COMUNIÓN MISIONERA, GOZO DEL EVANGELIO. Carta Pastoral de la Archidiócesis de Madrid Curso 2014-2015

Madrid, 15 de junio de 2014

                                                                                                               Dedicación de la Santa Iglesia Catedral

Mis queridos hermanos y amigos:

 

En el corazón de todo cristiano que es consciente del don inmenso que ha recibido -la fe de la Iglesia- brota el agradecimiento a Dios y a los hermanos como primer paso del camino. Por eso, a la hora de mirar hacia el Año Pastoral que nos aguarda, es necesario renovar en nosotros el agradecimiento de la fe: «la alegría evangelizadora siempre brilla sobre el trasfondo de la memoria agradecida» 1.

  1. Una etapa excepcional en la historia de la Iglesia

A lo largo de los dos mil años que han transcurrido desde la Resurrección del Señor y el don del Espíritu a María y a los Apóstoles en el cenáculo, el agradecimiento ha acompañado siempre la conciencia cristiana. Hoy podemos decir con toda razón que, en estos últimos cincuenta años de historia de la Iglesia, hemos asistido a un florecimiento de santidad, fruto de la obra del mismo Espíritu, verdaderamente excepcional. Un florecimiento de aquella semilla, potente y sobrenatural, que Romano Guardini identificó con acierto hablando del «renacer de la Iglesia en las almas» 2.

El «Papa bueno»: con este nombre hombres y mujeres, creyentes y no creyentes, identificaron la figura de San Juan XXIII. Siguiendo el rastro que el esplendor de la verdad deja siempre a su paso, los protagonistas de la segunda mitad del siglo XX pudieron verdaderamente llamar «bueno» a este Papa que Dios donó a la Iglesia para abrirla de par en par a la tarea de anunciar a Jesucristo, luz y esperanza para todos los hombres y mujeres de nuestro tiempo. A Juan XXIII debemos la convocatoria del Concilio Vaticano II, acontecimiento eclesial que fue, en palabras de San Juan Pablo II, «un don del Espíritu a su Iglesia. Por este motivo -continúa el Papa- sigue siendo un acontecimiento fundamental, no sólo para comprender la historia de la Iglesia en este tramo del siglo, sino también, y sobre todo, para verificar la presencia permanente del Resucitado junto a su Esposa entre las vicisitudes del mundo» 3.

Pablo VI, cuya beatificación será celebrada en Roma el próximo 19 de octubre, fue un pastor de aguda sensibilidad cristiana y cultural. Supo guiar a la Iglesia en los difíciles años del postconcilio, sin ahorrarse el sufrimiento, y se hizo peregrino y misionero en los cinco continentes. El fue, no lo olvidemos, el Papa de la Evangelii nuntiandi, aquel que identificó el impulso misionero y pastoral del Vaticano II con la llamada a la nueva evangelización 4.

Con el corazón todavía estremecido por la repentina muerte de Juan Pablo I, cuya sonrisa nos había conquistado desde el primer instante, escuchamos expectantes las palabras con las que el Papa venido del este de Europa dio inicio a su pontificado: «¡No tengáis miedo! ¡Abrid, más todavía, abrid de par en par las puertas a Cristo!» 5. De par en par: sin duda podemos describir los años del pontificado de Juan Pablo II como una etapa de gran fervor apostólico. Guiados por su magisterio y por sus gestos proféticos, poco a poco las Iglesias en el mundo entero y cada fiel íbamos comprendiendo más y mejor que nada hay verdaderamente humano que no encuentre eco en el corazón del cristiano. En efecto, las palabras de la constitución pastoral Gaudium et spes – «la Iglesia por ello se siente íntima y realmente solidaria del género humano y de su historia» 6 – cobraron carne en la santidad del Papa polaco.

Pero la gracia de Dios siembre sobreabunda. Tras el pontificado de San Juan Pablo II, Benedicto XVI, «simple y humilde trabajador de la viña del Señor» como se definió a sí mismo apenas elegido sucesor de Pedro, ha iluminado el camino de la Iglesia y de los hombres de nuestro tiempo. Su enseñanza sobre la caridad y la esperanza, su profundo sentido de la adoración y del primado de Dios, han permitido a la razón de los hombres de buena voluntad no sucumbir ante los cantos de sirena de una cultura relativista, que conduce inevitablemente a la deshumanización 7. La renuncia del Papa Benedicto al ministerio petrino quedará en la historia como un incomparable acto de fe en el Espíritu que guía y sostiene a la Iglesia.

La elección del Papa Francisco y este primer año de ministerio como sucesor de Pedro son una prueba, que por ello mismo se vuelve evidente para todos, de la permanente juventud y belleza de la Esposa de Cristo. Sorprendiendo, como se suele decir, a propios y extraños, el Espíritu nos ha regalado un Papa que, en continuidad creativa con el camino de la Iglesia en estos últimos decenios, nos está llamando a una conversión más profunda que favorezca el impulso misionero a favor de todos los hombres, especialmente de los más pobres y necesitados 8.

Nos hemos detenido a considerar los Papas de nuestro tiempo porque todos ellos han sido un don gratuito que el Señor nos ha regalado. ¡A veces olvidamos que tanta gracia no es mérito nuestro! Y, quizá por ello, no nace en nosotros ni el agradecimiento ni la responsabilidad.

