Homilía en la Solemnidad del Cuerpo y de la Sangre de Cristo. Año Jubilar

Explanada de la Catedral de La Almudena, 25.VI.2000; 19’30 h.

(Ex 24,3-8; Heb 9,11-15; Mc 14,12-16.22.26)

Mis queridos hermanos y hermanas en el Señor:

Volver al Centro del Misterio Eucarístico: imperativo pastoral y espiritual del Año Jubilar
Solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo, Fiesta del CORPUS del año 2000, en pleno corazón del Año Jubilar ¿cómo no percibir el momento histórico como una invitación a celebrarla y a vivirla yendo al centro mismo del Misterio de la Eucaristía? ¿Y no de forma abstracta o de mera reflexión teórica, sino concreta y situada en las circunstancias actuales de la Iglesia y del mundo? El espíritu de conversión que alienta en toda la celebración jubilar del 2000 Aniversario de la Encarnación y Nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo obliga a ese retorno a lo que es primordial en los Misterios de nuestra fe; en nuestro caso, a lo que constituye lo esencial del Sacramento del Cuerpo y de la Sangre del Señor: a Cristo, el que es el Autor de la Salvación, «el sumo sacerdote de los bienes definitivos» (He 9,11).
Siempre que la Iglesia a lo largo de estos dos mil años de cristianismo ha propuesto un camino de auténtica renovación, siempre que ha emprendido nuevos caminos para acercarse a los hombres de su tiempo, de cada época y escenario histórico, para anunciarles el Evangelio, la Buena Noticia de su liberación, verdaderamente salvadora, lo ha hecho eligiendo el punto de partida puesto por Dios mismo y, por ello, imprescindible: el de Jesucristo; y el del Sacramento por excelencia de su Presencia entre nosotros: el de la Eucaristía.
La profunda razón teológica que se esconde detrás de este principio de metodología pastoral -o modo de proceder de la Iglesia en su servicio evangelizador a los hombres- la explica Juan Pablo II con una extraordinaria finura espiritual en la Bula de Convocación del Gran Jubileo Incarnationis Mysterium: «Desde hace dos mil años, la Iglesia es la cuna en la que María coloca a Jesús y lo entrega a la adoración y contemplación de todos los pueblos. Que por la humildad de la Esposa brille todavía más la gloria y la fuerza de la Eucaristía, que ella celebra y conserva en su seno. En el signo del Pan y del Vino consagrados, Jesucristo resucitado y glorificado, luz de las gentes (cf. Lc 2,32), manifiesta la continuidad de su Encarnación. Permanece vivo y verdadero en medio de nosotros para alimentar a los creyentes con su Cuerpo y con su Sangre» (IM 11). No es extraño, por ello, que el Papa, a fin de que en este año jubilar nadie -ni dentro ni fuera de la Iglesia- quisiera excluirse o quedarse excluido «del abrazo del Padre», hubiese declarado que «El Dos Mil será un año intensamente eucarístico» (cf. IM 11; TMA 55).
Eso es lo que espera de la Iglesia en el trasfondo de sus inquietudes y nostalgias más auténticas el hombre contemporáneo: que le muestre a Cristo y que se lo entregue para su adoración y contemplación. Eso es lo que anhelan y desean de nosotros tantos madrileños en esta Fiesta del Corpus, solemnísima, en la que portaremos a Jesús Sacramentado por las calles del más histórico Madrid en medio de la fe y el fervor del pueblo cristiano, luego que haya concluido la Santa Misa. Este es nuestro principal reto pastoral, hoy y en el más próximo futuro de nuestra Iglesia diocesana: saber mostrar y ofrecer a Cristo como el Redentor y Salvador del hombre en el Sacramento de la Eucaristía a los cercanos y a los lejanos, a los que se han alejado por voluntad propia y a los que no ha llegado con suficiente nitidez la noticia del Evangelio.
