias a Dios por todo los dones obtenidos en el transcurso de las casi cuatro días de reflexión y de debate, de oración y de amistad, sencilla y hondamente compartida. Jornadas vividas de verdad en la Comunión de la Iglesia, expresada de forma insuperable en la celebración diaria de la Eucaristía. Hoy la celebramos en esta Santa Iglesia Catedral de Ntra. Sra. de La Almudena, Iglesia madre de la Archidiócesis de Madrid, como el momento culminante de unos días inolvidables en los que la sabiduría y la ciencia, generosa y lúcidamente ofrecidas por hermanos nuestros, se han verificado y enriquecido con los testimonios de vida y los frutos de las vivencias pastorales y apostólicas de otros.
Nos preocupa Europa, a la que amamos y queremos servir, siendo testigos del Evangelio con la palabra y con las obras. Los problemas de las personas y de los pueblos de esta vieja Europa, de raíces profundamente cristianas, son graves: problemas de concepción de la vida y del mundo, problemas de lo que nos exige a los cristianos y a la Iglesia la situación de crisis económica y social, familiar, cultural y religiosa por la que estamos atravesando, en una palabra, nos preocupa el problema del “hombre incompleto”, del hombre a quien le roban el alma, de cuya problemática ya nos advertía Romano Guardini como un peligro que veía cernirse sobre la Europa salida de la II Guerra Mundial. ¿Y cómo responder a este formidable reto si no es con el compromiso de una existencia cristiana plenamente fiel a la voluntad del Señor en esta nueva hora tan decisiva de su historia, cuando se encuentra empeñada en fundamentar sólidamente y en ampliar su unidad socio-económica y política? Un compromiso solamente realizable si disponemos de un horizonte luminoso de verdades y valores o, lo que es lo mismo, de convicciones y actitudes de vida que “la memoria” de nuestra tradición cristiana, actualizada por los sucesos y experiencias del inmediato presente, especialmente de los vividos en el seno de la Iglesia, nos invita a retomar y a renovar. Acertaremos con los caminos de la respuesta cristiana -reitero de nuevo: respuesta pastoral, apostólica y evangelizadora– al gran reto humano y espiritual que implica el momento actual europeo, si hacernos sinceramente nuestro el diagnóstico formulado concisa y lapidariamente por el Papa Benedicto XVI en el contexto del recientemente clausurado año de la fe: “La crisis de Europa es una crisis de fe”; y, si nosotros mismos en nuestra vida personal y en nuestra pertenencia a la Iglesia nos dejamos contagiar por la alegría del Evangelio saboreado apostólicamente, conocido en la integridad plena de la tradición viva de la Iglesia y puesto en práctica en la vivencia creciente y fiel del amor eucarístico del Corazón misericordioso de Cristo, que se derrama después en la curación, en el alivio y en el servicio a los hermanos más débiles de alma y de cuerpo, como nos lo pide el Papa Francisco en la “Evangelii Gaudium”.
2. Las crisis de fe se superan y resuelven por la vía de la conversión: de la búsqueda de “Dios mientras está cerca”, como recordaba el profeta Isaías al pueblo elegido (Is. 55,6) Y Dios no se ha podido hacer más cercano que como lo ha hecho en Jesucristo, “el Emmanuel”, “el Dios con nosotros”. Convertirse significa y es volver a Él, abandonando las sendas de la maldad –¡de nuestros pecados! – y sabiendo que “es rico en perdón”: ¡rico en misericordia! Ya en aquellos primeros años de la postguerra, añoso cuarenta y cincuenta del pasado siglo, inmediatamente después de que hubiese concluido la horrible experiencia de la II Guerra Mundial, el Papa Pío XII avisaba a la Iglesia y a la opinión pública sobre todo de los países vencedores, de que “se había perdido la conciencia del pecado”. Y el Papa Francisco llamaría la atención, poco después de su elección como Sucesor de Pedro en el Sede de Roma y Pastor de la Iglesia Universal, que Dios no se cansa nunca de perdonar, pero que nosotros si nos cansamos de pedir perdón. ¿Y cómo no recordar y citar a San Juan Pablo II que en su Exhortación Postsinodal “Ecclesia in Europa” instaba a la Iglesia y a los cristianos europeos de inicios del Tercer Milenio a la conversión con urgencia apremiante? “Se observa –decía el Papa– cómo nuestras comunidades eclesiales tienen que forcejear con debilidades, fatigas, contradicciones. Necesitan escuchar también de nuevo la voz del Esposo que las invita a la conversión, las incita a actuar con entusiasmo en las nuevas situaciones y las llama a comprometerse en la gran obra de la nueva evangelización”. San Juan Pablo II precisaba, además, como conseguirlo, de un modo bien conocido y avalado por la experiencia multisecular de la Iglesia desde sus orígenes: “debemos hacer todos juntos un humilde y valiente examen de conciencia para reconocer nuestros temores y nuestros errores, para confesar con sinceridad nuestras actitudes, infidelidades y culpas” (E.E, 23 y 29). Sí ¡el modo de la penitencia sacramental!