 

  1. El camino de nuestra Iglesia diocesana

En este caudal de gracia y gracias a él ha vivido nuestra Iglesia diocesana en estos años.

Vuelve a nuestra memoria la primera Carta Pastoral que escribí como arzobispo de Madrid, publicada el 15 de mayo de 1995. Tras las huellas de la renovación conciliar, quisimos que el título de esa carta fuese «Evangelizar en la comunión de la Iglesia». En ella se expresaba el núcleo de lo que ha querido ser mi ministerio episcopal en Madrid: «Nos urge anunciar el Evangelio de Jesucristo resucitado, el Evangelio de la Vida, como «lo que hemos visto y oído». Nos urge este anuncio para vivirlo en verdadera «comunión», «apostólicamente», «en comunión con el Padre y con su Hijo Jesucristo». Nos urge vivir la comunión de la Iglesia auténtica y plenamente; para que tengamos Vida y Vida abundante; para que la tengan nuestros hermanos, convecinos y visitantes de Madrid, forasteros y allegados, todos, la sociedad madrileña. La misión, la fuerza misionera de la Iglesia, adquiere todo su vigor cristiano, su fascinación humana y espiritual irresistible cuando brota de la experiencia visible y encarnada de la comunión en el misterio de Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, de la experiencia pascual de la gracia y la santidad» 9.

La pasión misionera nacida de la comunión cristiana ha marcado el itinerario de nuestra Iglesia en estos años de intenso cambio social y, debemos reconocerlo, de profunda secularización. Ella era el motor de los primeros planes pastorales que tuvieron como objeto preparar la comunidad diocesana al evento del Gran Jubileo del Año 2000. Ella fue, asimismo, la fuente inspiradora del III Sínodo Diocesano, de su preparación y desarrollo, en cuyas distintas fases estuvieron implicados treinta mil fieles de toda condición y estado de vida, y también de sus constituciones y del decreto general de aplicación de las mismas, textos aprobados en la solemnidad de la Epifanía del Señor del año 2006. Las constituciones sinodales, cuyo significativo título debemos recordar: «Transmitir la fe en la comunión de la Iglesia», recogían el trabajo realizado y por realizar en torno a cinco grandes tareas: acoger y vivir el don de la fe con un impulso nuevo; fortalecer la comunión eclesial; impulsar la formación cristiana; alentar la participación de todo el pueblo de Dios en la misión de la Iglesia y dar testimonio de la caridad de Cristo sirviendo a los más necesitados. La misma pasión misionera nacida de la comunión sostuvo, además, la atención específica que dedicamos a la familia y a los jóvenes en los años sucesivos. Y, sin duda, ella ha sido el motor de la preparación y de la celebración de la Jornada Mundial de la Juventud, cuyo eco gozoso sigue resonando en nuestros corazones, y de la propuesta de la «Misión Madrid».

Los días inolvidables de la presencia de jóvenes de todo el mundo en nuestra ciudad, acompañados por sus obispos, para confesar la fe junto al Sucesor de Pedro, constituyen una clara confirmación de la afirmación profética recogida en la exhortación apostólica Christifideles laici: «la comunión genera comunión, y esencialmente se configura como comunión misionera (…) La comunión y la misión están profundamente unidas entre sí, se compenetran y se implican mutuamente, hasta tal punto que la comunión representa a la vez la fuente y el fruto de la misión: la comunión es misionera y la misión es para la comunión» 10.

De este modo, en estos años hemos profundizado progresivamente y hemos asumido, personalmente y como comunidad diocesana, la llamada a la evangelización que ha caracterizado el camino de la Iglesia desde el Concilio Vaticano II a nuestros días. Nos hemos hecho compañeros de camino de nuestros hermanos los hombres, para compartir con ellos este delicado momento histórico de transición. Por eso, con gran gozo vemos cómo el Papa Francisco confirma y nos anima con decisión a asumir este horizonte misionero que ha caracterizado la acción eclesial en Madrid.

¿Qué paso, entonces, nos espera ahora? ¿Cuál es, por así decir, el nuevo tramo del camino que estamos llamados a recorrer juntos siguiendo al Resucitado? La «Iglesia en salida», a la que nos llama constantemente el Santo Padre 11, es, como nos ha recordado recientemente la «comunidad del Resucitado», «el cuerpo del Señor» y la «prenda y promesa del Reino» 12. Si queremos ser verdaderamente misioneros, si queremos compartir con todos el gozo del Evangelio, es necesario ahondar en su origen siempre presente: la comunión con el Padre y el Hijo y el Espíritu Santo que hace de todos nosotros una sola cosa.

 

  1. El don que nos precede: la comunión
  1. a) Semana tras semana

Cada domingo, miles y miles de hombres y mujeres, ancianos, adultos, jóvenes y niños, trabajadores, jubilados, desocupados o estudiantes, con posibilidades económicas y sin ellas, más o menos instruidos, pertenecientes a todo tipo de extracción social y cultural… salen de sus casas, sin que nadie se lo imponga, y toman todos ellos un mismo camino. Se dirigen, ¡a veces de prisa y corriendo porque llegan tarde!, hacia la parroquia o al templo donde, semana tras semana, junto a sus hermanos, a los que en gran parte ni siquiera conocen por su nombre, se encuentran con el Señor Resucitado, escuchan su Palabra y comulgan su Cuerpo y su Sangre.

