Carta Pastoral en la Solemnidad de la Natividad del Señor

Jesucristo: la vida del mundo

ÍNDICE
Introducción
La vida como don, promesa y esperanza
Dios, fuente de la vida
La vida puso su morada entre nosotros
La vida en el Espíritu
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INTRODUCCIÓN (Indice)

Yo he venido para que tengan vida, y la tengan abundante (,Jn 1 0, 1 0)

Mis queridos hermanos y hermanas en el Señor:

1. Desde el comienzo de mi ministerio pastoral he querido alentar a todo el pueblo de Dios -a vosotros sacerdotes, religiosos, consagrados y laicos- con mi Carta pastoral que, año tras año, os he ofrecido en los principales tiempos litúrgicos y en los momentos más señalados de la vida diocesana. También en 1998, cuando estamos celebrando el Misterio del Nacimiento del Hijo de Dios según la carne, del Niño Jesús, no quisiera faltar a la ya acostumbrada cita anual.

En vísperas del nuevo milenio y de camino hacia el gran Jubileo del año 2000, esta nueva Carta pastoral quiere ser continuación de las de los años anteriores. En la Pascua de la Resurrección de 1995 os invitaba a la urgente y gozosa labor de la evangelización, a transmitir al hombre de hoy el encuentro personal con Jesucristo presente y operante en la comunión de la Iglesia, mediante la cual crece la esperanza y la capacidad de amar de la Humanidad. No se puede evangelizar sin comunión, ni vivir la comunión sin la entrega a la misión evangelizadora de la Iglesia.

Aludía entonces a la Carta apostólica Tertio millennio adveniente en la que el Santo Padre, en noviembre de 1994, nos ofrecía un marco extraordinariamente sugerente para seguir el camino de la evangelización, que no es otro que anunciar a nuestro Señor Jesucristo, el cual, enviándonos el Espíritu Santo, nos lleva al abrazo de Dios Padre. Evangelizar es transmitir a todos que la mayor grandeza del hombre es poder dar gloria al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo.

2. Para dar testimonio del Evangelio de Jesucristo, en la comunión de la Iglesia, es menester convertimos. Urge recuperar para nuestro lenguaje cristiano los términos y significados de pecado, penitencia y conversión: responder a la llamada de Dios volviendo a Cristo, que sale a nuestro encuentro, sin dejarse aprisionar y ahogar por la tentación de la autosuficiencia. En la Carta pastoral de la Cuaresma de 1996 nos invitábamos, al mismo tiempo que comenzábamos un nuevo Plan Diocesano de Pastoral3, a un examen de conciencia para acoger la vida de la gracia.

Bien sabemos que la conversión, que nace del anuncio y conocimiento de la persona de Jesucristo, necesita del ministerio de la Palabra. Al filo de las indicaciones de la Tertio millennio adveniente quise fijar mi mirada en Jesucrísto: la Palabra de la Verdad, en la Carta pastoral del Adviento de 1997. El hombre que ansía y busca la verdad y hambrea la libertad corre gravísimos riesgos si no halla la Palabra que encierra la respuesta a todas las preguntas que anidan en lo más profundo de sí mismo, en su corazón. Esa Palabra tiene un Nombre y es una persona: Jesucristo, la Palabra hecha carne, la Verdad revelada que permanece en la Iglesia. En Cristo la criatura encuentra el sentido de la Creación, de la H bien pudieran como obedecer a una primera ley propia de la vida: la gratitud, la esperanza y la entrega en el amor. Gratitud por el don permanente del ser, deseo y gozo por su cumplimiento, amor a la vida y a su destino.

La vida es un don que nos abre a la realidad entera con toda la riqueza de relaciones que comporta: objetivas y subjetivas. A través de ellas se vertebra como vocación, tarea y responsabilidad compartidas. La vida es un camino que hacemos desde el inicio en compañía, con padres, hermanos y amigos, en medio de un pueblo. De otro modo, ni nos resultaría posible caminar, ni llegaríamos a la meta.

La vida de cada uno se despliega, por tanto, como una historia en la que la persona está llamada a la plenitud; en definitiva, a la felicidad. Nuestira historia está abierta a un futuro, a un destino profundamente misterioso, que no depende sólo de nosotros y que supera todo cálculo humano.

Una esperanza insatisfecha

6. Hemos querido describir una experiencia elemental propia de todo hombre que, sin embargo, a causa de las dificultades inherentes al vivir humano, se complica inevitablemente, alejándose de su fundamental sencillez.

Por su misma naturaleza, el hombre no se contenta con el simple subsistir, sino que busca, a través de las diferentes relaciones con el mundo y con los demás, una vida justa y digna, plena y auténtica; en último término, trascendente; como se corresponde con los postulados propios de su ser. Ahora bien, en el camino y en la tarea de la existencia, el hombre sufre honda y constantemente por la ausencia de la satisfacción buscada y esperada que no acaba de llegar. Diferentes aspectos de la realidad parecen incluso contradecir las promesas con que la vida se mostraba cargada en sus momentos iniciales. Las dificultades interiores y exteriores, a veces insuperables; la fatiga infructuosa; el desamor y la inadecuación en las relaciones con los semejantes; y, no en último lugar, el dolor propio y de las personas queridas o cercanas, dan la impresión de que la vida es un camino inconcluso. Así se explica cómo el hombre siente, al vivir, lo que juzga frecuentemente como una cierta injusticia, tras la que se insinúa la tentación de considerar que la vida es vana y que incluso constituya un sin sentido pensar en el destino humano.

El momento culminante de esta paradójica experiencia es el de la muerte, que, por una parte, ningún hombre puede evitar y que, por otra, no es identificable en modo alguno con el término o la meta adecuada del don de la vida, ni puede ser vista por el hombre como el destino de plenitud presentido y, en el fondo, prometido.

El pecado como negación de la vida

7. El hombre advierte, pues, en múltiples variantes de su experiencia íntima, el peligro de una amenaza o negación de la vida. La experimenta como insatisfacción y muerte, como falta de correspondencia con la llamada más profunda de su ser, como una cierta injusticia. Pero la dimensión más dramática de este sentido problemático de la vida se desvela cuando el hombre comprende que no sólo sufre esas limitaciones, sino que él mismo es también protagonista activo de tal injusticia.

El hombre no mantiene siempre la conciencia clara y sencilla del don de la vida, propia del que se sabe hijo, y propia de la madre que contempla el nacimiento del niño, ni permanece fiel a ella. No guarda la sencillez del corazón, hecha de gratitud, esperanza y entrega personal ante el misterio de la vida regalada y recibida.

Así sucede que el hombre se niega a aceptarla como es, como don gratuito, con lo cual quiebra la armonía misma con la vida. No responde ya con ánimo y actitud de agradecimiento, sino con angustia y con avaricia, con miedo de perderla; es decir, con egoísmo. Mira a su origen misterioso con desconfianza y recelo, y acaba por negar a Dios para afirmarse absurdamente a sí mismo como señor de la vida, en plena posesión de ella, aunque sea incapaz de añadir un solo codo a la medida de su vida.

8. No puede resultar extraño que, de este modo, las expectativas y esperanzas que despertaba el don de la vida se pierdan, y el horizonte de la existencia se empobrezca, reduciéndose a los límites de la propia voluntad de poder, que se alza como único factor determinante del comportamiento personal y social. Una vez que se ha perdido el horizonte real de la vida como don, no cabe ya que ésta se sepa llamada a un cumplimiento. Es más, se niega que la vida esté marcada por la esencial vocación de llegar a su plenitud, para lo cual ha de estar abierta a una meta o destino, misterioso como su mismo origen. Se produce entonces una consecuencia inevitable: el encerramiento avaricioso alrededor de aquello que poseo, creo ser o puedo llegar a dominar.

