Carta con motivo del inicio solemne del Pontificado del Santo Padre, Benedicto XVI

Mis queridos hermanos y hermanas en el Señor:

El Domingo, nuestro Santo Padre, Benedicto XVI, iniciará solemnemente su ministerio como Romano Pontífice y Pastor de la Iglesia Universal. Elegido por el Colegio de los Cardenales electores siguiendo las normas canónicas vigentes el pasado martes día 19 de abril, y después de haber aceptado su elección, el nuevo Papa recibía directamente del Señor la misión, el mandato y la autoridad de ser “Pedro” para su Iglesia: “el pueblo y ovejas de su rebaño”. “Tu es Christus” -”Tú eres Cristo”- había confesado el elegido por sus hermanos los Obispos miembros del Colegio Cardenalicio, dirigiéndose a Jesucristo, el Cabeza y Pastor invisible del nuevo Pueblo de Dios. “Tu es Petrus” -”Tú eres Pedro”- le había replicado el Señor, añadiendo “y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. A ti te daré las llaves del Reino de los Cielos; y lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos” (cfr. Mt 16, 13-20).

La proclamación de este pasaje del Evangelio de San Mateo después de las palabras de aceptación revelaba con claridad meridiana a todos los presentes, a toda la comunidad de los fieles católicos y a todo el mundo quién era el protagonista principal de lo que estaba ocurriendo, con qué fuerza y legitimación se estaba actuando y quién inspiraba el acontecimiento y lo asistía. ¡No había duda! El Señor Jesús, el Resucitado, en este preciso momento histórico de la humanidad que ha iniciado la andadura del Tercer Milenio, seguía de manera efectiva eligiendo y constituyendo a “Pedro” como el principio y fundamento visible de la unidad de fe y de comunión para su pueblo. ¡Su Espíritu, el Espíritu Santo, se había hecho presente y operante en la actualización de ese diálogo de fe y de amor entre el Señor y el nuevo Sucesor de Pedro!

En el marco incomparable de la Capilla Sixtina, delante de Cristo que va a juzgar a vivos y muertos, tan genialmente representado en el fresco de Miguel Ángel, la acción litúrgica, en la que se desarrollaba el acto, subrayaba la hondura espiritual de lo que se contemplaba y de lo que se vivía. El Señor le preguntaba al nuevo Sucesor de Pedro si le amaba “más que éstos” y escuchaba del elegido como respuesta un sí tembloroso, sencillo y humilde que se confiaba totalmente a su amor misericordioso y al cuidado maternal de su Madre, la Santísima Virgen María. ¡No había miedo! Estaba dispuesto a apacentar sus ovejas (cfr. Jn 21, 15-19). La Iglesia recibía así del mismo Cristo, su Cabeza y Esposo, un nuevo Pastor supremo: la Iglesia Universal y las Iglesias Particulares en las que está verdaderamente presente y actúa la Iglesia de Cristo, una, santa, católica y apostólica” (ChD 11). ¿Cómo no dar gracias fervientes al Señor por el don que nos ha hecho del nuevo Papa? ¿Y cómo no vivir estos momentos tan trascendentales en la historia de la Iglesia contemporánea en un clima de plegaria incesante y unánime por el nuevo Romano Pontífice que “como sucesor de Pedro -según hermosas palabras del Concilio Vaticano II- es el principio y fundamento perpetuo y visible de unidad, tanto de los Obispos como de la muchedumbre de los fieles?” (Lg 23).