Domingo tras domingo, desde hace dos mil años, los cristianos nos reunimos para celebrar el día del Señor. ¿Por qué? El Papa Francisco nos lo ha recordado citando una de las frases más célebres de todo el magisterio de Benedicto XVI: «No me cansaré de repetir esas palabras de Benedicto XVI que nos llevan al centro del Evangelio: ‘No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva’» 13.

Todo nace, crece y se cumple en el encuentro con Jesús Resucitado, fuente de esperanza cierta (cf. Lc 24, 13-35). Ese encuentro que se nos ofrece, con el mayor realismo imaginable, en cada celebración de la Eucaristía, origen permanente de la comunión misionera.

En efecto, como enseña San Juan Pablo II la comunión «es el mismo misterio de la Iglesia» 14. Por esta razón, si queremos ahondar en ella es necesario que nos detengamos a contemplar un poco más de cerca cómo la Iglesia nace de la Eucaristía 15.

 

  1. b) La Eucaristía: don gratuito de la Trinidad

La comunión ante todo se recibe: no somos nosotros los que la creamos. Así lo muestra la antiquísima confesión de fe que conocemos con el nombre de «Símbolo Apostólico». Este Credo, cuando habla de la Iglesia, la denomina «communio sanctorum»: comunión de los santos que brota de la comunión en los misterios santos del Señor. En efecto, la Iglesia es comunión porque participa en los misterios del Señor, en la Eucaristía. No podemos olvidar que sólo Dios es el Santo y que sólo Él nos santifica. La santidad cristiana siempre es don del Señor que nuestra libertad está llamada a acoger, como María, asintiendo, diciendo sí, «hágase en mí según tu palabra» (cf. Lc 1, 38).

Benedicto XVI nos ayuda a contemplar este don gratuito de la Eucaristía: «En ella, el Deus Trinitas, que en sí mismo es amor (cf. 1 Jn 4,7-8), se une plenamente a nuestra condición humana. En el pan y en el vino, bajo cuya apariencia Cristo se nos entrega en la cena pascual (cf. Lc 22,14-20; 1 Co 11, 23-26), nos llega toda la vida divina y se comparte con nosotros en la forma del Sacramento (…) Se trata de un don absolutamente gratuito, que se debe sólo a las promesas de Dios, cumplidas por encima de toda medida. La Iglesia, con obediencia fiel, acoge, celebra y adora este don. El «misterio de la fe» es misterio del amor trinitario, en el cual, por gracia, estamos llamados a participar» 16.

La comunión nace en todas sus dimensiones del don trinitario de la Eucaristía, «cumbre a la cual tiende la actividad de la Iglesia y al mismo tiempo la fuente de donde mana toda su fuerza» 17. Toda la vida cristiana, en efecto, nace y culmina en la Eucaristía.

 

  1. c) «Este es el sacramento de nuestra fe»

Tras las palabras de la consagración, el sacerdote proclama: «Este es el sacramento de nuestra fe». Con esta expresión reconocemos que el mismo Jesús, cuyo Cuerpo entregado y cuya Sangre derramada se nos ofrecen en la Eucaristía como Pan de vida, es el origen de nuestra fe. Así lo enseña el Catecismo de la Iglesia Católica citando a San Ireneo: «la Eucaristía es el compendio y la suma de nuestra fe: «Nuestra manera de pensar armoniza con la Eucaristía, y a su vez la Eucaristía confirma nuestra manera de pensar»» 18.

Ninguno de nosotros, en efecto, se ha inventado la fe. Todos la hemos recibido con el Bautismo y la seguimos recibiendo, día tras día, de la Iglesia, nuestra madre, que celebra la Eucaristía para nosotros y así nos permite comulgar con el «misterio de la fe».

La comunión como núcleo del misterio de la Iglesia es siempre comunión en la fe de la Iglesia. De modo bellísimo lo recuerda el Papa Francisco en su encíclica sobre la fe: «Es imposible creer cada uno por su cuenta. La fe no es únicamente una opción individual que se hace en la intimidad del creyente, no es una relación exclusiva entre el «yo» del fiel y el «Tú» divino, entre un sujeto autónomo y Dios. Por su misma naturaleza, se abre al «nosotros», se da siempre dentro de la comunión de la Iglesia (…). Es posible responder en primera persona, «creo», sólo porque se forma parte de una gran comunión, porque también se dice «creemos». Esta apertura al «nosotros» eclesial refleja la apertura propia del amor de Dios, que no es sólo relación entre el Padre y el Hijo, entre el «yo» y el «tú», sino que en el Espíritu, es también un «nosotros», una comunión de personas. Por eso, quien cree nunca está solo, porque la fe tiende a difundirse, a compartir su alegría con otros. Quien recibe la fe descubre que las dimensiones de su «yo» se ensanchan, y entabla nuevas relaciones que enriquecen la vida» 19.

