Homilía en la Vigilia de la Inmaculada Concepción de Santa María Virgen

Catedral de La Almudena, 7.XII.1997, 21,00 h

Mis queridos hermanos y hermanas en el Señor:

VIGILIA DE LA INMACULADA: VIGILIA DE LAS FAMILIAS MADRILEÑAS

Hacía muchos años, más de medio siglo, que los hombres y jóvenes de Madrid, venían reuniéndose en Vigilia de oración y de penitencia la noche víspera de la Inmaculada Concepción de la Virgen a fin de celebrar honda y fructuosamente su Fiesta. Para muchos supuso un momento especial de gracia. Al lado de la Inmaculada encontraron de nuevo el camino de la conversión. Para otros, significó un momento decisivo en el reconocimiento de su especial vocación para seguir al Señor en la vida consagrada, el sacerdocio, o en su dedicación al apostolado como seglares en medio del mundo. Para todos, horas inolvidables de encuentro con la Madre de los Cielos, a quien habían aprendido a conocer de cerca y a amar desde niños de la mano de la madre de la tierra. Vigilias con el estilo propio de la psicología y espiritualidad masculina: recia, sobria de gestos, pero firmemente comprometida con la palabra dada aquellas noches de la Inmaculada a Jesucristo su Hijo: la palabra de la fidelidad en todas las circunstancias de la vida.

Cumplidas las Bodas de Oro de aquella primera Vigilia de la Inmaculada de 1946, convocada entre los hombres de Madrid –obreros, profesionales de toda clase, estudiantes, padres de familia….– por el P. Morales, ha llegado el momento de abrirla a todas las familias madrileñas y ya en el marco de la que es gozosamente la nueva y definitiva Iglesia-Madre de la Archidiócesis de Madrid, la Catedral de Ntra. Sra. la Real de La Almudena, consagrada en junio de 1993 por Juan Pablo II. Lo estaban pidiendo las familias de Madrid –¡lo necesitaban!–. Lo necesitaba la propia Iglesia Diocesana. ¿Es que se puede aspirar seriamente a que se fortalezca la fe de todo el pueblo de Dios y su testimonio misionero sin contar con la familia o al margen de la misma? Ello equivaldría a una imperdonable ofuscación pedagógica y, lo que es peor, a un desconocimiento teológico y pastoral de lo que es entraña viva, célula primera, en el tejido divino-humano de la Iglesia. ¿Y cómo pretender que las familias cristianas, a su vez, puedan recuperar su papel insustituible de semillero y hogares de la fe en Jesucristo sin la cercanía, la intercesión, la mediación propia de María, La Inmaculada, la Madre del Salvador y Madre de la Iglesia? Se trataría de un empeño vano, ilusorio, condenado al fracaso espiritual, puesto que ignoraría justamente lo que está en juego: el despertar de las nuevas generaciones para la escucha de la Palabra del Evangelio y su disponibilidad para abrir su alma y su vida a su Hijo, el único que les trae –y puede traer- la salvación.

LA FAMILIA NECESITA LA SALVACION

Porque, en efecto, si miramos al interior de nuestras familias, hoy al final del año 1997, con ojos purificados de todo apasionamiento, y si miramos sobre todo en el interior de nuestros hijos, nos encontraremos con que la pregunta por la Salvación o no se plantea expresamente o se la considera y valora de modo fragmentario y superficial, como una cuestión del éxito propio: profesional y social; aquí y ahora. Por otro lado, el dolor y el sufrimiento son frecuentes compañeros en el día a día de la convivencia familiar, no menos que cuando se trata de afrontar el futuro de lo que es más preciado para unos padres: el bien y la felicidad de su hijos. No cabe duda razonable alguna de que el flagelo de la drogadicción, del sida, del fracaso escolar y de la frustacción personal, de la falta de perspectiva en el búsqueda del primer empleo, cae implacable en primer lugar sobre los sectores más populares y sobre las capas más marginadas de la población de Madrid. Es aquí donde se constata un número creciente de situaciones familiares «desestructuradas» o, lo que es lo mismo –humanamente hablando–, desprovistas de todo horizonte inmediato para alcanzar una vida digna. Pero, por otra parte, no hay familia que pueda hoy asegurar estar al abrigo de cualquiera de esas eventualidades en el presente y en el futuro. ¡Cuántos son hoy día los padres y madres de familia de Madrid a quien les duele y angustia la crisis –la que sea– de algún hijo! ¡Y cuántos son los matrimonios a los que amenaza su propia crisis, que suele arrastrar consigo la de toda la familia!

¿Seremos tan ciegos para no ver que necesitamos algo más que remedios sociales, políticos, culturales o psicológicos; que necesitamos salvación: la salvación que viene de Dios?