El acontecimiento de la elección del nuevo Papa, Benedicto XVI, ha estado rodeada -como lo estará también la misa del inicio solemne de su ministerio de Pastor Universal- de un interés informativo espectacular y de una expectación social que no conoce fronteras. El mundo, entendido en el sentido más descriptivo de la expresión -las naciones y pueblos de la tierra, sus gentes y sus gobernantes-, han seguido paso a paso lo que sucedió en Roma ya en los días del fallecimiento y de las exequias de nuestro amadísimo Juan Pablo II y ahora con la elección de Benedicto XVI, y manifestando una actitud de respeto y -¿por qué no querer verlo?- de esperanza para el bien de la humanidad que nos admira y conmueve. Las voces críticas y discordantes no han logrado empañar ni perturbar este ambiente de reconocimiento agradecido y de deseo de buenos augurios para un nuevo futuro de concordia y de paz en todos los puntos de la tierra y en todas aquellas situaciones típicas del hombre contemporáneo, marcadas por el desánimo, el sufrimiento y el ansia de ser curados y salvados. Los creyentes, los hijos de la Iglesia, debemos alegrarnos por ello y compartir esta necesidad de obtener razones para la esperanza que siente tanta gente y que demandan, sobre todo, las generaciones más jóvenes de la sociedad contemporánea. Pero debemos ir más allá: es preciso profundizar en el significado cristológico y espiritual del Ministerio de “Pedro” para la Iglesia y la evangelización del mundo, apropiarlo con una renovada profesión de fe según la doctrina del Concilio Vaticano II sin reservas y recortes intelectuales y pastorales raquíticos, y unirnos, especialmente en la celebración de este Domingo, a la oración de toda la Iglesia por nuestro Santo Padre, Benedicto XVI, y por la fecundidad evangélica de su ministerio para el bien de la Iglesia y de todos los hombres, sobre todo de los más necesitados de la gracia misericordiosa del Señor y del amor fraterno de los cristianos en el cuerpo y en el  alma.

La muestra quizá más auténtica de la acogida fiel y generosa de lo que el Señor nos pide en este momento inicial del Pontificado de Benedicto XVI es responder positivamente con una actitud de obediente comunión a lo que él nos ha propuesto ya como líneas de futuro de su ministerio al servicio de una renovada vida cristiana y de la acción pastoral y apostólica de la Iglesia ante esta nueva etapa de su historia que comienza solemnemente el próximo Domingo, a saber: el anteponer a Cristo a todas las cosas; vivir toda la riqueza espiritual del Sacramento de la Eucaristía en este año dedicado a su mejor conocimiento, a su mayor veneración y a su más auténtica y vigorosa experiencia en el interior de la vida cristiana de cada persona y de toda la comunidad eclesial, con el reconocimiento renovado de la presencia real del Señor en este Santísimo Sacramento, con la importancia decisiva de la celebración diaria de la Santa Misa para la vida del sacerdote y de la comunidad cristiana y, muy significativamente, como la fuente del amor verdadero que mueve y sostiene la ofrenda de todo lo que poseemos y somos en favor del amor a los más pobres y a los más débiles dentro y fuera de la comunidad eclesial; y, finalmente, ofrecer la luz de Cristo y no la propia en la acción evangelizadora, especialmente en el diálogo con los jóvenes, abierto por Juan Pablo II con contenidos y estilos originales y profundamente evangélicos que tanto les han fascinado, y que el nuevo Papa se propone continuar: Luz de Cristo que quiere llevar también al corazón de un nuevo empeño ecuménico por la unidad de la Iglesia y al centro mismo del diálogo interreligioso e intercultural.

¡Sigamos al Papa Benedicto XVI por este camino de esa “Iglesia más valiente, más libre y más joven” que nos legó Juan Pablo II y que él nos propone hacer avanzar con nuevas perspectivas y esperanzas! No abrigo la menor duda de que nuestra queridísima Archidiócesis de Madrid, que celebra en la víspera de la inauguración solemne del “ministerio petrino” del nuevo Obispo de Roma la última sesión plenaria de la Asamblea de su III Sínodo Diocesano, mirando con ilusión creyente y apostólicamente comprometida el objetivo de la transmisión de la fe a todos los madrileños, le seguirá sin vacilación. Pidamos insistentemente al Señor por nuestro Santo Padre, Benedicto XVI, Papa de la reconciliación y de la paz, de la revitalización cristiana de las raíces de Europa, el que va a anteponer a Cristo a todas las cosas en el servicio humilde en la viña del Señor y en la cercanía al hombre más doliente de nuestro tiempo, y encomendémoslo amorosamente a la Virgen María, Madre de la Iglesia, nuestra Madre y Señora de La Almudena.

Con todo afecto y mi bendición,

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