Los cristianos somos «fieles» porque confesamos en la Iglesia la fe en el Padre, el Hijo y el Espíritu, porque vivimos en la obediencia de la fe 20.

 

  1. d) «Que el Espíritu Santo nos congregue en la unidad»

La Iglesia, por tanto, es la comunión misionera de los fieles cristianos. El Concilio Vaticano II insistió mucho en esta realidad afirmando que la Iglesia es el Pueblo de Dios cuya cabeza es Cristo mismo.

En virtud del don eucarístico somos hechos una sola cosa en Cristo Jesús (cf. Gál 3,28) y, por ello, somos los unos miembros de los otros (cf. Rm 12, 5). Es la admirable sinfonía del pueblo cristiano en el que viven en comunión todas las vocaciones y estados de vida. El Concilio Vaticano II nos recuerda que el Espíritu «guía la Iglesia a toda la verdad (cf. Jn 16, 13), la unifica en comunión y ministerio, la provee y gobierna con diversos dones jerárquicos y carismáticos y la embellece con sus frutos (cf. Ef 4,11-12; 1 Co 12,4; Ga 5,22)» 21.

No seremos «Iglesia en salida» si no partimos con gratitud del recíproco reconocimiento de todas las vocaciones y oficios, de todos los dones y carismas presentes en la comunión de la Iglesia. Entre ellos ocupa un lugar del todo particular la vida consagrada, pues el estado de vida constituido por la profesión de los consejos evangélicos de castidad, pobreza y obediencia «aunque no pertenece a la estructura jerárquica de la Iglesia, pertenece, sin embargo de manera indiscutible, a su vida y santidad» 22. Nuestra Iglesia diocesana cuenta con una de las presencias más numerosas y significativas de comunidades religiosas de vida contemplativa y de vida activa en toda la Iglesia universal. Y también viven en Madrid, y en gran número, formas nuevas de vida consagrada. Todas ellas son un don que el Señor nos concede y respecto al cual tenemos una responsabilidad.

 

  1. e) Un ministerio al servicio de la unidad

Precisamente al servicio de la unidad de la fe y de la comunión, el Señor Jesús ha querido instituir en la Iglesia el ministerio apostólico, un servicio que nace del don del Espíritu conferido por el sacramento del Orden: «Para apacentar el Pueblo de Dios y acrecentarlo siempre, Cristo Señor instituyó en su Iglesia diversos ministerios, ordenados al bien de todo el Cuerpo. Pues los ministros que poseen la sacra potestad están al servicio de sus hermanos, a fin de que todos cuantos pertenecen al Pueblo de Dios y gozan, por tanto, de la verdadera dignidad cristiana, tendiendo libre y ordenadamente a un mismo fin, alcancen la salvación» 23.

Con gran alegría podemos deciros que en las visitas pastorales que con los obispos auxiliares realizamos a las parroquias de la diócesis, constatamos que los cristianos madrileños son conscientes del don del ministerio apostólico del obispo y de sus colaboradores, los presbíteros y diáconos. Un don que existe al servicio del Pueblo de Dios, para que todos los fieles vivamos recibiendo el anuncio del Evangelio, el perdón de los pecados y el Pan del cielo.

Fomentar una adecuada comprensión de este servicio esencial para la vida de la comunidad cristiana, en el horizonte de la vocación universal a la santidad, constituye una vía necesaria para que surjan y perseveren vocaciones al sacerdocio, tan necesarias para la Iglesia universal que continuamos necesitando en nuestra diócesis.

 

  1. f) Una comunión universal en el espacio y en el tiempo

No podemos olvidar que la comunión que nace de la Eucaristía, a cuyo servicio está el ministerio apostólico, es la comunión de la Iglesia católica, la cual es una comunión de Iglesias particulares «formadas a imagen de la Iglesia universal, en las cuales y a partir de las cuales se constituye la Iglesia católica, una y única» 24.

El obispo diocesano, en efecto, por su pertenencia sacramental al colegio episcopal presidido por el Papa, garantiza la comunión de la Iglesia particular que preside con todas las otras Iglesias. La comunión eclesial es siempre «católica» y sus confines coinciden con los de la misión. Nuestra Iglesia diocesana siempre se ha caracterizado por un amor filial y sincero al Sucesor de Pedro. Este amor nos abre permanentemente a las demás Iglesias y al mundo, y nos recuerda nuestra responsabilidad misionera respecto a la Iglesia universal.

Pero la universalidad de la comunión eclesial no sólo se expresa en la comunión entre las Iglesias particulares, extendidas por todo el mundo, sino que, con la fuerza de la Resurrección del Señor, atraviesa los siglos y nos hace vivir en la comunión de los santos que ya gozan de la gloria del cielo. En la Eucaristía, en efecto, entonamos nuestro canto de alabanza «unidos a los ángeles y a los santos». Esta expresión describe la verdad de las cosas: la comunión eclesial es la comunión en la Trinidad de la Virgen María, los mártires y todos los santos, de los fieles que viven en estado de purificación y de todos nosotros, peregrinos hacia la patria celeste. No podemos, en efecto, olvidar que «mirando la vida de quienes siguieron fielmente a Cristo, nuevos motivos nos impulsan a buscar la ciudad futura (cf. Hb 13, 14 y 11, 10) y al mismo tiempo aprendemos el camino más seguro por el que, entre las vicisitudes mundanas, podremos llegar a la perfecta unión con Cristo o santidad, según el estado y condición de cada uno» 25.