¡Qué importante es que hoy en la Iglesia en Europa nos reconozcamos pecadores! ¡Que no tengamos miedo, luego, a ayudar a nuestros hermanos europeos para que abran sus ojos, los ojos de su pueblos, de sus culturas, de su mundo intelectual y de sus dirigentes sociales, ¡los ojos del alma! para que se atrevan a descubrir y a reconocer el origen moral y espiritual de sus crisis de hoy y a saber arrepentirse y pedir perdón a quien puede perdonar eficazmente: a Cristo, el Señor y Redentor del hombre! Su fruto más valioso sería el de una auténtica evangelización, es decir, el de una profunda renovación moral y espiritual, capaz de levantar la esperanza en las sociedades y en los ciudadanos europeos que ansían un futuro de prosperidad auténtica, de justicia, de amor y de paz para sí y sus descendientes: ¡un futuro abierto al don de la vida verdadera que trasciende el tiempo y se colma en la eternidad de Dios!
3. El retorno a los caminos que la fe cristiana fue marcando a los europeos en su milenaria historia, no es un asunto, pues, de un pasado “idealizado” por nostálgicos sin remedio, insensibles a lo que los progresos de la era de la ciencia y de la tecnología ha reportado al bien del hombre y de la sociedad, sino más bien, por muy paradójico que parezca, una cuestión de una ineludible y encendida actualidad. Se trata ¡nada menos! que de dar, de nuevo, verdadero sentido a la vida y a la existencia en estos momentos tan delicados de la historia de Europa. Para los hijos e hijas de la Iglesia, para los cristianos en la Europa actual podríamos y deberíamos preguntarnos: ¿”la vida es Cristo”, como San Pablo lo decía de sí mismo en su confesión a los Filipenses? El dilema ante el que se encontraba el Apóstol de los Gentiles nos atañe de lleno, pero en términos de una historia nueva: ¿quizá inédita? “Por un lado –decía el Apóstol– deseo partir para estar con Cristo, que es con mucho lo mejor; pero, por otro, quedarme en esta vida veo que es más necesario para vosotros”. Para Pablo, por lo tanto, y muy explicablemente, “morir” era “una ganancia” pero “el vivir esta vida mortal” le suponía “un trabajo fructífero”. No sabía que escoger. En todo caso, sin embargo, lo importante para él era que sus fieles de Corinto llevasen “una vida digna del Evangelio de Cristo”. Queridos hermanos y hermanas, si a nosotros, los cristianos de la Europa del Tercer Milenio, no es indiferente estar o no estar con Cristo en la oración, en la experiencia espiritual de una vida interior alimentada por su palabra y sus sacramentos, vivificada por la gracia y los dones del Espíritu Santo, confiándonos al amor misericordioso del Padre, nuestros empeños pastorales y nuestras tareas al servicio de una Europa más digna de la persona humana, serán estériles. La dialéctica entre vida contemplativa y vida activa en la experiencia cristiana es una falsa dialéctica. Ambas se necesitan y fecundan mutuamente. Permítaseme citar una vez más a San Juan Pablo II y al Papa Francisco: “En un contexto en el que la tentación del activismo llega fácilmente también al ámbito pastoral, se pide a los cristianos en Europa que sigan siendo transparencia real del Resucitado, viviendo en íntima comunión con El. Hacen falta comunidades que, contemplando e imitando a la Virgen María, figura y modelo de la Iglesia en la fe y en la santidad, cuiden el sentido de la vida litúrgica y de la vida interior. Ante todo y sobre todo, han de alabar al Señor, invocarlo, adorarlo y escuchar su Palabra. Sólo así asimilarán su misterio, viviendo totalmente dedicadas a Él, como miembros de su fiel Esposa” (Juan Pablo II, Ecclesia Europa, 27). “La Iglesia necesita imperiosamente el pulmón de la oración, y me alegra enormemente que se multipliquen en todas las instituciones eclesiales los grupos de oración, de intercesión, de lectura orante de la Palabra, las adoraciones perpetuas de la Eucaristía” (Papa Francisco, Evangelii Gaudium, 262).