EN MARIA INMACULADA EL PECADO HA SIDO VENCIDO. YA ES TIEMPO DE GRACIA. HA LLEGADO LA SALVACION

La fiesta de la Inmaculada Concepción nos presenta a María o, mejor dicho, nos la hace presente y actual como aquella en la que quedó vencido el pecado de forma radical por la previsión de los méritos de su Hijo, desde su concepción y para siempre, precisamente para ser y por ser la Madre del Salvador. Isabel, su pariente, la saludaría con júbilo al recibir su visita con el «¡Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre!», porque reconoce de quien es madre: «¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor?» Y por ello la llama «Dichosa tú, que has creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá». La victoria de la Virgen se puede contemplar ya consumada, en la visión del Apocalipsis, a través de la aparición de aquella «figura portentosa en el cielo: Una mujer vestida de sol, la luna por pedestal, coronada con doce estrellas», que venció «al Dragón», «el acusador de nuestros hermanos , el que los acusaba ante nuestro Dios día y noche». Su victoria es la del poder de su Hijo, Cristo, quien en virtud de su sangre, «la sangre del Cordero», restableció «el reinado de nuestro Dios».

El origen de toda perdición del hombre está en el pecado. Con el pecado del primer hombre comienza una historia de pecado y de pecados en la humanidad: la cara interior de la historia de todos sus fracasos, la más verdadera. Comienza igualmente nuestra propia historia personal de pecado y desolación. Se inaugura el imperio de la muerte. Pecado-muerte-infierno constituyen la trilogía de la perdición del hombre que cae en la tentación y se rebela contra Dios.

El origen de toda salvación, por el contrario, está en la gracia. Con la Maternidad Divina de María Inmaculada da comienzo el capítulo decisivo de la historia de la Gracia en la humanidad, él que va a ser el capítulo de su victoria sobre las fuerzas del pecado y de la muerte: clave y trasfondo verdadero para entender la historia de sus mejores éxitos, los de la verdad y la vida, los de la santidad, los de la justicia, el amor y la paz. Se inicia simultáneamente la historia de la salud en nuestras vidas, –salud plena en el alma y en el cuerpo–: la historia del bien y de la felicidad auténtica. Gracia-vida eterna-Gloria forman la superior trilogía de la salvación del hombre: expresión sobreabundante de la misericordia infinita de Dios que cumple sus promesas.

POR MARIA INMACULADA A CRISTO

Parece pues como si la Inmaculada Concepción en su Fiesta de este año de 1997, en esta Vigilia de las Familias en su Catedral de La Almudena, nos estuviera invitando, con un gesto renovado de su amor maternal, a buscar con ella y de su mano la verdadera Salvación: la que viene indefectiblemente por la apertura de la conciencia y de un corazón humilde a la confesión arrepentida de nuestros pecados delante de Jesucristo y de la Iglesia, y por una nueva disposición para emprender el camino de la oración que suplica y pide la Gracia, don del Espíritu de su Hijo, el Espíritu Santo. La oración que nos sugiere y encarece María es la personalmente vivida, la litúrgica y eclesialmente compartida; la enseñada, aprendida y practicada en el ámbito cálido de la familia cristiana como el mejor fruto de esa comunión de vida y amor entre los esposos y entre padres e hijos que la constituye y distingue.

En definitiva María nos quiere conducir a su Hijo, Jesús, el Hijo de Dios que tomó carne en su seno maternal, al que Ella cuidó, acompañó y siguió con un amor sin par hasta su Sacrificio de la Cruz, El que venció a la muerte y a su «instigador», el Diablo, por su gloriosa Resurrección. De El viene la Salvación. ¡Es el SALVADOR! Con Jesucristo, el Señor, el Hijo de María Santísima, se ha cumplido el tiempo de Dios (Cfr. Gal 4,4). No hay ningún minuto que perder. No podemos perder ese tiempo último y precioso, ni cada uno de nosotros, ni tampoco la humanidad: arriesgaríamos la salvación temporal y eterna. Estamos a punto de cruzar el umbral del año 2.000 de Cristianismo, de Iglesia, de gracia, de Jesucristo: de ese momento sublime y entrañable a la vez en que Dios con la Encarnación ha entrado y se ha introducido para siempre en la historia del hombre (Cfr. TMA, 9).

Vivamos esta Vigilia de la Inmaculada con el espíritu de conversión y de «un verdadero anhelo de santidad» (cf. TMA, 42) tal como nos lo pide el Santo Padre, y como corresponde a los que quieren unirse a él y a toda la Iglesia en la profesión ante el mundo de la fe de que «JESUCRISTO es el mismo ayer, hoy y siempre» (Hb. 13,8): de que El es el Salvador.

AMEN.

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