Al final, lo que sucede es que el hombre niega la vida misma, sin más. Al afanarse contra ella, está tratando de construir una cultura, o lo que viene a ser lo mismo, una forma de vida, en la que llama amiga a la muerte, le hace sitio en sí mismo, la acepta como algo propio de su ser. El hombre cae de esta suerte en la contradicción más palmaria: por avaricia de la propia vida, por miedo al riesgo de la propia entrega, por afirmarse señor único de su historia, acoge a la muerte como algo suyo, como su dominio, hasta el punto de llegar a usarla como instrumento contra su prójimo.

9. Y nos encontramos ya con que, en el ámbito de la libertad humana, en el ejercicio de su responsabilidad primera, se ha introducido, desde el principio, la tragedia del pecado, y continúa introduciéndose sin cesar. El hombre no sólo sufre la injusticia, sino que la descubre presente en su propio corazón y se pone a su servicio; la comete libremente. Se convierte en el sujeto activo y responsable de la injusticia más fundamental, la de la ruptura con Dios como origen y destino de su vida. De este modo, cierra los ojos a la verdad del propio ser y establece unas relaciones con las cosas, los hombres y el universo entero a espaldas del amor a la verdad y a la vida, y, por consiguiente, radicalmente mentirosas e injustas. El campo de la realidad se reduce y se desfigura hasta tal punto que ya no habla claramente al corazón del hombre: Pero Àno se muestra la hermosura de las cosas a cuantos tienen entero el sentido? ÀPor qué, pues, no habla a todos lo mismo?… Habla a todos, pero sólo la entienden quienes confrontan interiormente con la verdad la desde fuera. La existencia del hombre pierde la cordialidad, al no ser vivida como la de quien se siente acogido en la tierra como en su casa.

Una conclusión se impone: el pecado constituye el primero y fundamental atentado contra la vida, entendida en toda su hondura y plenitud; carece de futuro, pues se agota en sí mismo; produce disolución; acostumbra a la muerte y conduce a ella, Si el hombre asume su lógica, recoge el fruto amargo de la pérdida del gozo profundo de la vida, a la que se le niega el origen y el destino. Por ello, el pecado es, por igual, ofensa a Dios y opción por la muerte.

Luces y sombras del momento presente
10. Nuestro siglo XX, y en particular Europa, han sido testigos de muchas consecuencias trágicas de esta irracional y soberbia alianza con la muerte: desde las grandes guerras mundiales, a la construcción de sistemas sociales destructivos, ateos en su raíz y fundamento, para los que la vida del hombre y el valor de su inalienable dignidad personal no cuentan por sí mismos. Están a disposición del poder.

La conciencia humana no podía permanecer impasible ante esas tremendas pretensiones de dominio absoluto del hombre y de su historia. Su voz indomable se convirtió en resistencia y en rebelión de muchos contra un poder en apariencia invencible, surgida desde lo más íntimo del corazón que reafirma la dignidad de la vida y está dispuesto a luchar y, si es preciso, a padecer persecución por defenderla. ÁCuántos testigos de este respeto por la persona humana, a menudo desconocidos, se entreveían en la historia europea contemporánea con los nombres de grandes y conocidas figuras de héroes y santos, contribuyendo todos al gran bien de la paz que disfrutan hoy nuestros pueblos! Séanos permitido citar a dos, especialmente claros, luminosos y actuales: san Maximiliano Kolbe y santa Teresa Benedicta de la Cruz, en el siglo, Edith Stein.

11. Si ya la gran cultura griega, en palabras de Antígona, había reconocido que existen leyes no escritas que defienden el misterio del hombre contra la voluntad despótico del tirano, el anuncio del Evangelio desveló definitivamente cuál es el verdadero título de la dignidad de toda persona humana: el de ser creada a imagen y semejanza de Dios. Éste es el patrimonio ético y jurídico más valioso de la tradición europea que la ha marcado hasta nuestros días en sus concepciones básicas sobre el hombre, la sociedad y el Estado: y sobre el que se ha podido construir toda una civilización riquísima en valores humanos, y extenderla por el mundo. Ésta es la razón por la que el cristianismo posee un preciso «derecho de ciudadanía» en la historia de Europa, donde, por su presencia antiquísima, ha podido contribuir a la formacíón misma de la cultura y de la conciencia de las distintas naciones.

Esta tradición humanista, de esenciales raíces cristianas, fue también, en grande y decisiva medida, la que contribuyó a la superación de las grandes tragedias que dividieron y arruinaron el continente europeo en este siglo que fenece. Muchos de los más eximios artífices de la reconstrucción y progreso de Europa después de la segunda guerra mundial bebieron en ella ideales, valores y energías espirituales que les permitieron afrontar, con frutos evidentes de justicia social, de libertad, de solidaridad y de paz, el futuro de las viejas naciones y pueblos de Europa, y sacarlos del clima de división, lucha y competencia fraticidas en el que se habían visto envueltos durante tantos siglos. Bajo este impulso surgió en su día la Comunidad Económica Europea como el primer paso de un dinámico proceso de encuentro y de unidad que ha alcanzado ya cotas insospechadas de colaboración y de compenetración económica, social y jurídica. La actual Unión Europea alcanzará sus objetivos más verdaderos si no se detiene en estos logros y profundiza en la tradición de la que proviene su pasión por la libertad del hombre y el bien común de la sociedad.

12. Así como, hace cincuenta años, la Declaración universal de los derechos humanos, por parte de las Naciones Unidas, supuso el reconocimiento público de la intangible dignidad del hombre, hoy nos cabe a nosotros la responsabilidad de mantener viva la conciencia de que ello no será posible si no se defiende la vida en todas sus dimensiones plenamente humanas. El valor de la dignidad de la persona humana postula el valor inviolable de la vida del ser humano. Son inseparables. Su salvaguardia última descansa en el reconocimiento del fundamento trascendente del hombre y de su existencia.

De nuevo constatamos hoy la poderosa tentación de relativizar y vaciar de contenido trascendente, de privar de su base en la Ley de Dios a los fundamento éticos y jurídicos de los derechos del hombre. Es lo que se pone de manifiesto en la propagación de una cultura que obstaculiza, de forma variada y refinada, la adhesión cordial al don y a la tarea de la vida. Parece extenderse incluso una percepción de la propia existencia como vacía, carente de peso verdadero, reducida a la trivialidad de lo superficial y aparente, por lo que se llega fácilmente a renunciar a la transmisión de la vida, a pensar que no vale la pena, a opinar que la generación de un hijo resulta algo insoportable; a la generalización de la práctica del aborto consentida por las leyes. El siniestro fantasma de la concepción de vidas humanas con distinto valor, las dignas de ser vividas y las que no valen para vivir, vuelve a rondar en el horizonte cultural y sociopolítico europeo de nuestros días.

Por eso, tanto más urgente nos parece volver hoy los ojos al misterio de la vida, reconocer la grandeza de las ansias y anhelos que anidan en el corazón del hombre y recorrer, a la luz de una fe, renovada por el Espíritu, que da la verdadera vida, el camino de gozos y esperanzas, de tristezas y angustias , por el que todos buscamos y esperamos alcanzar nuestro verdadero destino.
II DIOS, FUENTE DE LA VIDA (Índice)

En ti está la fuente de la vida, y en tu luz vemos la luz (Sal 36, 10)

13. En el drama provocado por el pecado se oscurece a los ojos del hombre el don de la vida, su carácter original positivo. La sospecha y la desconfianza hacia ella comienzan a insinuarse en su corazón y, si cede a su tentadora ofuscación, acaba pensando que la última palabra sobre la realidad es la muerte. La sabiduría del pueblo de Israel ha dado expresión perfecta a esta profunda e insidiosa tentación del hombre: Los impíos con las manos y las palabras llaman a la muerte, teniéndola por amiga, se desviven por ella, y con ella conciertan un pacto, mereciendo que les tenga por suyos.

