Homilía en la Eucaristía de oración por la paz

Catedral de La Almudena, 26.I.2003, 19:00 horas

1s. 9,1-6; Fil. 4,6-9; Jn. 14,23-29

Mis queridos hermanos y hermanas en el Señor:

LA PAZ EN PELIGRO

Nos reunimos esta noche en tomo al Altar de la Eucaristía de nuestra Catedral de Santa María la Real de La Almudena para orar por la paz, en sintonía plena con las reiteradas e insistentes llamadas de atención del Santo Padre y con sus peticiones constantes de un renovado compromiso por la paz mundial, que no admite demoras. Son muchos, graves e inminentes los peligros que se ciernen amenazadores sobre ella en el actual horizonte internacional. Y es de nuevo constatable, por la forma como se presentan y tratan las crisis que los originan, que el recurso de la plegaria ferviente y sincera a Dios, que nos ha dado a su Hijo como «Príncipe de la paz» -así lo cantaron los Ángeles la noche de su Nacimiento en Belén como una sublime melodía nunca oída por el hombre e imperecedera- es inexcusable y urgente.
LA PAZ ES MAS QUE LA AUSENCIA DE LA GUERRA: ES OBRA DE LA JUSTICIA Y DEL AMOR
La paz, esa «suprema aspiración de toda la humanidad a través de la historia», en palabras del Beato Juan XXIII, recordadas y actualizadas por Juan Pablo II en su último Mensaje para la Jornada de la Paz, es más que la ausencia de la guerra. La tradición cristiana la ha visto siempre, asumiendo e iluminando las mejores experiencias éticas y religiosas de los pueblos, como 0obra de la justicia» -44opus justitiae pax»-. Ya el profeta Isaías cuando divisaba la figura del Mesías que había de venir a salvar a Israel lo presentaba como restaurador de la justicia: «para dilatar el principado, con una paz sin límites, sobre el trono de David y sobre su reino. Para sostenerlo y consolidarlo con la justicia y el derecho desde ahora y por siempre». Para eso vendría el ungido del Jahvé. La vara del opresor, el yugo de su carga, el bastón de su hombro quedarán quebrantados y la bota que pisa con estrépito y la túnica empapada en sangre serán pasto del fuego. Y, todo, sucederá así, paradójicamente, «porque un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado».
¡Qué difícil resulta, tal como nos lo enseña la historia de todas las épocas -también la de la era cristiana- y, por supuesto, como lo aprendemos de nosotros mismos, de nuestra peculiar historia personal, comprender bien lo que significa justicia y lo que implica trabajar por ella más allá de la pura perspectiva de los cálculos humanos, del «do ut des» – «te doy si me das»-¡ La justicia construye la paz si sabe abrirse paso en el corazón del hombre al don del perdón y de la misericordia. Juan Pablo II lo expresaba muy bellamente en su Mensaje del día de la paz del año pasado: «no hay paz sin justicia, no hay justicia sin perdón». «El perdón no se contrapone a la justicia -comentábamos, glosando al Papa, los Obispos españoles en nuestra reciente Instrucción Pastoral sobre la Valoración Moral del terrorismo en España, de sus causas y de sus consecuencias-, porque no consiste en inhibirse ante las legítimas exigencias de reparación del orden violado. Por el contrario, el perdón conduce a la plenitud de una justicia que pretende la curación de las heridas». En definitiva la paz es inalcanzable sin amor; más aún, la paz es su fruto último. Al «opus justitiae pax», hay que añadir una máxima superior: «opus caritatis, pax»: la paz es obra, en definitiva, del amor.
HEMOS CONOCIDO Y RECIBIDO LA PAZ DE CRISTO: SU AMOR REDENTOR
Y ese amor no se reduce a quimera o a pura utopía, como nos gusta decirlo ahora. Se ha hecho realidad para el mundo y los hombres de todos los pueblos y de todos los tiempos en el Misterio de la Encarnación, Muerte y Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo que nos ha redimido del pecado y de todas las pasiones que engendran y alimentan el odio y la muerte, por el sacrificio de su Cruz Gloriosa que nos disponemos a celebrar sacramentalmente en esta Eucaristía. Amor del que vivió la primera Iglesia, como se trasparenta tan sencillamente de la carta de San Pablo a los Filipenses: «finalmente, hermanos, todo lo que es verdadero, noble, justo, puro, amable, laudable, todo lo que es virtud o mérito, tenedlo en cuenta». Amor del que se ha nutrido siempre y continua nutriendo la vida de la Iglesia hasta hoy mismo, a pesar y en medio de los pecados de sus hijos. Porque ha recibido el Espíritu Santo, la Persona-amor en el Misterio de la Santísima Trinidad, que nos ha enviado el Padre en el nombre y