Homilía en la Vigilia de la Vida

Catedral de La Almudena, 3.II.2001; 19’00 horas

V Domingo del Tiempo Ordinario. Ciclo C

Mis queridos hermanos y amigos:

«Duc in altum». El Santo Padre nos anima «a remar mar adentro», haciéndose eco de la indicación de Jesús a Pedro, después de haber hablado al gentío agolpado a la orilla del Lago.

«A remar mar adentro» y a echar las redes, a seguir haciéndolo, después del gran acontecimiento del Año Jubilar. Año de predicación a la multitud y de visión de nuevas perspectivas para la Evangelización.

Su invitación cobra singular relieve en el campo de los compromisos con el bien de la vida, con el derecho fundamental de la persona a la misma, con la salvación del hombre. Porque entre las urgencias que señala el Papa como más graves y actuales para los cristianos y la Iglesia al iniciarse un nuevo milenio está el respeto incondicional a la vida de cada ser humano «desde la concepción hasta su ocaso natural» (NMI, 51). Las violaciones del derecho a la vida en las más variadas formas ensombrecen el panorama de la humanidad como una de las más terribles amenazas para su futuro en concordia interna y en paz verdadera. Sigue vivo el diagnóstico del Santo Padre formulado en su profética Encíclica «Evangelium Vitae» del 25 de marzo de 1995: «No. No se trata sólo de amenazas procedentes del exterior, de las fuerzas de la naturaleza o de ‘los Caínes’ que asesinan ‘a los Abeles’; no, se trata de amenazas programadas de manera científica y sistemática» (EV 17).

«La Jornada de la Vida» de este primer año del siglo XXI quiere que nos hagamos cargo en «el sagrario» insobornable de la conciencia personal y eclesial de la gravísima situación de pecado en que nos encontramos y de la apremiante necesidad de conversión de nosotros mismos y de toda la sociedad ¡no hay mucho tiempo que perder! ¿Cómo se va a poder anunciar el Evangelio de la Salvación que nos viene por el Misterio de Jesucristo, Muerto y Resucitado, no integrando en ese anuncio y testimonio «el Evangelio por la Vida» en toda su amplitud y radicalidad evangélicas? No, nos es lícito hablar —a no ser al coste de una tremenda hipocresía— de justicia social, de solidaridad y amor fraterno si ese lenguaje no va sostenido por una postura y actitud claramente inequívoca en las palabras y en la conducta de defensa y de respeto a la vida de cada uno de nuestros hermanos sea cual sea el estadio de su desarrollo biológico: un embrión es un ser humano como lo son un enfermo y un anciano; él y ellos, dotados por igual de la dignidad de la persona humana; y sea cual sea la llamada calidad de las circunstancias en las que se desenvuelve. Cuanto menos «calidad de vida» se constata en la existencia de nuestros semejantes, según los criterios culturales y sociales dominantes, más amor, cobijo, protección y promoción merecen sus vidas de nosotros. Se trata de «toda la vida y de la vida de todos».

En España las amenazas contra la vida son también variadas y llevan el mismo signo de perversión moral y de peligro creciente para los bienes esenciales del hombre y para el bien común de la sociedad. Pero hay una que preocupa y angustia especialmente a la inmensa mayoría de los ciudadanos: el terrorismo practicado con suma crueldad por ETA. Cunde la sensación, más explícitamente percibida en unos lugares que en otros, de que cualquiera puede ser víctima de un atentado terrorista, de que es la sociedad misma, la amenazada.

La respuesta cristiana, la que brota del Evangelio de la Vida, no admite ni duda teórica ni vacilación práctica alguna. «El no matarás» de la Ley de Dios, renovado en lo más hondo de su inspiración y de sus contenidos por el Evangelio de Nuestro Señor Jesucristo —es decir, por la Ley Nueva del Amor—, no admite reserva o condición alguna ni a la hora de enjuiciar conductas que lo quebranten ni a la hora de cumplirlo en la existencia diaria de las personas y de los pueblos. La vida le pertenece al hombre como un don inherente a su persona; y el hombre sólo es de Dios. Por ello el derecho a la vida de cada ser humano es inalienable e inviolable. El que pretenda construir una ideología o un proyecto político en el que se niegue o se relativice este sagrado derecho fundamental del hombre, base imprescindible para la realización de los demás derechos humanos, que no invoque o apele a moral o ética alguna, digna de tal nombre. Sus ideales y objetivos estarán marcados y viciados intrínsecamente por una radical injusticia y la negación de la más elemental humanidad.

Ante la lacra dolorosísima del terrorismo, en la Jornada por la Vida de este año, se nos impone en España una exigencia inapelable a la conciencia de todos, singularmente de los cristianos, sea cual sea nuestra vocación, misión, profesión, lugar de trabajo o residencia: la de la claridad y la caridad evangélicas, traducidas en un compromiso perseverante por la justicia de los derechos fundamentales del hombre, de los que es llave-maestra el derecho a la vida.

Que no desfallezcamos en la oración, la que por el amor de Cristo y por la fuerza irresistible del Espíritu Santo mueve y conmueve los corazones, las almas, las raíces personales de la existencia y de las conductas, y las convierte. Que sepamos acudir a la protección maternal de la Virgen María, la del Consuelo y Fortaleza de todas las víctimas del terrorismo y de todos los que se sienten, y están amenazados por él; la de la Esperanza de la conversión de todos los protagonistas de la escena terrorista. ¡Ella, Señora Nuestra y Madre de la Vida!

Si así lo hacemos, escucharemos la voz del Señor, como Isaías: «¿A quién mandaré? ¿Quién irá por mí?»; y contestaremos como el profeta lo hizo: «Aquí estoy, mándame». Mejor, contestaremos con una nueva, inédita, fuerza: la del Evangelio de Jesucristo Resucitado, el transmitido por Pedro y los Apóstoles, en el que se cumplieron todas las profecías. Y nuestra respuesta será instrumeto-cauce de nuevos tiempos, de «nueva» e «insuperable» Vida, para toda la Humanidad. Le abriremos paso a «la cultura de la Vida», la que permite que los hombres puedan caminar hacia la gloria de la Resurrección más expeditos, más libres del peso del pecado, más dispuestos a ser testigos del amor.

Amén.

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