Para quienes tienen a la muerte por amiga, la vida deja de ser el camino para la plenitud, a la que originalmente el hombre se siente enviado e impulsado. La vida parece carecer de meta, ser algo pasajero, que hay que disfrutar lo más intensamente posible sin preocuparse por su verdadera finalidad: Comamos y bebamos, que mañana moriremos. Esta aparente liberación de las preocupaciones por el significado de la vida pronto se revela como lo que es, un engaño y una trampa angustiosa; pues, despojada de su fin, la vida le resulta al hombre una pasión inútil. La muerte acaba por tenerlos por suyos.

14. Pero Dios no permaneció indiferente a la suerte del hombre, sino que se interesó por su destino hasta tal punto que entró en la Historia para salvar la vida de su pueblo, como signo de lo que quiere hacer con todos los hombres. Dios se convirtió, desde el principio, en aquella compañía que permitiría al que iba a ser su pueblo elegido reanudar, una y otra vez, el camino de la liberación y de la vida. A Israel no se le ahorrará ninguna de las vicisitudes de los otros pueblos, pero en todas ellas se verá asistido por aquella Presencia salvadora que actúa en medio del pueblo elegido, tal como Dios le había anunciado: Caminaré en medio de vosotros, y seré vuestro Dios, y vosotros seréis mi pueblo. Esta presencia cercana no deja de conmover al pueblo, que exclama lleno de asombro: ÀHay alguna nación que tenga los dioses tan cerca como lo está Yahvé nuestro Dios, siempre que lo invocamos?

Israel va comprendiendo progresivamente que su suerte depende de la relación con quien se ha manifestado como el amigo inquebrantable de su vida y destino. Yahvé no deja de recordárselo nunca: Ya habéis visto lo que he hecho con los egipcios, y cómo a vosotros os he llevado sobre alas de águila y os he traído a mí. Ahora, pues, sí de veras escucháis mi voz y guardáis mi alianza, vosotros seréis mi propiedad personal entre todos los pueblos. La presencia salvadora de Yahvé, cada vez más notoria en el curso de una historia singular, hace ver a Israel la predilección de que es objeto, y lo lleva a reconocer que la gracia de esa Presencia vale más que la vída. Esta predilección de Yahvé se plasma en la Alianza que establece con su pueblo. Israel sabe por experiencia que, si quiere vivir, necesita ser fiel y pertenecer a Aquel de quien únicamente viene la salvación. Por eso, ratifica la Alianza que Dios le ofrece y acepta ser el pueblo de Dios.

15. Esta elección no equivale a un seguro por el que queda eliminada la fragilidad de la vida que Israel sigue experimentando de múltiples formas. Frente a esta debilidad existencial resplandece aún más la naturaleza única de Aquel que está en medio de ellos. A diferencia del hombre que pasa sin dejar rastro, Él permanece: Mis días se desvanecen como humo, mis huesos se quiebran como brasas Tú, en cambio, permaneces para siempre. Él posee la vida en propiedad; es el Viviente, la fuente de la vida y el amigo de la vida del hombre: Te compadeces de todos porque todo lo puedes… Amas a todos los seres y nada de lo que hiciste aborreces, pues, sí lo odiases, no lo habrías hecho… Tú con todas las cosas eres indulgente, porque son tuyas, Señor amigo de la vida. El hombre busca su cercanía y permanecer bajo su cobijo, porque la vida se enriquece en la presencia del Señor: Vale más un día en tus atrios que mil en mis mansiones, estar en el umbral de la Casa de mí Dios, que habitar en las tiendas de la impiedad.

La Alianza de Dios desvela el origen y la ley de la vida

16. Israel comprende que el Dios que ha intervenido en el devenir de su historia, salvándolo en su existencia, es el mismo que ha dado origen al universo entero y mantiene en vida a todos los seres. El Dios en quien cree Israel infundió su Espíritu vivificante en el barro de la tierra, modelado por sus manoseas, para dar vida al hombre. Por eso se arraiga cada vez más en su conciencia que no fue Dios quien hizo la muerte ni se recrea en la destrucción de los vivientes, Él todo lo creó para que subsistiera, las criaturas del mundo son saludables, no hay en ellas veneno de muerte. Reconoce al mismo tiempo que pretender alcanzar la plenitud de la vida a espaldas de Dios es emprender el camino de la muerte.

Para los israelitas el don de la vida se convierte, pues, en un signo fundamental del Amor creador. Dios mismo confirma y renueva las promesas del principio, abriéndolas a un cumplimiento insospechado, que su propia intervención en favor de los suyos, a lo largo del tiempo, hace posible.

17.La conciencia, cada vez más lúcida, de esta predilección llena la historia de Israel de certezas sobre su origen y de esperanzas sobre su destino, y requiere una respuesta: la disposición incondicional a vivir para Yahvé. «El bien es pertenecer a Dios, obedecerle, caminar humildemente con Él practicando la justicia y amando la piedad. Reconocer al Señor como Dios es el núcleo fundamental, el corazón de la Ley, del que derivan y al que se ordenan los preceptos particulares. Los mandamientos y su observancia son la expresión de esta pertenencia a Quien se ha revelado como el Salvador y les ha dado una ley de vida y de saber4l, que consiste en el amor a Dios y al prójimo: Amarás al Señor tu Dios …

18. Cuando Dios elige así a Israel, interpela de modo nuevo su libertad, poniéndolo ante una decisión radical: Te pongo delante vida o muerte, bendición o maldición. Escoge la vida, para que vivas, tú y tu descendencia, amando a Yahvé, tu Dios, escuchando su voz, viviendo unido a Él, pues en eso está tu vida, así como la prolongación de tus días mientras habites en la tierra que Yahvé juró dar a tus padres Abraham, Isaac y Jacob. Sólo quien ha experimentado, como lo ha hecho Israel, la bendición que supone amar a Yahvé, escuchar su voz, vivir en su compañía, puede captar la gravedad, tan radical, de la alternativa ante la que se encuentra. Yahvé ya no es para él un Dios desconocido, sin rostro, lejano, que no tiene nada que ver con su vida concreta, sino Aquel que a lo largo de su historia se ha manifestado como amigo de su vida en medio de las más variadas circunstancias. Por eso, Israel sabe bien que no es exagerado decir que en el sí o en el no a Él se encuentra en juego su vida: es una cuestión de vida o muerte. Sin la compañía de Yahvé y de la potencia de su Espíritu, que constantemente lo convierte y lo recrea como a su pueblo elegido, no le es posible llegar a la meta. En la historia del pueblo de Dios ya nunca se perderá la memoria de esta disyuntiva.

Dios sostiene la esperanza de su pueblo

19. Desgraciadamente, en no pocas ocasiones Israel sucumbe a la fascinación de un atractivo que lo destruye, obstinándose en afirmarse contra el que les da la vida: No hay remedio: a mí me gustan los extranjeros y tras ellos he de ir. El pecado consiste en abandonar a Aquel que les da la vida, para seguir lo que acabará revelándose como una ilusión inconsistente, una pura nada: ÀQué encontraban vuestros padres en mí de torcido, que se alejaron de mi vera y, yendo en pos de la vanidad, se hicieron vanos? A Israel se le hace así patente que, cuando busca y elige caminos contratos a los de la Alianza con Yahvé, confiando insensatamente en sus propias fuerzas, es vencido por la muerte. ÁCuántas veces predijeron y lloraron los profetas la destrucción del santuario y del pueblo a causa de sus pecados!