La Eucaristía, como hemos visto, es el origen y la luz que nos permite contemplar la belleza inagotable de la comunión misionera de la Iglesia. Una comunión que no es mérito nuestro, sino un don que recibimos con agradecimiento. Comunión de los fieles cristianos, en la variedad de vocaciones, carismas, oficios y estados de vida. Comunión jerárquica, es decir, garantizada por el ministerio apostólico. Comunión católica de todas las Iglesias presididas por los obispos, miembros del colegio episcopal cuya cabeza es el Sucesor de Pedro. Comunión de la Iglesia peregrina con la Iglesia celeste.

Ahondar en el misterio de la comunión eclesial que brota de la Eucaristía es la senda más segura para llegar a ser, cada día más, «discípulos misioneros» 26.

 

  1. Para profundizar en la comunión misionera

Es oportuno exponer ahora algunas propuestas que, a lo largo del próximo Año Pastoral, pueden ayudar a nuestra comunidad diocesana a la hora de profundizar en la comunión misionera tal y como la hemos descrito. Nos pueden ayudar a reconocer más hondamente y con mayor verdad que «la diócesis es una porción del Pueblo de Dios que se confía a un Obispo para que la apaciente con la cooperación del presbiterio, de forma que unida a su pastor y reunida por él en el Espíritu Santo por el Evangelio y la Eucaristía, constituye una Iglesia particular, en la que verdaderamente está y obra la Iglesia de Cristo, que es Una, Santa, Católica y Apostólica» 27.

 

  1. a) El domingo, día del Señor

Una primera indicación se refiere a la celebración del domingo, día del Señor y de la comunión eclesial.

Es importante que, durante este año, nuestras comunidades eucarísticas den pasos orientados a vivir una celebración dominical más consciente, activa y fructuosa por parte de toda la asamblea 28. Es necesario, sin duda, que crezca en nosotros la conciencia de que   la fuente de nuestra existencia cristiana y de nuestra comunión es Jesús mismo que, por el Espíritu, se nos ofrece en la Eucaristía para que vivamos como hijos de un mismo Padre. El cuidado de nuestros templos y del modo de estar en ellos, una adecuada educación litúrgica que introduzca en el significado de los gestos, de las oraciones y del silencio, una profundización en el llamado ars celebrandi, una atenta preparación de la homilía, una preocupación por la calidad del canto litúrgico… son algunos de los aspectos que pueden mejorar notablemente nuestras celebraciones dominicales 29. Se trata de «celebrar mejor» para «comprender y vivir más» quiénes somos: la comunión de los hijos de Dios.

Para ello también puede ser una gran ayuda favorecer el domingo como día de encuentro de toda la comunidad cristiana -adultos, jóvenes y niños, familias, sacerdotes y miembros de la vida consagrada- en el que a partir de la celebración eucarística sea posible, al menos entre grupos de familias o de amigos, compartir la comida y momentos de descanso, juego, lectura, reflexión… en los distintos barrios o sectores de la vida comunitaria. Se podría concluir la jornada con un gesto de adoración eucarística que ayudase de nuevo a reconocer el origen presente de nuestra comunión.

Será útil que en los arciprestazgos y las vicarías se pongan en común iniciativas de este tipo que puedan sugerir caminos a otras comunidades.

 

  1. b) Crecer en una comunión efectiva

La comunión que nace de la Eucaristía nos invita a crecer en una vida de comunión efectiva entre todas las vocaciones, carismas, oficios y estados de vida de la comunidad cristiana. Cada parroquia, asociación, movimiento, familia religiosa y realidad eclesial está llamada a profundizar su pertenencia a la comunidad diocesana como ámbito en el que todos los dones y responsabilidades concurren a la única misión de la Iglesia. Los actos e iniciativas diocesanas son una ocasión privilegiada para educarnos en esta comunión efectiva.

Para ello, proponemos algunas líneas de acción pastoral.

 

Matrimonio y familia

La primera de ellas quiere recoger las indicaciones del Papa Francisco a propósito de «los nuevos desafíos pastorales sobre la familia en el contexto de la evangelización» y la celebración de las dos próximas asambleas del Sínodo de los Obispos: se refiere al matrimonio y a la familia. En el contexto de nuestra sociedad es imprescindible que nuestras comunidades cristianas asuman la tarea de mostrar la belleza y la bondad -es decir, su profunda capacidad de humanización- del matrimonio como unión pública, indisoluble y abierta a la vida entre un hombre y una mujer. El Evangelio del matrimonio y de la familia es un gran «sí» de Dios y de la Iglesia al deseo de amor que vive en el corazón de todos los hombres. El alcance del desafío es de tal envergadura -pensemos en la profunda crisis demográfica, signo de la debilidad del tejido familiar y social de nuestro tiempo- que este anuncio del Evangelio del matrimonio y de la familia debe ser asumido en todas las fases de la catequesis de iniciación cristiana, de jóvenes y de adultos, obviamente de modo proporcionado. A este respecto será de gran importancia mostrar que nuestro anuncio y testimonio es expresión del corazón del Evangelio, de «la belleza del amor salvífico de Dios manifestado en Jesucristo muerto y resucitado» 30.

