Homilía en la Eucaristía de traslado de los restos de la Reina Doña María de las Mercedes a la Catedral de Madrid

Majestades
Altezas
Excmos. Sres. Arzobispo y Obispos concelebrantes
Excelentísimos Señores y Señoras

Mis queridos hermanos y hermanas en el Señor:

Nos reunimos hoy, en esta Catedral de Santa María la Real de la Almudena, para orar al Señor de vivos y muertos por Su Majestad la Reina Doña María de las Mercedes de Orleans y Borbón, cuyos restos mortales reposan ya definitivamente a los pies de la Virgen en el templo cuya construcción alentó y promovió y que ahora la acoge como lugar de reposo y de esperanza hasta el día último de la resurrección de la carne. El mes de Noviembre, dedicado especialmente a la oración por los fieles difuntos, se inicia con la gozosa solemnidad de Todos los Santos que nos recuerda el destino glorioso de los hijos de Dios que han alcanzado la bienaventuranza eterna. La celebración de los fieles difuntos, que sigue a la solemnidad, nos invita a orar por quienes, traspasado el umbral de esta vida, esperan entrar en el cielo purificados plenamente de sus culpas. En este Año Jubilar la Iglesia nos permite, además, ofrecer por los fieles difuntos el sacrificio de Cristo y aplicarles la indulgencia plenaria que, como gracia de la redención de Cristo, podemos alcanzar con las debidas disposiciones. Hoy lo hacemos de modo especial por la reina Doña María de las Mercedes, por quien ofrecemos a Dios el sacrificio redentor de Cristo.

1.Una vida marcada por la fe

El traslado de sus restos cumple un deseo de Su Majestad el Rey D. Alfonso XII quien, al colocar la primera piedra de esta Iglesia Catedral, decía evocando el recuerdo de su esposa: «los que tengáis la dicha de admirar sus bellezas, al entrar bajo las bóvedas de este templo, orad por la memoria de aquel ángel que está en el cielo, a quien se debe la iniciativa de esta idea y que siempre acogió con entusiasmo cuanto pudiera enaltecer la gloria y prosperidad de nuestra Patria». Al cumplir este deseo, damos gracias a Dios por el interés que mostró Doña María de las Mercedes para que la patrona de Madrid, la Virgen de la Almudena, tuviese un templo erigido en su honor, no sólo avalando en el año 1878 la petición de la Real Esclavitud de la Almudena para que se edificara el templo sino dejando en su testamento sus bienes para la construcción. La memoria de la Reina, que conquistó el corazón de los madrileños, queda unida ahora a esta Catedral de modo muy especial al depositar hoy aquí sus restos mortales. El pueblo de Madrid se une a la Casa Real para orar por quien fue su joven soberana arrebatada tan prematuramente de esta vida. A ella pueden aplicarse las palabras del libro de la Sabiduría que hemos escuchado: «madurando en pocos años, llenó mucho tiempo», porque «su alma fue agradable a Dios».

La vida de la reina Doña María de las Mercedes estuvo marcada por la fe cristiana. Desde pequeña, la fe que recibió en su hogar y que se acrecentó en el colegio de las religiosas de la Asunción durante su estancia en Francia, configuró su personalidad que se distinguió por la piedad mariana y por la caridad con los pobres. La devoción a la Virgen culminó en uno de sus mayores deseos, ser «hija de María», deseo que alcanzó a los 16 años. Desde entonces, incluso siendo Reina, su firma llevará las iniciales H.M., como signo de su entrega a la Virgen. A ella encomendó su matrimonio eligiendo para su petición de mano el día de la Inmaculada Concepción. Al conocer que se acercaba su muerte, ella misma solicitó los Sacramentos y el día que cumplió 18 años recibió la Santa Unción de manos del Cardenal Moreno que le preguntó si ofrecía su vida a Dios, respondiendo afirmativamente. Por último, expresó su amor a la Virgen deseando ser enterrada con el hábito de la Orden de la Merced.

También en su hogar recibió la preocupación por los pobres acompañando a su madre y hermanas en visitas a los necesitados de Sevilla, costumbre ésta que no abandonará durante su breve reinado. En Madrid, ella misma se desplazaba a los barrios de nuestra ciudad, acompañada de las hermanas del Rey, llevando ayuda al necesitado y al enfermo. En palacio, creó también un ropero para los pobres, que dio origen a tantos roperos parroquiales que han perdurado hasta nuestros días.

2. La memoria permanente de Dios

Al hacer memoria de su fe cristiana en estos momentos de oración por su alma, no pretendemos caer en fáciles elogios que la misma liturgia exequial sitúa en su adecuado contexto. Buscamos, sobre todo, recalcar aquello que dio a su corta vida su verdadera consistencia y su definitiva seguridad: el amor de Dios y el amor al prójimo expresados en los actos de piedad y caridad que constituyen, por su fidelidad y sencillez, el entramado de la vida cristiana en las circunstancias normales de la vida. Amar a Dios y al prójimo es el tesoro definitivo del hombre, el que perdura para la eternidad, el único que se escapa de la rapiña de los ladrones y del paso del tiempo. Es el tesoro que nos hace estar vigilantes ante todo lo que puede ponerlo en peligro en un mundo como el nuestro que se afana por edificarse al margen de la verdad de Dios y de la sabiduría de sus mandamientos.