Lejos de abandonarlos en la desesperanza y la obstinación, Yahvé promete restaurar la vida con el don de su Espíritu, cuyo poder creador y salvador describe el profeta con palabras elocuentes: Ellos andan diciendo: «Se han secado nuestros huesos, se ha desvanecido nuestra esperanza, todo ha acabado para nosotros». Por eso, profetiza. Les dirás: «Así dice el Señor Yahvé: He aquí que yo abro vuestras tumbas, os haré salir de vuestras tumbas, pueblo mío, y os llevaré de nuevo al suelo de Israel… Infundiré mí Espíritu en vosotros y viviréis».

20. El Espíritu de Dios, que se vislumbra ya poderoso en la voz del profeta, transforma incluso las situaciones más directamente contrarias a la vida: Abriré sobre los calveros arroyos y, en medio de las barrancas, manantiales. Convertiré el desierto en lagunas y la tierra árida en hontanar de aguas. Pondré en el desierto cedros, acacias, arrayanes y olivares. Pondré en la estepa el enebro, el olmo y el ciprés a una. Nada, ni siquiera el pecado, detiene a Yahvé en su propósito de reconstruir la vida del hombre y ponerlo, una y otra vez, en la dirección a su destino verdadero. Es más, la infidelidad de su pueblo será la ocasión de la revelación de una misericordia cada vez mayor: Mi pueblo tiene querencia a su infidelidad… ÀCómo voy a dejarte, Efraím?… Se estremecen mis entrañas. No daré curso al ardor de mi cólera, … porque soy Dios, no hombre49 . Ante los pecados del pueblo se desvelan más plenamente las entrañas de Dios, que le otorga nueva fecundidad allí donde no parecía existir ya posibilidad alguna de vida. Hasta las ruinas son aprovechadas por Dios para manifestar su gloria, para hacer resplandecer su verdad ante su pueblo: Yahvé ha rescatado a Jacob y manifiesta su gloria en Israel… Yo digo a Jerusalén: «Seréis habitada», y a las ciudades de Judá: «Seréis reconstruidas». ÁYo levantaré sus ruinas! Se hace cada vez más manifiesto que el designio de Dios sobre la historia del hombre va mucho más allá de lo que éste podría lograr y esperar.

21. Con esta promesa Dios mantiene la esperanza de su pueblo. Israel cuenta con muchos y poderosos motivos para creer que Dios cumplirá su Palabra y saciará sus anhelos, pues la historia vivida lo ha llenado de razones para confiar en Él. Si fuese de otro modo, Israel tendría que borrar de la memoria su propia historia, jalonada de acontecimientos, figuras y palabras, en las que brilla el testimonio de la inquebrantable fidelidad del Señor. Cuando el cansancio y los tropiezos amenazan con hacer mella en el ánimo del pueblo, Yahvé sale de nuevo a su encuentro y les reconforta para retomar el camino: Los jóvenes se cansan, se fatigan, los valientes tropiezan y vacilan, mientras que, a los que esperan en Yahvé, Él les renovará el vigor subirán con alas de águilas, correrán sin cansarse y andarán sin fatigarse. 0, lo que es lo mismo, quien espera en Yahvé se convierte en un protagonista incansable de su propia vida y de la vida de su pueblo, al que ningún fracaso vence y ninguna vacilación detiene. El que sigue esta vía y confía en Dios podrá ver con gozo el cumplimiento de la promesa: Cuando haya consolado Yahvé a Sión, haya consolado todas sus ruinas y haya trocado el desierto en Edén y la estepa en paraíso de Yahvé, regocijo y alegría se encontraron en ella, alabanza y son de canciones.

22. Dios no se limitaba solamente a devolver a los israelitas a su situación anterior, la del momento de la Alianza, sino que les promete un corazón nuevo una vida en plenitud insospechada, que se presenta simbolizada en el banquete, festivo y jubiloso, que prepara a su pueblo: Hará Yahvé Sebaot a todos los pueblos en este monte un convite de manjares frescos, convite de buenos vinos… Enjugará el Señor Yahvé las lágrimas de todos los rostros, y quitará el oprobio de su pueblo de sobre toda la tierra, porque Yahvé ha hablado. Se dirá aquel día: «Ahí tenéis a nuestro Dios: esperamos que nos salve, Éste es Yahvé en quien esperábamos; nos regocijamos y nos alegramos por su salvación.

En esta promesa se hace patente cómo Dios sostiene la esperanza de su pueblo en medio de los avatares de la Historia, afirmando y reconstruyendo, una y otra vez, la vida de Israel, suscitando un amor hacia Él, que es lo único capaz de despejar el camino posible para que pueda ser cumplida definitivamente.

III LA VIDA PUSO SU MORADA ENTRE NOSOTROS (Indice)

Le entregaron el volumen del profeta Isaías y,
desenrollando el volumen, halló el pctsaje donde
estaba escrito: «El Espíritu del Señor está sobre
mí, porque me ha ungido para anunciar
a los pobres la Buena Nueva, me ha enviado a
proclamar la liberación a los cautivos y la vista
a los ciegos, para dar la libertad a los oprimidos
y proclamar un año de gracia del Señor».
Enrollando el volumen, lo devolvió al ministro,
y se sentó. En la sinagoga todos los ojos estaban fijos en ÉL.
Comenzó, pues, a decirles: «Hoy se cumple esta
Escritura que acabáis de oír» (Le 4, 17-21)

23. Las promesas de Dios llegan a cumplimiento, de modo sorprendente e impensable, en la Encarnación. El designio de Dios sobre la vida se realiza en la humanidad plena de un hombre, Jesús de Nazaret, en quien el Verbo de la vida asume la debilidad humana para rescatarla de la muerte y hacerla partícipe del amor divino: Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga vida eterna. El Espíritu vivificante del Todopoderoso unge de manera singular la humanidad de Jesús para que pueda cumplir la misión que le había confiado su Padre y se convierta en fuente de vida para el hombre. Generado en el seno de María por obra del Espíritu Santo, ese mismo Espíritu lo guía poderosamente desde sus inicios en el hogar de Nazaret: Jesús crecía en sabiduría, estatura y gracia ante Dios y ante los hombres. La fuerza del Altísimo conforma todo su ser con tal intensidad que, cuando lee en el profeta Isaías la promesa de la unción del Espíritu, puede exclamar con verdad ante el asombro de todos: Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír. En Jesús de Nazaret la profecía se hace evangelio, buena noticia para todo hombre.

El Reino de Dios es un reino de vida

24. Jesús denomina Reino de Dios esta novedad de vida que comunica y transmite su persona: Se ha cumplido el tiempo, está cerca el Reino de Dios. La llegada del Reino hace presente la salvación anunciada que el hombre anhela, espera y necesita; cuando los discípulos de Juan le preguntan si tienen que esperar a otro, Jesús les dice: Id y contad a Juan lo que oís y veis: los ciegos ven y los cojos andan, los leprosos quedan limpios y los sordos oyen, los muertos resucitan y se anuncia a los pobres la Buena Nueua’. El Reino de Dios se le ofrece como una realidad experimentable ya en las obras y las palabras de Jesús; se entra en él como en una casa, por la puerta que lleva a la vida. Entrar en el Reino, en efecto, es sinónimo de entrar en la vida, de entrar en el gozo del Señor. No es, pues, extraño que aquellos que empezaban a participar en él se llenaran de alegría al ver y comprobar lo que tantos habían esperado: Dichosos los ojos que ven las cosas que vosotros veis, porque os digo que muchos profetas y reyes desearon ver lo que vosotros veis y no lo vieron, y oír lo que vosotros oís, y no lo oyeron. Para participar en ese Reino se requiere sólo una disposición interior: abrirse a él con la sencillez de un niño.