Pertenece al Evangelio del matrimonio y de la familia, profundizar en la vida de nuestra comunión misionera en términos de «familia de los hijos de Dios». En efecto, en algunas ocasiones la vida de nuestras comunidades está determinada más por los aspectos organizativos que por las relaciones de filiación y fraternidad propias de la Iglesia. Las relaciones familiares son imprescindibles para la madurez de nuestras comunidades, pues aseguran algunos aspectos fundamentales de la experiencia humana como son la conciencia de que existo porque soy amado gratuitamente, la maduración de la libertad, el criterio de la justicia, el bien de la autoridad que garantiza a cada uno su camino personal y vela por el bien de todos… Es importante, por ello, que la familia sea cada vez más un paradigma de la vida de la comunidad eclesial.

 

Participación y corresponsabilidad

Si nuestras comunidades crecen como «familia de los hijos de Dios» habremos encontrado un camino muy valioso para profundizar en la naturaleza y en el adecuado funcionamiento de los organismos de participación y corresponsabilidad en la Iglesia.

Como sabemos, tras el Concilio Vaticano II la Iglesia se ha dotado de diversos «consejos» -el consejo presbiteral, el consejo pastoral, el consejo económico- con el fin de favorecer la participación y la corresponsabilidad de todos los fieles que, en virtud de la iniciación cristiana, son sujetos de la única misión de la Iglesia. Y, sin embargo, tenemos que confesar que no pocas veces sacerdotes y laicos miran a estos consejos con cierto escepticismo. Es una desconfianza que nace, ciertamente, de una insuficiente vida de comunión misionera. La comunión, en efecto, no es una distribución de competencias, no es un problema organizativo. Es la vida de la familia de los hijos de Dios que el mismo Señor ha fundado y sostiene a lo largo de la historia. Todos los miembros de una familia son corresponsables del bien de la familia y lo son viviendo en primera persona su vocación y misión y testimoniándolo a los demás miembros.

Proponemos, por tanto, que el trabajo realizado por el III Sínodo Diocesano sobre «el testimonio como forma de participación en los Consejos», se traduzca en una modalidad concreta para profundizar en la vida de comunión de nuestras comunidades.

La lógica del testimonio, además, debe guiar todas las formas de apostolado seglar, asociado o no, presentes en nuestra diócesis con tanta riqueza. Ese testimonio recíproco, comunional, nos permite reconocer el valor de los distintos carismas y dones y cómo todos ellos son dados por el Espíritu para el bien de la Iglesia.

Es, por otro lado, un testimonio ante el mundo entero, un testimonio capaz de anunciar a Jesucristo y de expresar la pertenencia eclesial por encima de visiones particulares y más allá de toda reducción ideológica. En este sentido, es necesario que los fieles laicos asuman, con libertad evangélica y guiados por las enseñanzas de la Iglesia, su tarea propia de «iluminar y ordenar las realidades temporales a las que están estrechamente vinculados, de tal modo que sin cesar se realicen y progresen conforme a Cristo y sean para la gloria del Creador y del Redentor» 31.

En la medida en que profundicemos en la comunión misionera, el testimonio cristiano será más límpido y fecundo.

 

Los jóvenes

Nuestra Iglesia diocesana ha prestado siempre particular atención a la pastoral juvenil y universitaria. El Santo Padre, en la exhortación apostólica Evangelii gaudium, nos ha recordado la importancia de esta tarea. Y también ha animado a los mismos jóvenes a ser «discípulos misioneros» para el bien de la Iglesia y del mundo: «¡Qué bueno es que los jóvenes sean «callejeros de la fe», felices de llevar a Jesucristo a cada esquina, a cada plaza, a cada rincón de la tierra!» 32.

En este movimiento de salida de los jóvenes cristianos al encuentro de todos los otros jóvenes tiene un papel fundamental la pastoral universitaria. Compartiendo con sus compañeros que viven el don de fe las clases, el estudio, el descanso… muchos jóvenes podrán encontrar el rostro misericordioso del Padre que siempre les espera (cf. Lc 15, 20).

También para los jóvenes es importante crecer en la comunión misionera de la Iglesia. Ellos, como todos los demás fieles, pertenecen a la única familia de los hijos de Dios y esta comunión debe poder ser reconocida visiblemente en la vida de nuestras comunidades.

 

El don de la vida consagrada

Como hemos dicho antes, la vida consagrada constituye un don muy especial en nuestra Iglesia diocesana y, por ello, implica una responsabilidad ineludible.

