Se manifestó el Señor. Luz de los pueblos.

Mis queridos hermanos y amigos:

El Señor se ha manifestado de nuevo como Luz de las gentes. Así aconteció cuando los Magos de Oriente vieron su estrella y acudieron a adorarle en Belén de Judá, donde se encontraba: “entraron en la casa, vieron al niño con María, su madre, y cayendo de rodillas le adoraron; después abriendo sus cofres, le ofrecieron regalos: oro, incienso y mirra”. Jesús no se ocultó a nadie, ni a los hijos de Israel, ni a ninguno de los pueblos de la tierra. Su condición de Mesías, de Salvador, enviado por Dios para la salvación del hombre, se puso de manifiesto desde el primer momento de su existencia terrena. No sólo María, la Virgen de Nazareth, que lo concibió por obra y gracia del Espíritu Santo, y su esposo San José -ambos le pusieron el nombre de Jesús como les había indicado el Ángel- sino también los pastores y otros fieles de Israel reconocieron que aquel Niño era el Mesías de Dios, el Salvador prometido y anunciado por los Profetas; pero además lo hicieron así aquellos gentiles piadosos que esperaban anhelantes la intervención salvadora de Dios en la historia del hombre y que lo vieron como la luz definitiva para sus pueblos. Tampoco esconderá Jesús su condición de Mesías de Dios cuando da comienzo a su vida pública. El gesto de pedirle y exigirle a Juan  su bautismo, un bautismo de penitencia y conversión para implorar el perdón de los pecados, demostraba abiertamente la verdadera naturaleza de quién era Él y de su misión, aclarada y confirmada por la voz del Padre cuando salía de las aguas del Jordán: “Este es mi Hijo, el amado, mi predilecto”. La actualidad de la Epifanía de Jesucristo el Salvador y Redentor del hombre sigue viva. Cristo no escamotea al hombre de hoy ni su divinidad, encarnada auténticamente en una naturaleza humana como la nuestra menos en su debilidad pecadora, ni la razón de ser y el objetivo de su misión: que reine Dios en la existencia de cada hombre y de la humanidad entera; para lo que es imprescindible la confesión y el arrepentimiento de los pecados y un cambio radical de vida. Si Dios reina, todo el hombre con su entorno -el mundo y la creación- sana, se recompone, florece y madura en frutos de vida y felicidad eternas. El Señor enseñará  luego a sus discípulos a implorar de su Padre ¡ venga a nosotros tu Reino, hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo!

Es bien conocida la caracterización de lo que se denomina por muchos lo típico de la cultura y el pensamiento de nuestro tiempo como “el silencio” e, incluso, “la muerte de Dios”. No sólo son corrientes muy poderosas de la filosofía, de la literatura y del arte contemporáneo las que se han adherido activamente a este olvido o negación de la presencia de Dios en los destinos del mundo y de la historia; también hombres de acción, personajes influyentes en los más diversos ámbitos de la vida pública, han promovido concepciones de la vida y fórmulas de conducta como si Dios no existiese. Y ¿cómo no? la experiencia generalizada, casi universal, de las tragedias sufridas por la humanidad en el último siglo, impotente para detenerlas, ha tentado a muchos de nuestros contemporáneos a pensar en una ausencia de Dios, indiferente ante el inmenso dolor del hombre, sobre todo del más débil e indefenso: de los niños, los enfermos, los ancianos… Sin embargo, la pregunta se alzaba rigurosa y verdadera para todo el que quería ver y actuar sin engaño: ¿lo que estaba y está ocurriendo no se debe precisamente a la obcecación obstinada de las conciencias -quizá de la conciencia colectiva o mentalidad imperante- que se oponen firmemente en la vida, y a la hora de configurarla privada y públicamente, a la luz de la verdad de Dios, manifestada en Jesucristo para siempre desde aquella noche luminosa del Nacimiento de Belén -¡puro esplendor, por cierto, en la mañana del Domingo de la Resurrección!-? Lo que ha pasado a lo largo y a lo ancho del mundo contemporáneo y lo que está teniendo lugar en nuestros días es que el hombre escapa de Dios, lo desafía como a un rival y le cierra herméticamente las puertas de su corazón: a su verdad, a su gracia y a su ley. Los resultados de desgracia y muerte no se dejaron ni se dejarán esperar.

El tiempo litúrgico de la Epifanía constituye, por tanto, para la Iglesia y singularmente para nuestra Archidiócesis, que se encuentra a muy pocas fechas del inicio de la Asamblea del Tercer Sínodo Diocesano, un reto misionero de primer magnitud: no urge únicamente el que la luz del Niño Dios brille en los pueblos a donde apenas ha llegado el anuncio del Evangelio, sino también, y con una gravedad evidente, que lo haga entre nosotros mismos: en el alma y en los estilos de vida de las jóvenes generaciones y de la sociedad en general. ¡Su Salvación, nuestra salvación, están en juego!

Con María, la Virgen Madre de Jesús, Nuestra Señora de La Almudena, unidos piadosa y filialmente a Ella, nos será posible responder a ese reto con entrega apostólica generosa y con frutos de nueva evangelización.

Con todo afecto y mi bendición,

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