Educar para la paz.

Educar en “la verdad, la justicia, el amor y la libertad”

Mis queridos hermanos y amigos:

“Educar para la paz” ha sido el lema del Mensaje del Santo Padre para la tradicional Jornada de la Paz del primero de año que acaba de comenzar. Juan Pablo II ha querido volver, por un lado, a llamar la atención sobre el contenido de lo que fue su primer Mensaje para esta Jornada en su primer año de Pontificado, el 1 de enero de 1979; y ha querido, por otro, hacernos tomar conciencia de la urgencia especialmente grave y aguda de la necesidad de educar para la paz en un momento extraordinariamente complejo y delicado para el futuro de la paz del mundo como es el actual, en el que la humanidad necesita más que nunca reencontrar la vía de la concordia, al estar estremecida por egoísmos y odios, por afán de poder y “deseos de venganza”

El Papa recuerda cómo de la iniciativa de su predecesor Pablo VI al instaurar una Jornada Mundial de la Paz, haciéndola coincidir con el día primero del año civil, ha surgido a través de los Mensajes anuales pontificios dirigidos al mundo, primero por el propio Pablo VI y, luego, por él mismo, como “una ciencia” o “glosario de la paz”: “fácil de entender para quien tiene el ánimo bien dispuesto, pero al mismo tiempo extremadamente exigente para toda persona sensible al provenir de la humanidad”. Esta doctrina pontificia sobre la paz gira en torno a unos postulados esenciales:

– “La Paz es posible. Y, si es posible, la paz es también una necesidad apremiante”.
– Las bases de la paz son: “la verdad, la justicia, el amor y la libertad”.
– Para conseguir la paz hay que apelar “a la fuerza del derecho”, no “al derecho de la fuerza”.

Los mejores esfuerzos históricos a favor de la paz, iluminados y alentados por la visión cristiana del hombre redimido y salvado por Aquél, cuyo nacimiento fue saludado por los Angeles con el más bello canto a la paz, que jamás hubiese escuchado oído humano -“Gloria a Dios en el cielo y paz en la tierra a los hombres que ama el Señor”-, y por cuya sangre derramada en la Cruz puso en paz todas las cosas del cielo y de la tierra, fueron trágica y brutalmente truncados en la Segunda Guerra Mundial. Usando del derecho a la fuerza implacable y ferozmente, se desató en toda la geografía del planeta durante seis terribles años “una espiral de violencia, destrucción y muerte como nunca se había conocido hasta entonces”. Ante aquella guerra y sus dolores indecibles se produjo una profunda reacción moral y religiosa en la conciencia de toda la humanidad que se tradujo en la aspiración de ¡nunca más la guerra! Un principio de ética humanista debería presidir en el futuro el destino de la familia humana y una nueva forma de organizarse jurídicamente: el del respeto inviolable a la dignidad de toda persona humana y de sus derechos fundamentales. La recién creada Organización de las Naciones Unidas sería su instrumento de realización a escala mundial. Los ecos del pensamiento filosófico y teológico cristiano impregnaron este nuevo capítulo de la historia de los empeños universales por la gran causa de la paz. Todos sabemos hasta dónde llegó el ideal que alumbró el nacimiento de las Naciones Unidas y hasta dónde se impulsó otra realidad muy distinta y distante: la de sus constantes incumplimientos y violaciones abiertas. La llamada “guerra fría”, los conflictos de carácter regional de los nuevos países descolonizados del Tercer Mundo, la permanente situación de guerra, solapada o abierta, en el Oriente Medio… etc. hablan de cuán lejos ha quedado lo realmente alcanzado en el camino de la paz de las expectativas y previsiones de la inmediata postguerra. “La funesta plaga del terrorismo”; en frase de Juan Pablo II, vendría luego a ensombrecer aún más el panorama actual de la paz en el mundo globalizado de nuestros días.

El Papa reclama, por ello, una reforma de los organismos internacionales capaz de responder a estos nuevos peligros para la paz del mundo de los que son protagonistas no ya principalmente los Estados sino grupos internacionales, que él describe como entes derivados de la disgregación de los Estados mismos, o vinculados a reivindicaciones independentistas, o bien relacionados con aguerridas organizaciones criminales: Estas novísimas y siniestras amenazas precisan no sólo de la respuesta interna de los Estados y de la aplicación judicial y policial de un justo ordenamiento jurídico, sino también de un decidido desarrollo del derecho internacional de los órganos de las Naciones Unidas que permitan y posibiliten eficazmente la prevención, y, en su caso, la sanción de los atentados y crímenes terroristas. Sin olvidar, por supuesto, las medidas de carácter político y pedagógico, dirigidas a mejorar la situación de los derechos humanos -los civiles, sociales, económicos y culturales- en los países más atribulados y pobres del planeta. En una palabra, se requiere un decidido y vigoroso impulso de educación de las personas y los pueblos en “la verdad, la justicia, el amor y la libertad”. El Papa no vacila en alertar de que “por sí sola la justicia no basta. Más aún pueda llegar a negarse a sí misma, si no se abre a la fuerza más profunda que es el amor”. No lo dudemos: “sólo una humanidad en la que reine ‘la civilización del amor’ podrá gozar de una paz auténtica y duradera”.

“OMNIA VINCIT AMOR”: Todo lo vence el amor. Aquí se encuentra el lugar propio y la aportación insustituible de los cristianos en la promoción de la gran causa de la paz, iniciando ya el Tercer Milenio de la historia después de Cristo, “el Príncipe de la Paz”.

¿Cómo no? Confiemos el don de la paz, con la oración humilde y perseverante, a la Santísima Virgen María, Madre de Dios, de Dios que “es el amor”, la que nos ha traído con su Hijo, el don irreversible de la paz.

Con los deseos de un nuevo año, Año Santo en Santiago de Compostela, lleno de frutos de paz y de bien para todos los madrileños, y mi bendición,

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