25. A quienes se encontraban con Jesús se les desvelaba una humanidad y una vida sin par: Nunca hemos visto una cosa igual, exclaman asombrados. Los que entraban en la cercanía de su persona, tenían la oportunidad de apreciar la verdad de sus palabras y valorar el alcance salvador de sus gestos: Acudían a Él de todas partes. Y quienes le conocían retornaban a casa con una vida recuperada y más plena. La hemorroísa, por ejemplo, persuadida de que sólo con tocar su manto sanaría, vuelve curada del flujo de sangre6g. Cuando el leproso samaritano queda curado, le muestra su agradecimiento. La pecadora retorna perdonadas. Ante la decisión de Jesús de hospedarse en su casa, Zaqueo se llena de alegría. Y quienes veían cosas como éstas quedaban atónitos ante la grandeza de Dios, manifiesta en la existencia de Jesús.

La humanidad florecía en contacto con Él, porque se le daba participar de una vida nueva, por la fuerza del Espíritu de Jesús. A medida que la relación con Jesús se profundizaba, sus discípulos percibían con mayor claridad el misterio de su persona. Jamás se había arrogado nadie en la Historia una pretensión como la suya, de ser el Camino, la Verdad y la Vida para el hombre.

26. Jesús desafía de forma inaudita la razón y la libertad de quien quiere vivir verdaderamente. A cada hombre al que encuentra lo coloca ante la decisión suprema de la vida. Sus discípulos experimentan que la vida crece siguiendo a Jesús, y comprenden, poco a poco, que la existencia se juega en la relación con Él. Más tarde lo formulará san Juan claramente: Quien tiene al Hijo, tiene la vida, quien no tiene al Hijo no tiene la vida. Quien ha comenzado a gustar de la convivencia con Él, tiene buenas razones para permanecer a su lado: ÀA quién vamos a ir? Sólo tú tienes palabras de vida eterna.

Y, no obstante, los hay que le abandonan, aun a costa de perder su vida: Vosotros no queréis venir a mí para tener vida. El joven rico, que se marchó triste, nos enseña esa dimensión enigmática de la libertad humana que, puesta ante la disyuntiva entre la vida y la muerte, puede elegir no caminar con su Dios.

Jesús manifiesta la vida humana como filiación

27. a persona de Jesœs, con sus palabras y obras, con sus milagros y signos -su presencia-, pone de manifiesto un amor radical a la vida. Amor que coincide, por una parte, con el amor sin reservas al Padre, origen de quien proviene; y, por otra, con el amor a su misión, a su destino, aunque éste implique persecución, dolor y muerte. Cristo ama hasta entregar su vida en favor de sus disc’pulos y de todos. Es el modo inefable de expresar en su humanidad la filiación divina. Jesœs ha recibido la vida del Padre para la salvación del hombre, y no se aferra a ella con afán de posesión, sino que la vive en la gratitud y en la entrega confiada: El Padre ha puesto todo en su mano; el Hijo no puede hacer nada por su cuenta… Esta relación con su Padre lo caracteriza hasta lo más hondo de su ser. Los evangelios lo identifican como el Hijo cuyo alimento es hacer la voluntad del que le ha enviado. Jesús enseña, sin dejar lugar a duda alguna, que la fuente de esa autoridad tan extraordinaria, que asombraba a sus contemporáneos, no es Él mismo, sino Otro, a quien llama Abbá, Padre.

Jesús pone en claro que ser hombre incluye, en primer lugar, la vocación de ser hijo. Él ha venido desde el Padre, se ha hecho carne en el seno de la Virgen María, por obra del Espíritu Santo, y vuelve al Padre con su humanidad glorificada, conducido por el mismo Espíritu, para que se cumpla el designio de Dios, que lo ha entregado por nosotros, para damos todas las cosas.

El misterio pascual como plenitud de la vida humana

28. Cuando se acercaba el momento culminante de la Pasión, Jesús desveló a los discípulos cuál era el significado íntimo de esa vida que habían conocido, así como de su muerte inminente; en su entrega culminaba su vida de amor al Padre y a los hermanos. Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo.

Este gesto supremo de amor de Jesús enseña al hombre que la vida no está llamada a cerrarse sobre sí misma, sino que es radicalmente un don, y sólo llega a plenitud en la entrega amorosa al único que puede llevarla a cumplimiento. Jesús no se aferra celosamente a la vida, ni la quiere realizar como un puro proyecto propio, sino que la pone en manos del que la ha recibido desde el principio. El amor radical a la vida se transforma, ante el misterio de la muerte, en petición y súplica, obediente a la voluntad del Padre, en oblación de sí mismo: Habiendo ofrecido, en los días de su vida mortal, ruegos y súplicas al que podía salvarlo de la muerte, con poderoso clamor y lágrimas, y siendo digno de ser escuchado a causa de su referencia, pues era Hijo, aprendió por lo que padeció la obediencia» .

29. El drama de nuestra salvación está enraizado en el don que el Padre hace de su Hijo a los hombres9″ y en la obediencia de Jesús a la voluntad de su Padre hasta el sacrificio de la Cruz, abriendo así humildemente a la acción salvadora de Dios la humanidad miserable y mortal. que sufre bajo el peso del pecado. El fruto de la desobediencia del hombre se convierte ahora en el lugar de la manifestación eminente de la misericordia del Padre y de la obediencia de Cristo. En la Cruz, Jesús se hace oblación al Padre por el hombre caído, herido y destinado a la muerte, en virtud del Espíritu vivificante de Dios. Su amor obediente hasta la muerte nos redime de nuestros pecados y sella la Nueva Alianza de nuestra comunión con Dios. El Autor de la vida muere para que tengamos vida.

En la Cruz, Cristo entrega su espíritu. Su existencia terrena se consuma en este gesto de comunicación exhaustiva de su propia vida, hasta el último aliento. Parecía el momento de su destrucción y del fracaso de toda una vida, en la que latía una pretensión sin precedentes en la memoria del hombre; Dios, sin embargo, mostrará, precisamente en ese instante, de modo definitivo, la verdad de su palabra: alguien quiera salvar su vida la perderá, pero quien pierda su vida por mí y por el Evangelio la salvará.

30. En la Resurrección, el Padre responde a la entrega amorosa del Hijo derramando su misericordia todopoderosa sobre su humanidad, que había soportado el pecado del mundo, vivificando su carne, glorificándolo y exaltándolo a su derecha. En Cristo estaba Dios reconciliado al mundo consigo. La carne de Jesús, que había sido ungida por el Espíritu en el Jordán, no sólo no sucumbe a la corrupción de la muerte ni acaba en polvo, sino que resucita con una vida nueva y eterna, la vida misma de Dios. La humanidad de Cristo es ya, para siempre, carne de Dios.

El designio del Padre ha quedado definitivamente revelado. Ahora se entienden las palabras del libro de la Sabiduría, que Dios no se recrea en la destrucción de los vivientes, pues todo lo creó para que subsistiera. En la resurrección de Jesucristo se muestra con toda evidencia cómo Dios es el amigo de la vida. En la humanidad glorificada de Cristo, el hombre comprende finalmente que Dios no lo había creado para la muerte. Con su victoria sobre ella Jesús consigue liberar a los que, por temor a la muerte, estaban de por vida sometidos a esclavitud. La muerte ha perdido definitivamente su aguijón. Lucharon vida y muerte en singular batalla y, muerto el que es la Vida, triunfante se levanta, canta gozosa toda la Iglesia el domingo de Pascua. Cristo glorioso es el primero de los que han resucitado, y en Él se apoya la esperanza de nuestra vida para siempre. Contemplándolo, el hombre sabe que la meta de la Vida imperecedera ha sido alcanzada para la Humanidad, y que todo hombre, si no lo rechaza, la puede alcanzar.