Para profundizar en la comunión misionera a lo largo del próximo Año Pastoral, es importante que todos reconozcamos a los fieles consagrados y a sus comunidades como parte integrante y esencial de la propia comunidad parroquial y diocesana. Para ello, además de profundizar el trabajo que se ha llevado a cabo con los colegios de religiosos en el marco de la «Misión Madrid» -trabajo que ha dado frutos muy positivos- invitamos a todos los párrocos y sacerdotes de la diócesis a visitar las comunidades de vida consagrada presentes en los términos de su parroquia y a buscar con ellas los caminos más fecundos para que el testimonio de la profesión de los consejos evangélicos impulse la vida cristiana de todos los fieles. En concreto, algunos momentos de oración comunitaria, sobre todo durante los tiempos de Adviento, Cuaresma y Pascua, celebrados tanto en los templos parroquiales como en las casas religiosas si cuentan con los espacios adecuados, podrían favorecer una mayor presencia de la vida consagrada en el tejido de la comunidad diocesana.

Pidamos, además, cotidianamente al Señor el don de nuevas vocaciones a la vida consagrada en nuestra diócesis.

Esperanza para el mundo

Una parte esencial de la profundización en la vida de la comunión consiste en reconocer que su horizonte es el mundo entero. No podemos olvidar que hemos recibido el don de la comunión para poder comunicarlo, para poder invitar a todos los hombres y mujeres de nuestro tiempo, con las mismas palabras que Jesús dirigió a los primeros: «Venid y veréis» (Jn 1, 39).

En este sentido, la comunión misionera es el don que ofrecemos a un mundo que vive cada vez más abatido por la soledad y, lo que es aún más dramático, por la ilusión del individualismo. El Papa Francisco ha llegado a hablar de «un nuevo paganismo individualista» 33. No podemos olvidar, en efecto, que las raíces de la crisis económica que atenaza nuestra sociedad son de naturaleza antropológica. Los hombres y las mujeres de nuestro tiempo están desconcertados y no logran responder a las preguntas más fundamentales de la existencia: «¿Qué es el hombre? ¿Cuál es el sentido del dolor, del mal, de la muerte, que, a pesar de tantos progresos hechos, subsisten todavía? ¿Qué valor tienen las victorias logradas a tan caro precio? ¿Qué puede dar el hombre a la sociedad? ¿Qué puede esperar de ella? ¿Qué hay después de esta vida temporal?» 34.

La vida de comunión entre los cristianos es una respuesta concreta y eficaz en la historia ante la tentación del paganismo individualista y de sus consecuencias culturales y sociales. Una respuesta que encuentra en la trama de la existencia de nuestras comunidades un ámbito concreto de realización.

En este mismo sentido, es oportuno subrayar que la doctrina social de la Iglesia constituye una expresión operativa de la comunión misionera para lograr el bien común de la sociedad. En efecto, «el cristiano sabe que puede encontrar en la doctrina social de la Iglesia los principios de reflexión, los criterios de juicio y las directrices de acción como base para promover un humanismo integral y solidario. Difundir esta doctrina constituye, por tanto, una verdadera prioridad pastoral» 35.

 

  1. c) Comunión y caridad

Una última línea de acción pastoral se refiere al ejercicio de la caridad en nuestra diócesis.

Todos somos conscientes de la amplitud y de la capilaridad con la que la Iglesia diocesana, a través de Caritas y de otras asociaciones y a través de una multitud de iniciativas personales y comunitarias, vive día a día el ejercicio de la caridad. La crisis económica de estos años, que con tanta dureza ha afectado a millares de familias, ha vuelto a poner de manifiesto que «para la Iglesia, la caridad no es una especie de actividad de asistencia social que también se podría dejar a otros, sino que pertenece a su naturaleza y es manifestación irrenunciable de su propia esencia» 36. La comunidad cristiana, es necesario subrayarlo, está respondiendo con admirable generosidad y dedicación a los problemas provocados por la desocupación.

Vivir la caridad es una dimensión de la vida cristiana y, en cuanto tal, no puede ser identificada simplemente con una serie de actividades, ni puede ser delegada a algunos miembros de la comunidad. Si la caridad es manifestación irrenunciable de la propia esencia de la Iglesia es porque muestra, sin límite alguno, que la Iglesia es una comunión que invita a todos y a la que todos están llamados, para acompañar y sostener a los hombres en todas sus necesidades espirituales y materiales.

 

A este respecto los cristianos estamos llamados a acoger y acompañar a la multitud de hermanos nuestros que, procedentes de naciones más pobres que la nuestra, llegan hasta nuestras ciudades en busca de un futuro. La sociedad madrileña, y con ella nuestra comunidad diocesana, ha crecido en estos años también gracias a las familias emigrantes dando lugar a una sociedad verdaderamente plural. La integración equilibrada de estos hermanos nuestros es, para todos nosotros, una riqueza y una responsabilidad.

Es muy importante que nuestras comunidades cristianas profundicen en la caridad como dimensión esencial de la comunión de la Iglesia y que aquellos que más directamente están implicados en obras caritativas alimenten su raíz y naturaleza eclesial.

 

  1. d) Semana Eucarística Diocesana

Las propuestas diocesanas para ahondar en la comunión misionera nacen de la contemplación del origen eucarístico de la Iglesia. Por esta razón, una ayuda para crecer en la conciencia de la fuente de nuestra comunión misionera podrá ser la celebración a nivel diocesano de una Semana Eucarística con ocasión de la Solemnidad del Corpus Christi.