La esperanza y el temor del hombre de nuestro tiempo
No ha perdido un ápice de actualidad la descripción que hacía el Vaticano II de «la condición del hombre en el mundo de hoy» en la Constitución Pastoral sobre la Iglesia en el Mundo Actual Gaudium et Spes de la que se cumplirán en el próximo siete de diciembre treinta y cinco años (GS 4-11). Es más, se diría que «la esperanza y el temor», como el binomio clave de la interpretación conciliar de la situación interior y del estado de ánimo de la humanidad entonces, hubieren quedado más que justificados por la evolución de los acontecimientos del último tercio del siglo XX; y que los rapidísimos y profundos cambios sociales, psicológicos, morales y religiosos y los desequilibrios y las aspiraciones más universales del género humano y, sobre todo, los interrogantes más profundos del hombre permaneciesen invariables, sino agravados. La conclusión del diagnóstico o discernimiento del Concilio parece como escrito para hoy mismo, luminoso al máximum, con la luz del Evangelio y del Espíritu Santo. Vale la pena recordar el largo texto conciliar:
«Ciertamente, muchos, cuya vida está infectada por el materialismo práctico, se alejan de una percepción clara de este estado dramático (el dado por el desequilibrio fundamental del corazón humano), o bien, oprimidos por la miseria, no pueden darse cuenta de ello. Muchos piensan que han encontrado la paz en la interpretación de las cosas propuestas de múltiples formas. Otros esperan la liberación plena y verdadera del género humano solo del esfuerzo humano, y están persuadidos de que el futuro reinado del hombre sobre la tierra llenará todos los deseos de su corazón. Y no faltan quienes, desesperados de poder dar un sentido a la vida, alaban la audacia de aquellos que, pensando que la existencia humana carece de toda significación propia, se esfuerzan por darle toda su significación a partir únicamente de su propio ingenio. Sin embargo, ante la actual evolución del mundo, cada vez son más numerosos los que plantean o advierten con una agudeza nueva las cuestiones totalmente fundamentales; ¿Qué es el hombre? ¿Cuál es el sentido del dolor, del mal, de la muerte, que, a pesar de tantos progresos, continúan subsistiendo? ¿Para qué aquellas victorias logradas a un precio tan caro? ¿Qué puede el hombre aportar a la sociedad, qué puede esperar de ella? ¿Qué seguirá después de esta vida terrena?» (GS 10).
La Iglesia tiene una respuesta, perennemente actual y válida, más urgente que nunca, para estas preguntas: la de «Jesucristo muerto y resucitado por todos», presente en el Sacramento de la Eucaristía, hoy como ayer y como mañana y como siempre. No ha sido dado a los hombres otro nombre en el que puedan salvarse (cf. Hech 4,12).
Nuestro testimonio de la Eucaristía en «el Corpus» del Año Dos Mil
Esta es la gloria y la fuerza de la Eucaristía que queremos ofrecer con testimonio humilde y purificado por la penitencia y la oración de todas las comunidades cristianas de Madrid a todos nuestros hermanos y a la sociedad madrileña en este CORPUS del año 2000. UN TRIPLE TESTIMONIO:
EL DE LA EUCARISTÍA, SACRAMENTO DE LA PASCUA DE CRISTO, la nueva, definitiva y eterna.