31. Los aspectos de la vida que más desesperanza generan, la soledad, la angustia, la tristeza, la traición, el dolor y la muerte, han dejado de ser límites definitivos para el hombre. Cristo atraviesa todos esos límites, que son consecuencias del pecado, y los priva de su poder tiránico sobre el hombre, convirtiéndolos en oportunidad para que se manifieste la misericordia del Padre, en ocasión de gracia y de libertad. Por su suplicio en la Cruz, oblación de amor al Padre por los pecados del mundo, Jesús rescata del sin sentido todos los aspectos más negativos y dramáticos de la vida y, al resucitar, derrota a la muerte que, como último enemigo, será puesta también a los pies de Dios. La vieja condición del hombre, acechada por el pecado, con su tendencia a rechazar la vida y hacerse amigo de la muerte, ha sido definitivamente vencida en la Pascua de Cristo, y no tiene ya poder sobre el hombre. Jesús, que se hizo semejanza de la carne de pecado, abraza verdaderamente toda la condición humana para salvarnos, a fin de que toda nuestra vida, con sus padecimientos, pueda convertirse en ofrenda al Padre.

Así el Padre, por Jesucristo su Hijo, Señor nuestro, en el Espíritu Santo, da vida y santifica todo, y congrega a su pueblo sin cesar, para que ofrezca en su honor un sacrificio sin mancha, desde donde sale el sol hasta el ocaso.

IV LA VIDA EN EL ESPÍRITU (Indice)

Vosotros no estáis en la carne, sino en el Espíritu, ya que el Espíritu de Dios habita en vosotros (Rom 8, 9)

32. Las riquezas propias de la humanidad de Cristo, abiertas al hombre por la efusión del Espíritu Santo en el misterio pascual, se hacen accesibles por medio de los sacramentos. Sobre ellos se edifica la vida nueva de la Iglesia y de los cristianos.

La encarnación del Hijo de Dios supuso realmente asumir hasta el fondo la realidad humana, menos en el pecado. Por eso, la vida nueva que Cristo hace posible con el don de su Espíritu no se infunde fuera de la realidad de la vida en este mundo; por el contrario, viene a sanar a la Humanidad y a transformarla en todo el contexto concreto de su existencia en el tiempo y en el espacio.

Los sacramentos están destinados a renovar las dimensiones fundamentales de la vida humana: el nacimiento y el crecimiento de la personalidad; su alimento constante; el matrimonio y la familia; la vida en comunidad; la capacidad de perdón, de reconciliación y de paz; el sufrimiento y la enfermedad; y la muerte. El creyente es un hombre nuevo en toda su peregrinación por este mundo, en virtud de su participación sacramental en el misterio de Cristo por obra y gracia del Espíritu Santo.

El Espíritu de Jesús nos hace hijos

33. El Espíritu Santo, que transforma plenamente la humanidad del Hijo, se infunde en lo más íntimo de los corazones de los discípulos, habita en ellos y los configura con Cristo, convirtiéndolos en hijos de Dios por adopción.

Todos los que acogen la Palabra del Evangelio con fe y reciben el Bautismo -pórtico de la vida en el Espíritu- se incorporan a la vida nueva de Cristo, muerto y resucitado, a la vida trinitaria, fuente de toda comunión. Si, cuando nacemos, se hace patente que la vida es un don que recibimos por medio de nuestros padres, ahora se trata de un don aún más excelso, puesto que nos convierte en hijos del Padre Eterno; marcados y, por lo tanto, llamados para serlo siempre. Esta sanación y transformación, obrada por el Espíritu mismo de Dios, es tan profunda y radical que en el evangelio se hablará de un volver a nacer. ÀDe qué nos serviría haber nacido si no hubiéramos sido rescatados?

34. El cristiano recibe luego, definitivamente, en el sacramento de la Confirmación, el sello del mismo Espíritu que ungió la humanidad de Jesús. Revestido con la fuerza de lo alto, se convierte en testigo de la vida nueva que el Padre ha preparado y predestinado desde el principio para los hombres y en miembro pleno y activo de la Iglesia, el Cuerpo vivo de Cristo.

Los que han renacido por la fe y por el sacramento -hechos partícipes de la naturaleza divina pueden decir, como Cristo, Abbá!: Padre; pueden rezar, como Él les ha enseñado, Padre nuestro. Pueden ver con sorpresa y alegría cómo la novedad del encuentro con Cristo se sigue transmitiendo, generando vida nueva a su alrededor, de modo que les es dado prolongar en la Historia las obras salvíficas de Jesús. La experiencia que testimonia el Nuevo Testamento es la de hombres que ya no viven para sí mismos, sino para Jesús, que murió y resucitó por nosotros.

Sellados en la frente con el óleo sagrado, la gracia del Espíritu Santo otorga a los cristianos el don de la fortaleza: aquella audacia que les permite confesar valientemente el nombre de Cristo y no sentir jamás vergüenza de la Cruz.. Se trata de un nombre y de una señal -Cristo y la Cruz- que significarán para siempre la fuente de la Vida que no perece.

El Espíritu infunde el amor y da vida

35. El Espíritu Santo, derramado en Pentecostés, es, desde toda la eternidad, vínculo de amor y de unidad (communio) entre el Hijo y el Padre. Esta unidad profunda con el Padre, en el Espíritu, sostiene todo el camino terreno de Jesús, desde su encarnación y su nacimiento virginal hasta el momento culminante de] abandono en la Cruz y la gloria de la Resurrección. Quien recibe este Espíritu, se incorpora a esa misma unidad: El Padre y el Hijo quisieron que lo que es común a ellos estableciera la comunión entre nosotros y con ellos, por ese don nos congregan en uno… Mediante Él nos reconciliamos con la divinidad y gozamos de ella. ÀDe qué nos serviría conocer algún bien, si no lo amásemos? Así como entendemos mediante Ia verdad, amamos mediante la caridad .

36. Los discípulos que reciben el Espíritu llegan a ser efectivamente uno, como el Padre y el Hijo son uno; constituyen un solo Cuerpo que está animado por un solo Espíritu 125 , en el que todos son uno en Cristo Jesús. De modo que la multitud de los creyentes no tenía sino un solo corazón y una sola alma. Nadie llamaba suyos sus bienes, sino que todo era en común entre ellos.

La comunión en el Espíritu, de la que mana y corre la vida verdadera, se alimenta de una fuente que no cesará nunca de brotar y de vivificar a todos los cristianos a lo largo de la Historia: el memorial del sacrificio pascual de Cristo en la Eucaristía, su presencia real y sustancial bajo las especies del pan y del vino consagrados. Jesús es el pan vivo que, por la invocación al Espíritu, baja del cielo, y con su carne da vida al mundo. Aquesta eterna fonte está escondida en este vivo pan por darnos vida.

37. Esta perenne iniciativa salvífica de Cristo, como principio de vida de su Cuerpo, se expresa y culmina en el misterio de la Eucaristía. Es la memoria del sacrificio único de la Cruz que se ofreció una vez para siempre y obró la redención del género humano. Es la renovación sacramental de la entrega amorosa de Cristo que se ofrece eternamente al Padre e intercede por nosotros, ahora de modo incruento. Es así, por tanto, el misterio de la unidad de todos los hermanos que participamos del banquete de la comunión en su mismo Cuerpo y en su misma Sangre. Es el sacramento, culmen y fuente de toda la vida cristiana, confiado al ministerio de los Apóstoles y de sus sucesores, que reciben por el sacramento del Orden el don y el sello especial del Espíritu para actuar en nombre y representación de Cristo, como Cabeza de la Iglesia, a lo largo de la Historia.

El sacerdocio ordenado, don del Espíritu a la Iglesia, es un servicio a la vida que el Espíritu regala en los sacramentos, de un modo especial en la Eucaristía y en la Penitencia. El sacerdote, apacentando a la Iglesia con la palabra y la gracia, sirviendo al único y verdadero Mediador, en cuyo lugar ofrece a los hombres los sacramentos de la salvación, reuniendo a la familia de Dios en auténtica fraternidad que camina hacia el Padre común, por medio de Cristo en el Espíritu, presta el mejor de los servicios a los hombres llamados a la santidad. Gracias al sacramento del Orden, llega a nosotros la vida que nace de la misericordia de Dios, se nos concede Su perdón y Su paz, que conllevan la vuelta al Padre y la reconciliación con los hermanos.