Dicha Semana podrá favorecer la profundización del camino propuesto a lo largo del Año en todas las parroquias, comunidades religiosas, movimientos y asociaciones de la diócesis, con el objeto de profundizar en las propuestas pastorales que hemos expuesto. Un papel singular lo podrán desempeñar los templos eucarísticos presentes en Madrid, así como las asociaciones de adoración eucarística y las figuras de santos madrileños -como nuestros patronos San Isidro, Santa María de la Cabeza, Santa María Micaela del Santísimo Sacramento, Santa Soledad Torres Acosta o Santa Maravillas de Jesús- que han sabido proponer el vínculo entre la Eucaristía y la caridad de forma ejemplar.

 

  1. María, Madre de la comunión

En este camino de profundización en la comunión eclesial, como fuente permanente de la misión evangelizadora de la Iglesia, nos precede y acompaña la Bienaventurada Virgen María, Madre de la comunión.

María, en efecto, es la «mujer eucarística» 37, la Madre de la Divina Gracia, que nos ha acogido como hijos al pie de la Cruz y cuida y protege nuestra comunión. Desde los primeros días de la Iglesia naciente los apóstoles «perseveraban unánimes en la oración, junto con algunas mujeres y María, la madre de Jesús, y con sus hermanos» (Hch 1,14).

A su maternal protección, en la amada advocación de Santa María La Real de la Almudena, encomendamos el camino pastoral de nuestra diócesis, pidiéndole que haga crecer en todos nosotros la comunión misionera, gozo del Evangelio.

Con mi afecto y bendición

Cardenal_A_A_Madrid_

 

 

 

 

 

 

 

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1 FRANCISCO, Evangelii gaudium 13.

2 R. GUARDINI, La realta della Chiesa. Brescia, 1989, 21.

3 JUAN PABLO II, «Discurso en la clausura del Congreso Internacional sobre la aplicación del Vaticano II», 27 de febrero de 2000, n. 1.

4 Cf. PABLO VI, Evangelii nuntiandi 2, 22, 54.

5 JUAN PABLO II, «Homilía en el comienzo de su pontificado», 22 de octubre de 1978, n. 5.

6 Gaudium et spes 1.

7 Cf. BENEDICTO XVI, Deus caritas est; Spe salvi; Caritas in veritate.

8 Cf. FRANCISCO, Evangelii gaudium 25-33.

9 A. M. ROUCO VARELA, Evangelizar en la comunión de la Iglesia, n. 2.

10 JUAN PABLO II, Christifideles laici 32.

11 Cf. FRANCISCO, Evangelii gaudium 20-24.

12 Cf. ID., Discurso a la 66ª Asamblea General de la Conferencia Episcopal Italiana, 19 de mayo de 2014.

13 FRANCISCO, Evangelii gaudium 7.

14 JUAN PABLO II, Christifideles laici 18.

15 BENEDICTO XVI, Sacramentum caritatis 14: «La Eucaristía es Cristo que se nos entrega, edificándonos continuamente como su cuerpo. Por tanto, en la sugestiva correlación entre la Eucaristía que edifica la Iglesia y la Iglesia que hace a su vez la Eucaristía, la primera afirmación expresa la causa primaria: la Iglesia puede celebrar y adorar el misterio de Cristo presente en la Eucaristía precisamente porque el mismo Cristo se ha entregado antes a ella en el sacrificio de la Cruz. La posibilidad que tiene la Iglesia de «hacer» la Eucaristía tiene su raíz en la donación que Cristo le ha hecho de sí mismo. Descubrimos también aquí un aspecto elocuente de la fórmula de san Juan: «Él nos ha amado primero» (1Jn 4,19). Así, también nosotros confesamos en cada celebración la primacía del don de Cristo». Además cf.: JUAN PABLO II, Ecclesia de Eucharistia 1 y 21.

16 BENEDICTO XVI, Sacramentum caritatis 8.

17 Sacrosanctum concilium 10.

18 Catecismo de la Iglesia Católica 1327.

19 FRANCISCO, Lumen fidei 39.

20 Cf. Dei Verbum 5.

21 Lumen gentium 4.

22 Lumen gentium 44.

23 Lumen gentium 18.

24 Lumen gentium 23.

25 Lumen gentium 50.

26 Cf. FRANCISCO, Evangelii gaudium 119-121.

27 Christus Dominus 11.

28 Cf. Sacrosanctum concilium 11.

29 Además de las indicaciones que podrá ofrecer la delegación de liturgia, son de gran utilidad las pautas ofrecidas por Benedicto XVI en la exhortación apostólica Sacramentum caritatis 34-69, y, a propósito de la homilía y de la catequesis mistagógica, por el Papa Francisco en la exhortación apostólica Evangelii gaudium 135-159 y 163-168.

30 FRANCISCO, Evangelii gaudium 36.

31 Lumen gentium 31. Además cf.: PABLO VI, Evangelii nuntiandi 18-19.

32 FRANCISCO, Evangelii gaudium 106.

33 FRANCISCO, Evangelii gaudium 195.

34 Gaudium et spes 10.

35 Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia 7. Además cf.: PABLO VI, Octogesima adveniens 4.

36 BENEDICTO XVI, Deus caritas est 25.

37 Cf. JUAN PABLO II, Ecclesia de Eucharistia 53-58.