Muy probablemente, uno de los signos más luminosos y esperanzadores que se perciben actualmente en la Iglesia en Europa es el renacimiento entre sus jóvenes de las vocaciones para la vida consagrada contemplativa: en las comunidades masculinas y femeninas de antiguas tradiciones y en el surgir de nuevas comunidades inspiradas y suscitadas por carismas de una extraordinaria vitalidad y de una fascinante capacidad de respuesta a los problemas y demandas más hondamente sentidas por los jóvenes europeos de nuestro tiempo. El próximo 15 de octubre se inaugurará el Vª Centenario del nacimiento de Santa Teresa de Jesús, que al fundar su primer convento de la Reforma, el Conventito humildísimo de San José de Ávila, quiso que fuese como “una estrella que diese de sí gran resplandor” (Santa Teresa de Jesús, Libro de la Vida, 32,11). Y, lo logra: lo logró no sólo para la España de la renovación y reforma tridentina, sino también para aquella Europa del siglo de “las reformas” de la Iglesia y de la apertura de las grandes perspectivas misioneras que ofrecía “el Nuevo Mundo”, descubierto apenas cien años antes. En el panorama eclesial de la Europa actual son también muchas “las estrellas” que “dan de sí gran resplandor” en las antiguas y renovadas comunidades de vida contemplativa y en los de nueva y reciente fundación. ¡Una excelente contribución para el futuro de una Europa edificada y configurada a la medida de la dignidad trascendente de la persona humana!
4. El camino para realizar fructuosamente cualquier proyecto o propósito de renovación humana, moral y espiritual de Europa ha de ser un camino de humildad. No hay que arrogarse ningún protagonismo ni ningún mérito, al estilo de lo que la vanidad humana pretende y exige, cuando demanda preeminencias y ventajas egoístas, como era el caso de “los jornaleros” del amanecer, de la media mañana, del mediodía o de la media tarde, de la parábola del Evangelio que acabamos de proclamar. Tampoco es el camino de la falsa humildad de los que llegan a la tarea de una Europa renovada en sus fundamentos más profundos “al caer la tarde”, no porque no hubiese nadie que los hubiese contratado, sino por pereza y desidia manifiesta. Siempre es camino de humildad genuina, el de la verdadera apertura del alma a la voluntad del Señor, para quien los no artificiosamente humildes serán los primeros y para quien los que ambicionan honor y premios humanos serán los últimos.
Nadie sobra en esa gran y urgente obra de la Nueva Evangelización de Europa, a la que la Iglesia nos viene convocando en las últimas décadas a través muy singularmente de la voz de San Juan Pablo II y que el Papa Benedicto XVI y el Papa Francisco no han dejado de hacer resonar con fuerza hasta el día de hoy.
Pidamos a la Stma. Virgen Madre del Señor, la Virgen de La Almudena y Nuestra Señora de Europa, que nos anime y sostenga en el testimonio para Europa del Evangelio de la Esperanza.
AMEN.