38. De todos los frutos de este misterio pascual -y de la Eucaristía, sacramento del amor de Dios-, el más excelente, y en el que se manifiesta más nítidamente la nueva Vida, es la caridad, que se difunde en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado, como vínculo de amor y de unidad con Dios y con todos los hombres.

Para los que han sido tocados por el amor de Dios, su vida ya no está completa si no abren su corazón, en el abrazo del amor, a todos sus hermanos, los hombres. Los que se han incorporado a la vida de Cristo, comparten su misión y su destino. Como Jesús, aman al Padre y, con ello, la voluntad que Él ha manifestado: la de que todos se salven y lleguen al conocimiento de la verdad. Su vida se cumple no autosatisfaciéndose, sino amando al prójimo, sin excluir a nadie. Los muros que separaban a los hombres son abatidos, y el horizonte de cada uno se dilata de manera insospechada, hasta abarcar la vida de todos, su salvación, y el bien del mundo. Ningún hombre les será ya extraño o ajeno, puesto que la muerte y la resurrección de Cristo ha sido por todos. Todos son suyos, le pertenecen. ÀCómo no va a sentirse apremiado el discípulo de Cristo por este mismo amor hacia todos?

La vida de un pueblo nuevo

39. Por consiguiente, la humanidad de Jesucristo, por el don del Espíritu, constituye el inicio del nuevo pueblo de Dios, en el que ya ha comenzado y se puede obtener la realización plena de la vida humana, tanto personal como comunitaria.

Por la gracia de la fe, los miembros de este pueblo conocen con certeza que la existencia es, en su raíz y vocación constitutivas, un don de la bondad todopoderosa del Padre que invita a los hombres a un trato de amistad en el que encuentren la vida eterna. Por Cristo Redentor, la Palabra hecha carne, y con el Espíritu Santo, Dios invisible, movido de amor, habla a los hombres como amigos, trata con ellos, para invitarlos y recibirlos en su compañía. Ésa es la vocación verdadera de todo hombre que viene a este mundo, la que percibe en plenitud el cristiano, el miembro del nuevo pueblo de Dios. Vocación espiritualmente dinámica, para la donación, que incluye, por tanto y necesariamente, misión.

La vida no puede ser considerada ya más, en modo alguno, como el juego de un azar ciego, o el resultado de una necesidad impersonal e inexorable, con un horizonte en el que el hombre acaba siempre sometiéndose, o sometido, a alguna forma de esclavitud. Por el contrario, el hijo de la Iglesia sabe, a ciencia cierta, que en las entrañas de su ser late el misterio de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, una realidad personal inefable e infinita de verdad, de amor y de vida, que lo ha llamado por su nombre a la existencia y lo ha destinado a la santidad de los hijos de Dios, confiándole una misión a realizar en la Historia y que se consuma en la eternidad. Entendida de este modo, como vocación y misión, se desvelan ante el hombre las verdaderas dimensiones de su existencia.

40. En consecuencia, al fiel cristiano no le cabe otra actitud que la del agradecimiento, de la alabanza, de la humilde disponibilidad y de la petición a Dios, que se manifiesta y expresa en las diversas formas de oración. El cristiano alaba constantemente el nombre del Señor, lo reconoce como el origen y el destino de su ser y de su vida, de quien ha recibido todos los bienes, y da gracias por todo a Dios Padre. Consciente del propio desvalimiento, suplica incesantemente que la presencia de su Hijo lo renueve y lo libre de volver a caer en la antigua servidumbre del pecado.

Cierto de la bondad amorosa del designio divino y de la fecundidad de una vida, fiel a la voluntad del Padre, se siente movido por una esperanza inquebrantable -vencedora de la muerte-, para anunciar a los hombres la salvación y la vida eterna; en expresión de la más rica espiritualidad de la tradición cisterciense: Vivir día tras día, amar día tras día, echar raíces… Dar fruto por la perseverancia. Nunca dejar de maravillarse. Testimoniar el poder de tu fidelidad, Señor. Y que tu Gloria esté en que nuestra debilidad se mantenga firme en tu servicio. La vida del pueblo de Dios es vida íntimamente teologal, comunión con Cristo, que pide por su propia naturaleza dilatarse entre los hombres, en una palabra: misión.

41. Toda la existencia del pueblo de Dios está transida por su carácter de vocación y de misión; esto se percibe, de modo particular, en sus aspectos más comunes y más decisivos: el amor esponsal y la generación de la vida, la experiencia del pecado, el sufrimiento de la enfermedad y la muerte. La ternura de Cristo, atenta a nuestras necesidades, ha querido acompañar estos momentos de la vida con su presencia sacramental.

En efecto, Cristo vivifica y transforma el amor esponsal, que es una dimensión esencial de la existencia del hombre en el mundo. La gracia del sacramento del Matrimonio confiere una dignidad insospechada a la alianza entre los esposos, que llega a ser signo del amor y de la fidelidad de Dios, del amor del mismo Cristo a su Iglesia. Purifica la raíz del amor humano, liberándolo paulatinamente del egoísmo: permite así que su impulso inicial no decaiga y conserve la frescura de una belleza siempre nueva. En la presencia de Cristo y por la virtud de su Espíritu es posible amar para siempre y con toda verdad al otro, en la salud y en la enfermedad, hasta que la muerte los separe y sin ser vencidos por el enigma con el que la naturaleza la rodea. La persona amada adquiere toda su grandeza y dignidad, cuando se reconoce que sus cualidades y su presencia misma son un don del amor de Dios. Este amor mutuo es el lugar propio de la fecundidad y de la vida, el único por el cual puede ser transmitida humanamente, el que confiere a la generación biológica toda su hondura y dignidad personal, su necesaria verdad.

Ante el amor de Cristo, la existencia humana se revela en su sentido más profundo como una vocación para el amor divino, como llamada a amar al Hijo hecho hombre, en todas las cosas. En el ámbito de este gran amor, las realidades creadas, que habían perdido por el pecado su innata dignidad de estar al servicio de aquellos que alaban a Dios, recuperan el esplendor para el que estaban destinadas.

Esta vocación, tan originariamente cristiana, configura el estado particular de vida de algunos fieles, llamados a la virginidad por una gracia especial del Señor. Su vocación -y misión- consiste justamente en dar un testimonio nuevo y excelente en medio del pueblo de Dios, por su corazón indiviso, de que toda la santidad y la perfección de una alma consiste en amar a Jesucristo, Dios nuestro, nuestro sumo bien y nuestro Salvador.

42. Precisamente es esta presencia del amor de Jesucristo, por la que Dios se nos acerca, la que ilumina y cambia la situación del hombre, cuando, avergonzado por el mal de su pecado, huye de la mirada de Dios y queda aislado en su soledad. Es más, es la que explica y otorga la salvación y la nueva vida para el género humano. El hombre nunca se encuentra más necesitado de auxilio que cuando se siente paralizado bajo el peso insufrible de una culpa que no puede cancelarle. Y no se aquieta cuando intenta refugiarse en la mentira de que no tiene pecado. Sólo cuando está en la presencia de la misericordia, de una misericordia infinita, no engañosa, es capaz de caer en la cuenta de su mal por excelencia, el pecado, y de reconocerlo como tal. Si ya la creación y la llamada del hombre a la vida manifiestan la bondad todopoderosa del Padre, la reconciliación del hombre pecador con Dios en la resurrección de Cristo expresa, de modo más admirable aún, la grandeza de su misericordia.