La Eucaristía es el Sacramento «de la sangre de Cristo, que, en virtud del Espíritu Eterno, se ha ofrecido a Dios como sacrificio sin mancha» para purificar «nuestra conciencia de las obras muertas, llevándonos al culto del Dios vivo» (Heb 9,14). San Marcos nos narra con sobria sencillez cómo de la última cena pascual de Jesús, antes de su muerte, preparada según los ritos de la vieja Pascua, la de los sacrificios y holocaustos exteriores de carne y sangre de animales, la de la Antigua Alianza, incapaz de llegar al hombre interior, surge por la institución anticipatoria del Maestro la Cena de la Nueva Pascua, la de Su Cuerpo que va a ser crucificado, y la de Su Sangre, que va a ser «derramada por todos». El Evangelista concluye el relato con una concisa apostilla, plena de significado: «Después de cantar el salmo, salieron para el monte de los Olivos» (cf. Mc 14,26). Se iba a hacer realidad el Sacrificio constitutivo de la Nueva Pascua. Se iba a consumar para siempre lo que el Señor había anticipado en la primera Eucaristía, la del Cenáculo. El hombre, todo hombre y todo lo que lo constituye en lo más íntimo y fundamental de su ser, quedaba salvado. ¿Aceptaría luego el don de la Salvación? ¿O, lo que es lo mismo, aceptaría el don del Sacrificio del Cuerpo y de la Sangre de Cristo en su vida y en su historia? Eh aquí la cuestión abierta, que en cada época y en cada existencia personal ha de ser respondida desde la fe, la esperanza y la caridad de Cristo, compartidas y vividas en la Iglesia y ofrecidas por ella sin cesar a los hombres y al mundo.
¡Cómo importa que nuestras celebraciones eucarísticas se renueven de verdad por «la actuosa participación» de todos los fieles y del sacerdote, de forma que toda la celebración en su forma exterior rezume la actitud interior de toda la comunidad eclesial que busca y pide identificarse más y más con la oblación sacerdotal de Cristo, que anhela y suplica «que él nos transforme en ofrenda permanente» para que gocemos de su heredad junto con sus elegidos, singularmente con María la Virgen Madre de Dios (cf. Plegaria Eucarística III)!
Y qué decisivo es para lograrlo, saber prolongar la celebración eucarística, como recomendábamos en el Plan Pastoral del presente año, a través de la ADORACIÓN AL SANTÍSIMO SACRAMENTO, practicada con normal asiduidad pastoral y con una piedad, delicadamente filial, abierta a la contemplación del Corazón de Cristo (cf. Año de Alabanza, de Perdón y de Gracia. Propuestas Pastorales para el Año Jubilar 2000, II, 2; III, 3.1).
De este modo será más accesible al hombre de la calle, a los que buscan anónimamente verdad, paz y bien para sus vidas -verdadera salvación- la experiencia de la presencia humilde y sencillamente cercana de Dios. Así los pequeños y los grandes, los niños y los jóvenes, los matrimonios y las familias, los enfermos y los ancianos, los que sufren en el corazón, en el alma y en el cuerpo sabrán con mayor proximidad que JESÚS ESTÁ AQUÍ, QUE DIOS ESTÁ AQUÍ.
El de la EUCARISTÍA, SACRAMENTO DE LA COMUNIÓN Y DE LA UNIDAD DE LA IGLESIA.
La Eucaristía es el sacramento, fuente y culmen de toda la vida de la Iglesia, de su unidad más profunda e insustituible, la que nace y se construye por la comunión del Cuerpo y de la Sangre de Cristo, sacrificadas en el ara de la Cruz, glorificadas en la Resurrección, ofrecidas eternamente al Padre, por Él, «sentado a su derecha», Mediador de la Nueva Alianza, por la que han quedado redimidos los pecados cometidos durante la primera y por la que los llamados pueden recibir la promesa de la herencia eterna (cf. Heb 9,15).
La Eucaristía es el instrumento sacramental imprescindible para que la Iglesia viva y crezca como «una comunión», como una realidad comunitaria humana de una hondura e intimidad sumas, de una apertura al otro, incondicional en la entrega mutua y totalmente gratuita, porque en la Eucaristía se hace en «común», «se comulga» en un banquete excepcional y divino: el del Cuerpo y la Sangre del Señor, el Hijo de Dios, encarnado en el seno de la Virgen María, ofrecido al padre en el Espíritu Santo eternamente. Se hace común, «comunión», el don de la salvación, el bien más precioso y personal del hombre.