La palabra de Dios que acabamos de escuchar nos recuerda cuál es el fin de la vida del hombre y cuál el camino para llegar a él. El libro de la Sabiduría, al hacer el elogio del hombre justo, alaba su vida intachable en la que, lejos de toda seducción del pecado, busca sobre todo agradar a Dios: «Agradó a Dios, y Dios lo amó». El hombre sabio y prudente es el que entiende su vida como un ejercicio permanente de amor de Dios en el cumplimiento de su voluntad. Agradar a Dios es la meta de la vida del hombre. En el evangelio, Jesús nos exhorta a tener «ceñida la cintura y encendidas las lámparas» esperando la venida del Señor. Vivir vigilantes es la actitud prudente del hombre consciente de que su vida le ha sido dada por Dios y a él le será devuelta en la hora y circunstancias que sólo El conoce. La constante y poderosa llamada de Jesús a la vigilancia no pretende amedrentarnos con la angustia de la muerte, sino mantener nuestra alma despierta, atenta siempre a la voluntad de Dios, al cumplimiento de su ley y al juicio definitivo de nuestra vida. En su famosa obra El Gran Teatro del Mundo, nuestro insigne Calderón de la Barca pone estas palabras en labios del rey cuando entra en la escena de este mundo para realizar el papel y la misión que Dios le confía: «Mucho importa que no erremos Comedia tan misteriosa». Y para no errar, nos da una regla de oro que se repite como estribillo de la obra y como advertencia moral del espectador: «Obrar bien que Dios es Dios». La fuente de una auténtica vida moral es la memoria permanente de Dios. Quien lo tiene presente en sus pensamientos, deseos y acciones, andará por el camino intachable de sus mandamientos, practicará la justicia y la misericordia y se cumplirá en su vida lo que dice el libro de la Sabiduría: «la gracia y la misericordia son para los elegidos del Señor, y la visitación para sus santos».

3. La fe católica y la identidad de nuestro pueblo

Para no errar el camino, para llevar adelante la misión que Dios nos ha confiado y ser recibidos un día en el banquete de Reino de los cielos, donde el mismo Señor «se ceñirá y servirá la mesa», es preciso no olvidar el principio y fundamento de la fe cristiana, en el que fue educada, desde la cuna, la Reina María de las Mercedes: que sólo Dios es el Señor de nuestras vidas. Nosotros, cualquiera que sea nuestra condición, somos siervos. Como tales, un día deberemos dar cuenta de nuestra vida y de los talentos recibidos. La fe cristiana es la mejor ayuda y consuelo para que la muerte nos encuentre vigilantes, dispuestos siempre al encuentro con el Señor, atentos a su última llamada. Conservar esa fe, cuidarla con esmero, practicarla con la firme convicción de ser el tesoro más preciado es la tarea fundamental de nuestro pueblo cuyos monarcas siempre la han profesado con la convicción de que constituye un elemento indisociable y definitivo de nuestra propia identidad. El pueblo español, en efecto, no puede entenderse a sí mismo, ni su fecunda historia sin el fundamento de la fe cristiana cuyas raíces se remontan a la época apostólica. En su primera visita apostólica a España, el Papa Juan Pablo II lo dijo claramente: «esa fe cristiana y católica que constituye la identidad del pueblo español».

Gracias a esta identidad el pueblo español, acompañado y estimulado por sus monarcas, está llamado, hoy como en otros momentos de su historia, a ser fiel a Cristo, a crecer y madurar hacia Cristo «a través de la fe transmitida por los apóstoles y sus sucesores. Y desde esa fe ha de afrontar las nuevas situaciones y objetivos de hoy. Viviendo la contemporaneidad eclesial en actitud de conversión, en servicio a la evangelización, ofreciendo a todos el diálogo de la salvación, para consolidarse cada vez más en la verdad y en el amor. La fe es un tesoro que `llevamos en vasos de barro, para que la excelencia del poder sea de Dios y no parezca nuestra´ (2 Cor 4,7)».

4. La muerte ha sido vencida por Cristo

La muerte, queridos hermanos, quiebra el vaso de barro de nuestro cuerpo mortal. Arrebata la hermosura de la carne y frustra el afán de toda humana riqueza; la muerte nos desnuda y despoja de toda vanidad. Nos devuelve al polvo del que fuimos formados. Pero, al mismo tiempo, la muerte realza el poder de nuestra fe. Vencida por Cristo y por su resurrección, la muerte pone en evidencia el tesoro de la fe, porque nada ni nadie, ni siquiera la muerte, pueden separarnos del amor de Cristo, de la vida de Dios. Por eso, la fe, para el creyente, es y debe ser el único e inmortal tesoro. Aquel por el que se afane día y noche sin descanso. Aquel por el que practique todas las virtudes buscando agradar a Dios. El tesoro que aúna al mismo tiempo el amor de Dios y el servicio de los hombres. Se trata de un tesoro que debe brillar en esta vida, mediante el testimonio de las obras buenas que se convierten así en la mejor predicación para quien no cree. Es el tesoro que, al traspasar el umbral de la muerte, nos acompañará ante la presencia de Dios para ser juzgados con misericordia. Entonces será el único aval que podemos presentar ante el Señor de vivos y muertos, el único en quien confiar nuestro destino de inmortalidad y de gloria. Así lo hizo con sencillez la Reina Doña María de las Mercedes en su último trance: se entregó en manos de Dios y de la Iglesia, buscó el consuelo de los sacramentos, se acogió a la protección de la Virgen y murió aceptando la muerte como paso necesario para la Vida. Hoy pedimos por ella, la presentamos ante Dios con la oración de este pueblo que puede honrar, en las vísperas de su solemnidad, a la Virgen de la Almudena en su templo catedralicio donde reposan sus restos con la cierta esperanza de la resurrección final.

Amén.

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