por la oblación sacerdotal de Jesús en el momento culminante de su Pascua. Amor fraterno y universal que se enciende en la llama de nuestro amor a El, el Señor y Salvador, según el modelo de lo que aconteció al principio, con los suyos, sus discípulos más íntimamente queridos: los doce. También el Maestro, hoy, en esta coyuntura de realidades y presagios inequívocos de guerra, nos interpela como a ellos, diciéndonos: «él que me ama guardará mi palabra y mi padre lo amará, y vendremos a-él y haremos morada en él»; «la paz os dejo, mi paz os doy, no os la doy como la da el mundo. Que no tiemble vuestro corazón, ni se acobarde. Me habéis oído decir: me voy y vuelvo a vuestro lado». Guardando su paz en nuestra mente y en nuestro corazón, convirtiéndola en obras y conducta pacificadora, nos haremos portadores fiables y eficaces de la paz: su herencia salvadora.
EL PRIMER E IMPRENCINDIBLE PASO PARA LA PAZ: EVITAR LA GUERRA. EL DIAGNÓSTICO Y EL LLAMAMIENTO DE JUAN PABLO II
Ciertamente la paz es mucho más que la ausencia de la guerra. Pero el primer e imprescindible paso para obtenerla y consolidarla consiste en evitar la guerra: el que se desencadene el conflicto armado.
El Papa en su último discurso ante el Cuerpo Diplomático acreditado ante la Santa Sede, hace pocos días, dentro de una amplia descripción de los problemas que afectan hoy a la comunidad internacional, volvía a apremiar a todos -ciudadanos y dirigentes políticos de todo el mundo- a que dijesen «no a la guerra». Añadía Juan Pablo II que la guerra «nunca es una simple fatalidad. Es siempre una derrota de la humanidad». El Papa pensaba en los numerosos conflictos que -todavía aprisionan a nuestros hermanos» y los enumeraba a través de un lúcido diagnóstico de la situación mundial: «en Navidad, Belén nos ha recordado la crisis no resuelta de Medio Oriente, -nos decía- donde dos pueblos, el israelí y el palestino, están llamados a vivir uno junto al otro, igualmente libres y soberanos y recíprocamente respetuosos»; añadiendo, que «ante el empeoramiento constante de la crisis medio-oriental, … su solución nunca podrá ser impuesta recurriendo al terrorismo y a los conflictos armados»; para referirse luego a «la amenaza de una guerra que podría recaer sobre las poblaciones de Irak, tierra de los profetas, poblaciones ya extenuadas por más de doce años de embargo».
Ante tales sombrías perspectivas, el Santo Padre renovaba lo que ha sido una constante doctrinal de su Magisterio sobre la Paz: «La guerra nunca es un medio como cualquier otro, al que se puede recurrir para solventar disputas entre las naciones». Y, remitiéndose a la Carta de las Naciones Unidas y al derecho internacional, precisaba que el recurso a la guerra «no puede adoptarse, aunque se trate de asegurar el bien común, si no es en casos extremos y bajo condiciones muy estrictas, sin descuidar las consecuencias para la población civil, durante y después de las operaciones».
LA ORACION ABRA EL CAMINO CIERTO DE LA PAZ
Sí, con el Papa, debemos de sostener con la humildad de nuestras convicciones, inspiradas en el amor y la paz de Cristo: ¡es posible cambiar el curso de los acontecimientos! ¡Es posible avivar eficazmente el diálogo leal, la solidaridad entre los Estados, el ejercicio tan noble de la diplomacia, la actuación de las Naciones Unidas, la comprensión mutua entre pueblos, sociedades y comunidades religiosas! ¡Es posible recrear un nuevo clima para la paz! Estamos a tiempo. Contamos con la fuerza superior de la oración, puesto que «la oración por la paz no es un elemento que «viene después» del compromiso por la paz. Al contrario, está en el corazón mismo del esfuerzo por la edificación de una paz en el orden, en la justicia y en la libertad. Orar por la paz significa abrir el corazón humano a la irrupción del poder renovador de Dios» (Juan Pablo II, Mensaje Jornada de la Paz 2002, 14).
Nadie puede pues quitamos la esperanza firme de la paz, ni nadie debe de resignarse ante el reto de su posible y eficaz realización. La oración intercesora de Nuestra Madre, la Virgen María, Madre de los que sufren y consoladora de los afligidos, no nos abandonará si acudimos a Ella con el rosario en las manos y la plegaria humilde, confiada y arrepentida en el corazón. Hagámoslo ya desde esta noche de Vigilia de Oración en su Catedral de La Almudena. Al invocarla en la Plegaria Eucarística no olvidemos que Ella es Vida, Dulzura y Esperanza nuestra: la Reina de la Paz.
AMEN.

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