La supremacía absoluta de Dios

La aportación específica de la vida consagrada a la Iglesia en Europa

Mis queridos hermanos y amigos:

La Fiesta de la Presentación del Señor en el Templo viene siendo celebrada entre nosotros como una jornada muy adecuada para recordar y agradecer el valiosísimo servicio que presta a la Iglesia la vida consagrada. Desde los primeros siglos de la implantación y crecimiento de las primeras comunidades cristianas hasta el presente, no han dejado de multiplicarse en la Iglesia los más ricos y variados modelos de vida consagrada. Siglos aquellos envueltos en la persecución y fecundos por el martirio de tantos de sus hijos e hijas a lo largo y a lo ancho de todos los confines del Imperio Romano. San Antonio Abad es uno de los exponentes más eximios de esos cristianos de los primeros siglos que aportaban a la siembra y al crecimiento de la semilla evangélica, regada por la sangre de los mártires, el testimonio heroico de una vida de seguimiento del Señor, interpretada y amada como una ofrenda diaria de todo lo que el hombre es y posee de más valioso: los bienes de la tierra, el amor humano, la libertad…; es decir, como una ofrenda de amor indivisible, semejante en su raíz y fin a la oblación de los mártires. No hay duda, la vida consagrada, como tan bellamente enseña el Concilio Vaticano II, es inseparable del Misterio de la Iglesia y pertenece “inquebrantablemente a su vida y santidad” (LG 44).

A la Iglesia le va mucho en el florecimiento y el vigor espiritual y apostólico de la vida consagrada. Sin cristianos consagrados, entregados por entero “al servicio de Dios, amándole por encima de todo”, “destinados al servicio y al honor de Dios” por medio de los votos -o de otros compromisos sagrados parecidos- de pobreza, castidad y obediencia, le faltará el modo más vivamente expresivo del vínculo indisoluble que la une a Cristo, su Esposo, y de este modo se verá privada del instrumento más precioso para vivir fielmente la perfección de la caridad, o lo que es lo mismo, el amor de Cristo virgen, pobre y obediente que se desborda en su Cruz Gloriosa para la salvación del hombre y del mundo.

No puede, por ello, sorprender la grave llamada de atención del Papa acerca de “la preocupante escasez de seminaristas y de aspirantes a la vida religiosa sobre todo en Europa Occidental” que nos ha hecho llegar a través de la Exhortación Postsinodal “Ecclesia in Europa” (n. 39). Es evidente que el anuncio, la celebración y el servicio del Evangelio de la Esperanza, no podrán desarrollar toda su eficacia evangelizadora en la sociedad europea, y, sobre todo, entre sus jóvenes generaciones, sin un nuevo renacimiento de la vocación y el testimonio de vida consagrada por el Reino de los Cielos. El examen de conciencia se nos impone pues a todos, a pastores y fieles, y naturalmente, de un modo específico e insustituible, a las propias familias religiosas e institutos seculares. La situación europea -de su cultura, de su conciencia moral y espiritual colectiva, de las corrientes intelectuales dominantes, etc.- nos pueden ayudar a discernir cuál es el itinerario personal y comunitario que hemos de seguir en esta toma de conciencia eclesial a la luz de los signos de la voluntad de Dios. La citada Exhortación Postsinodal habla abiertamente de “un contexto contaminado por el laicismo y subyugado por el consumismo”, por una parte, pero, también, de “una demanda de nuevas formas de espiritualidad”, por otra, como aspectos “que caracterizan la actual fisonomía cultural y social de Europa”. Y extrae la siguiente conclusión: la respuesta que emerge de “los signos de los tiempos” se ha de encontrar “en el reconocimiento de la supremacía absoluta de Dios, que los consagrados viven con su entrega total y con la conversión permanente de una existencia ofrecida como auténtico culto espiritual”. Porque de ahí se seguirán necesariamente la capacidad para vivir y mostrar la fraternidad evangélica como el estilo nuevo de convivencia y de relaciones interpersonales en la Iglesia y en la sociedad, marcadas por el amor que sana y rejuvenece toda comunidad humana, la atención y el cuidado desinteresado y sacrificado de los más necesitados y la obra de evangelización entre nosotros y en otros Continentes. ¡Sólo Dios es el Creador y el Salvador del hombre!

¿No nos será pues muy urgente acudir de nuevo al “Templo” para encontrarnos con María que va a presentar al Señor a Jesús, su Hijo, de acuerdo con lo escrito en la ley del Señor: “todo primogénito varón será consagrado al Señor y para entregar la oblación como dice la ley del Señor…” (Lc 2, 22-24)? ¿No nos apremiará el impulso de unirnos a ella en la afirmación inequívoca, de mente y de corazón, de la primacía de la voluntad salvífica del Señor? Y todo ello, haciéndolo sin miedo a la espada que nos podrá también a nosotros traspasar el alma como le ocurrió a Ella (cfr. Lc 2, 35). Sólo desde esa actitud oblativa, compartida con María, será posible ambicionar los carismas mejores y, sobre todo, el carisma por excelencia, el que no pasa nunca: el amor. Porque como nos dice provocativamente San Pablo: “Podría repartir en limosnas todo lo que tengo y aún dejarme quemar vivo: si no tengo amor de nada me sirve”  (1 Cor 13, 3).

A la Virgen Santísima de La Almudena le pedimos con fervor y esperanza que acertemos con Ella en la apertura de ese camino de renovación de la vida consagrada y de la nueva evangelización de Europa tan antiguo y tan nuevo: el de “los consejos evangélicos” vividos como una consagración incondicional a Dios Padre, con Jesucristo, en la fuerza transformadora del Espíritu Santo. No lo olvidemos: ¡“Solo Dios basta”!

“Seducidos por Jesús” serán posibles el amor y, con el amor, una nueva era de justicia y de paz.

Con todo afecto y mi bendición,

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