¡Qué importante por ello acudir a la celebración del Sacrificio y Banquete Eucarísticos debidamente preparados con el alma abierta a la Gracia, y la conciencia convertida y reconciliada por el Sacramento de la Penitencia cuando se ha producido la ruptura con Dios! Porque así es como se cosecharán todos los frutos de la Comunión Eucarística: los eclesiales y de mayor incidencia pública, y los personales que afectan más a la intimidad de la existencia de cada cristiano. Y es cuando se podrá ver por todos los hombres de mirada limpia cómo en el tejido mismo de la sociedad humana crece una nueva forma de relacionarse y de comunicarse de los hombres entre sí, impregnada de una autenticidad ética y de un valor humano desconocidos, o, lo que es lo mismo, cómo brota ya en el campo de la historia una nueva humanidad, que vive de una esperanza inmarchitable: la esperanza de la Gloria futura.
El de LA EUCARISTÍA, el SACRAMENTO DEL AMOR Y DE LA MISIÓN.
La Eucaristía es el Sacramento del Amor de Cristo y, por ello, el de la Misión de los Cristianos respecto al mundo y a los hombres sus hermanos. De la piedad eucarística española del siglo XX ha surgido ese himno del Congreso Eucarístico Internacional, celebrado en Madrid, en vísperas de una de las primeras y mayores tragedias de la Europa Contemporánea, la Primera Guerra Mundial, que canta al Sacramento de la Eucaristía como el Sacramento del «Amor de los Amores». Luego más tarde, después de nuestra Guerra y de la Segunda Guerra Mundial, los Obispos Españoles han unido a la celebración litúrgica del CORPUS CHRISTI la Jornada Nacional de la Caridad. En uno y otro caso la fe del Pueblo de Dios acertaba con excelentes expresiones de lo que es efectivamente el fruto primero e insustituible de la Eucaristía y de la Comunión Eucarística: el Amor de Dios que se nos ha revelado y dado en Jesucristo, en su Pascua.
Sólo quien comulga de verdad, con alma y corazón limpios, sabrá amar de verdad, como Cristo nos amó hasta dar la vida por nosotros; conocerá los secretos del Espíritu Santo y de la vocación a la santidad. Sólo una comunidad eclesial que vive espiritual y pastoralmente de la comunión del Cuerpo y de la Sangre pascuales del Señor, será capaz de evangelizar con la necesaria credibilidad, será capaz de comprender y amar a los pobres y, muy señaladamente, a los de nuestro tiempo y de nuestro entorno, el de Madrid. Los pobres de hoy necesitan cada vez más que se les ame dando la vida por ellos. La Palabra del Evangelio precisa hoy más que nunca de testigos, dispuestos al Martirio del Amor. La Nueva Evangelización -lo insiste el Papa en este Año Jubilar- granará o no, si viene regada con perseverancia fiel por una renovada espiritualidad eucarística.
JESUCRISTO, AYER, HOY Y SIEMPRE, presente real y substancialmente en LA EUCARISTÍA es a quien queremos venerar y proclamar de tal modo en el Sacramento de su Cuerpo y de su Sangre que nuestros contemporáneos, nuestros hermanos vuelvan a percibir la noticia del Evangelio de la Salvación: de que hay esperanza, de que la esperanza cristiana no defrauda.
¡Quiera Él, el Señor, que el proyecto de la Casa de los Pobres de nuestra Archidiócesis en este Año Jubilar, venga impregnado de Amor Eucarístico: que lo refleje y lo difunda siempre!
A Nuestra Señora de La Almudena, la Virgen de la Encarnación, de la Cruz y de Pentecostés, a la Virgen del Evangelio, confiamos nuestras súplicas y nuestros anhelos, nuestros humildes propósitos de volver de nuevo a la Casa del Padre por su Hijo en el Espíritu Santo.

Amén

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