El cristiano puede reconocer su culpa y su pecado, consciente de la fragilidad que siempre le acompaña, porque sabe que la gracia de su Señor es sobreabundante y le basta, porque su misericordia le sostiene durante toda la peregrinación de la existencia en este mundo. Por el sacramento de la Reconciliación se continúa en la historia concreta y diaria de cada uno la dinámica de perdón y de conversión iniciada en el Bautismo, y se le otorga de nuevo la vida de la gracia, perdida por el pecado grave, la comunión con Dios y con los hermanos, y se recupera la libertad de los hijos de Dios. Esto no lo alcanza el hombre solo y por sí mismo, sino que es obra de la Iglesia en nombre del Señor, que actúa por medio de aquellos que por el sacramento del Orden y la misión canónica han recibido el ministerio de la reconciliación.

43. Quizá nunca se manifieste tan sensiblemente la necesidad de consuelo como cuando sufrimos la enfermedad. El hombre enfermo se angustia ante el presentimiento de que pudiera estar cercana su muerte. Desde los comienzos mismos de su vida la Iglesia primitiva, guiada por los Apóstoles, tomó muy en serio el ejemplo de Cristo, que tanto tiempo dedicaba a sanar a los enfermos y a consolar a los afligidos: Bienaventurados los que lloran porque ellos serán consolados. En el sacramento de la Unción, mediante la actuación de los presbíteros, acompañados por la oración ferviente de los hermanos, Cristo y su Iglesia se acercan a las personas puestas a prueba en el cuerpo y en el alma por el sufrimiento de una grave enfermedad e, incluso, por la proximidad de la muerte. Este óleo sagrado derramado sobre los enfermos, y la oración de la Iglesia, confieren la gracia del consuelo y de la fortaleza cristianas, nos ayudan a aceptar la enfermedad y, si es voluntad de Dios, incluso hasta la muerte; procurando también, cuando el Señor lo quiera, el propio don de la salud física. En cualquier caso, el sacramento de la Unción es siempre fuente abundante de gracias espirituales para los que lo reciben y para toda la comunidad cristiana: las gracias de una más profunda y vivida conversión, de lágrimas de dolor y arrepentimiento por los pecados de la vida pasada, y de estímulo interior para una mayor identificación con Jesucristo crucificado. De este modo, el enfermo y el anciano siguen participando de la vida y de la tarea del pueblo de Dios, continúan siendo útiles y saben que no han sido abandonados.

En el sacramento de la Unción de los enfermos ofrece la Iglesia un testimonio visible de que la dignidad de la vida no depende de los éxitos externos y de los factores derivados del poder, de la riqueza y del triunfo humano; antes bien, situaciones como la enfermedad, el dolor o la vejez encierran posibilidades valiosísimas de gracia y de fecundidad verdadera, en Cristo crucificado: ÀNo rescató Él el mundo con sus sufrimientos? A ejemplo de san Pablo, el cristiano tiene la certeza de que su hombre interior se renueva de día en día, aunque se desmorone su cuerpo mortal , y que la trayectoria auténtica de la vida no podrá nunca ser captada, y menos adecuadamente descrita, con la parábola descendente que tan frecuentemente pretende trazarse desde la pura biología.

Y con no menor expresividad se manifiesta, en este sacramento, la caridad de la Iglesia ante el dolor de los hombres, en esas situaciones límite de la indigencia humana, que ponen a prueba la capacidad del amor cristiano de darse hasta el heroísmo. Muchos fieles, y en particular aquellos que se consagran a la oración y al cuidado de los enfermos y de los ancianos, dan un testimonio admirable de la predilección de Cristo por todos los que sufren. Nunca han faltado a la Iglesia testigos eximios de la caridad de Cristo. Tampoco en nuestro tiempo. Ahí está, por ejemplo, la Madre Teresa de Calcuta como un signo luminoso de este amor que se inclina y abraza al hombre, como Cristo, hasta el último instante de su vida terrena-, amor consciente y cuidadoso de la dignidad eterna de toda persona humana, desde que es concebida en el seno de su madre hasta que muere.

El pueblo de Dios, alentado por el Espíritu del Señor, pone de manifiesto en medio del mundo, de muchas maneras, a modo de un gran sacramento de la vida, que la ama, que ama su origen y su destino, que la reconoce como un don sagrado y precioso del mismo Dios. No puede, por ello, por menos que anunciar y proclamar el Evangelio de la Vida frente a tanta cultura de la muerte, tan arraigada en la mentalidad y en los estilos de existencia del hombre de hoy. El aborto, la eutanasia, el rechazo y/o las limitaciones egoístas de la natalidad -a la que se le niega tenazmente su condición de ser la expresión y garantía más inequívoca del verdadero amor en el matrimonio- constituyen las señales más inequívocas de esa apuesta cultural por la muerte, tan característica de las sociedades contemporáneas.

En camino hacia la santidad y hacia la visión de Dios

44. El Espíritu Santo, con sus dones, introduce a los cristianos en el centro mismo de una corriente de vida nueva, inefable, cuyo momento esencial es la familiaridad cada vez mayor con Dios, Padre de toda dádiva buena y de todo don perfecto, con el Hijo encarnado y con el Espíritu Santo. Una vida en la que se perfeccionan el entendimiento, la voluntad, el corazón del hombre y sus mismas entrañas, hasta un punto de conocimiento y de amor por las Divinas Personas que, partiendo de la experiencia de la fe y sin abandonarla, sea permitido hablar, con santo Tomás de Aquino, de sabiduría. La experiencia cristiana, vivida como camino de esperanza pascual y de búsqueda de la perfección de la caridad, lleva a disfrutar de una profunda con naturalidad con Aquel que es el origen y destino de nuestra vida, en un grado tal de intimidad que santa Teresa de Jesús no ha dudado en denominarla matrimonio espiritual.

La plenitud de la vida humana, el florecimiento insuperable de su inteligencia y de su libertad, se alcanzan en este mundo en la experiencia de santidad de los hijos de Dios, a la espera de que se manifieste un día, plenamente, en el cielo, lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a ÉL porque lo veremos tal cual es. En el camino hacia la gloria de la comunión definitiva con Dios, la Iglesia permanece a lo largo de los siglos como el lugar viviente en el que alienta la esperanza y donde se experimenta la verdad del amor, porque Cristo se hace compañía cercana, que asegura al hombre una vida a la altura de las exigencias más altas y los deseos más profundos con los que entra en este mundo, y los desborda.

45. La Santísima Virgen María, victoriosa desde su misma Inmaculada Concepción sobre el pecado, nos ha precedido y camina delante de nosotros en este itinerario de fe viva, al que está invitado todo hombre que viene a este mundo, y en la glorificación de su humanidad. Del mismo modo que el don de la vida nos es dado a todos al nacer de una mujer, Dios todopoderoso ha querido también que la realización de su designio salvífico sobre el universo y sobre la Humanidad entera, el don de la Vida nueva, de la victoria sobre el pecado y sobre la muerte, se inaugurase de forma irrevocable por medio del sí espontáneo, libre e inmaculado, de María y del misterio inefable de su maternidad divina.

A Ella, que dio a la luz al Hijo y lo acompañó hasta el pie de la Cruz, que en Pentecostés asistió al momento de la Iglesia naciente; a Ella, Madre de Gracia y de Misericordia, Madre del nuevo pueblo de Dios, podemos y debemos confiar toda nuestra vida y esta hora nueva de la Iglesia, que siente, convocada por el Papa, la urgente llamada para evangelizar, con nuevo ardor y renovada entrega apostólica, al hombre y a la sociedad de nuestro tiempo, tan ávidos de vida, de la vida que sólo le puede llegar por el Espíritu Santo, el que procede del Padre y del Hijo: la Vida victoriosa del pecado y de la muerte, la que se goza plenamente en la Gloria de Dios Padre.

Con mi afecto y bendición,

Madrid, a 25 de diciembre de 1998,
Solemnidad de la Natividad del Señor

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