La clave espiritual de un pontificado excepcional

«Señor tú lo sabes todo. Tú sabes que te amo»

Mis queridos hermanos y amigos:
El próximo jueves, día 16 de octubre, se cumplen veinticinco años de la elección de Juan Pablo II como Sucesor de Pedro, Obispo de Roma y Pastor de la Iglesia Universal. Los motivos para la acción de gracias al Señor por uno de los pontificados más largos y fecundos de la historia de la Iglesia son muchos y hondos. Las razones para la gratitud a la persona de un Papa que se ha gastado y desgastado literalmente hasta el límite de sus fuerzas físicas y con el riesgo de su propia vida en bien de la Iglesia y al servicio de la humanidad trascienden el plano de la pura valoración calculadora y racionalista de sus méritos -por otro lado inmensos- para situarse en esa profunda y emocionada percepción del corazón de los hijos, conscientes de la entrega heroica de un padre y pastor que no ha conocido descanso en todos los años de su servicio al Pueblo de Dios.
Se ha hablado -y se hablará- mucho estos días del balance del pontificado de Juan Pablo II, el Papa que vino de Polonia. Él se ha retratado a sí mismo como «hijo de la nación polaca, que se ha considerado siempre europea, por sus orígenes, tradiciones, cultura y relaciones vitales; eslava entre los latinos y latina entre los eslavos» (Discurso europeísta, Santiago de Compostela, 9.XI.1982). Sin embargo, no ha habido un Papa que haya proyectado y ejercido más universalmente el ministerio de Pastor supremo de la Iglesia que él. Los observadores se fijarán mayoritariamente en sus aspectos más espectaculares y llamativos tanto desde la perspectiva de la historia eclesiástica como de la historia general contemporánea. No se omitirá ni la alusión al gigantesco impulso apostólico proveniente de su incansable actividad misionera a lo largo y a lo ancho de todo el planeta; ni el aliento espiritual que ha recibido la Iglesia para proclamar el Evangelio de la Esperanza como una nueva promesa de vida para ella y para el hombre, su hermano; y mucho menos se olvidará su contribución decisiva para el establecimiento pacífico de un nuevo orden político en Europa, basado en el respeto y promoción de la dignidad de la persona humana, de sus derechos fundamentales y de la solidaridad, afirmada y practicada con sentido de bien común. Contribución, por cierto, realizada de modo nada político y de esencia netamente humana y cristiana.
No hay duda de que se trata de visiones de lo que ha significado el ministerio de Juan Pablo II en estos veinticinco años de pontificado, objetivas y a menudo brillantes, aunque a todas luces incompletas e insuficientes. Lo capta y comprende así la intuición cordial de los hijos que mediante la luz del Espíritu Santo penetra más profunda y cabalmente en el lugar propio, teológico y sobrenatural, del oficio del Sucesor de Pedro: el de su condición de Vicario de Cristo para la Iglesia Universal y para toda la familia humana. El estilo y forma como lo ha configurado Juan Pablo II supera y rompe todos los balances calculados en claves de tiempo y eficacia histórica. El Papa ha profesado la Verdad de Jesucristo, el Hijo de Dios hecho carne en el seno de la Virgen María y Redentor del hombre, con una firmeza, claridad y centralidad personal y pastoral extraordinariamente luminosa y fecunda para toda la comunidad eclesial -pastores y fieles-, que se han sentido vigorosa y vibrantemente confirmados en su fe. Él ha mostrado un amor a Jesucristo de finísima calidad, fiel reflejo de la respuesta de Pedro cuando el Maestro ya resucitado, en los encuentros de la definitiva despedida, le pregunta «si le ama más que éstos», confiándole a continuación el cuidado pastoral de «sus ovejas». Es más, no constituye una muestra de cariño exagerado si afirmamos que aquella respuesta -«Señor, tú lo sabes todo. Tú sabes que te amo» (Jn 21,17)- resuena hoy al filo histórico del Tercer Milenio espléndida de verdad y de vida en el testimonio y compromiso pastoral de quien es hoy su Sucesor, Juan Pablo II.
El actual Papa nos ha enseñado a amar más, y más fielmente, a Jesucristo; nos ha ayudado a entusiasmarnos con Él y con su Evangelio; nos ha animado a llevar el Evangelio como el don de la vida y de la verdadera esperanza a los hombres de nuestro tiempo, amándolos de verdad, especialmente a los que más lo necesitan; nos ha hecho arder en el afán de evangelizar de nuevo -por amor- en la comunión plena de la Iglesia, eucarística, santa, católica y apostólica; nos ha impulsado a amar a María, la Madre del Señor y Madre nuestra, con renovada ternura… ¿Servirá la categoría de «balance» para resumir y expresar las razones de nuestra gratitud a Juan Pablo II en esta efemérides gozosa del 25 aniversario de su elección como Sucesor de Pedro? Estoy seguro que no. El valor humano y cristiano de toda una vida de amor incondicional a Cristo y a su Iglesia -a nosotros-, como ha sido la del Papa en estos veinticinco años de Pastor de la Iglesia Universal y de servidor incansable de la humanidad, excede las posibilidades expresivas de una simple fórmula contable.
Oremos, pues, profundamente agradecidos, por Juan Pablo II, con la insistencia y el fervor propio de los hijos que sienten muy cercana su solicitud paternal y su guía pastoral clarividente en los caminos de la fe y de la esperanza que conducen a la casa del Padre. Oremos especialmente en ese día en que toda la Iglesia, unánime, lo recordará con la misma emoción como lo hizo con Pedro en momentos graves y cruciales de su ministerio. Confiémoselo a la Virgen de la que se ha declarado todo suyo: «Totus tuus».
Con todo afecto y mi bendición,

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