El Señor viene de nuevo
Mis queridos hermanos y amigos:
Cristo, el Señor, viene de nuevo. Si alguna noticia se puede vincular al tiempo de Adviento que comienza esta mañana, es justamente esa y no otra. El Señor viene de nuevo a su Iglesia, viene a todos sus hijos; viene para cada hombre, viene para la humanidad entera. O, lo que es lo mismo, viene Dios, que quiere salvar al hombre de esta época y de este tiempo, que corre hacia el final del segundo Milenio de la que fue su primera y fundamental venida en la carne. Porque lo más sorprendente de la noticia es el acontecimiento del Dios que, por un amor inaudito e inefable al hombre, entra en su propia historia, y lo hace personalmente. El que viene es la PERSONA del HIJO DE DIOS que, al llegar la plenitud de los tiempos, se hace hombre en el seno de una Virgen. Dios se compadece de la humanidad caída, se «hace uno de tantos» y toma «la forma de siervo»; y rompe así, por la vía del amor infinito, «la dura cerviz», «el corazón de piedra» del hombre.
El pueblo elegido, Israel, había sido infiel a la Alianza de Yahvé, se había entregado a los dioses falsos, a los ídolos; se había dejado fascinar una y otra vez por el brillo de los triunfos y los goces del mundo. Disimulaba la injusticia y oprimía a los más débiles. Le importaba únicamente su propia justicia. Mataba a los profetas que le enviaba el Señor. Con una imagen «temporalista» y politizada del Mesías pretendía, consciente o inconscientemente, poner condiciones a la acción salvadora de Dios. Es verdad que quedaba «un resto» en Israel, «los anawin» –«los pobres de Yahvé»–, justos y temerosos del Señor, los que conservaban el aliento de una esperanza en un Mesías de Dios; pero su Ley seguía conculcándose o siendo mal interpretada por escribas y fariseos. La situación de los otros pueblos y culturas de la tierra se planteaba además en términos mucho más dramáticos que en el Pueblo de la Alianza. El recorte de la idea de Dios según la medida de sus temores, de sus deseos y hasta de sus pasiones, estaba a la orden del día en la experiencia religiosa, moral y humana de los pueblos que los israelitas denominaban «gentiles». ¿De dónde, de quién y cómo esperar la salvación que liberase al hombre de las fuerzas del mal, del crimen y de la muerte? Nadie disponía de una respuesta verdadera y convincente. Los hombres se veían abocados a la desesperación.
Es entonces cuando Dios toma la iniciativa de forma que sobrepasa todos los cálculos y previsiones humanas: se ENCARNA, asume toda la condición humana, menos en le pecado; hasta la muerte y una muerte en cruz. Dios vino al hombre de un modo como éste nunca hubiera podido pensar o soñar. Desde el momento de la Encarnación del Hijo de Dios todo hombre puede esperarle y desearle con pleno realismo. Es más puede salir a su encuentro. En la historia humana, en la de cada uno de nosotros, ya hay ADVIENTO. Hoy comienza este tiempo de Adviento para nosotros, a punto de finalizarse el año 1997 ¡EL SEÑOR VIENE! Eh ahí la gran noticia que deberíamos hacer resonar estos días en todo el mundo con las mismas palabras del Evangelio, con las palabras y el testimonio vivo de la Iglesia, que no ha dejado de proclamar y celebrar siempre: ¡El Señor está cerca! ¡Es tiempo de Salvación!
La primera piedra de toque para conocer el verdadero valor evangelizador de la predicación, de nuestra catequesis, de nuestras celebraciones litúrgicas y del servicio de los cristianos a los más necesitados, es el averiguar si procuran conformarse lo más existencialmente posible como los instrumentos de la venida salvadora del Hijo Unigénito de Dios a la persona humana. El hombre actual, el que nos tropezamos todos los días en las calles de Madrid, padece tanta o más hambre de Dios que los contemporáneos de Jesús. Confesada o inconfesadamente, son muchos los que tienen ansia de Dios, del Dios vivo. En primer lugar, los jóvenes. Ese es su principal problema. En realidad el primer problema de Europa y del mundo actual es el de saber y querer abrirse al Dios que viene y le busca. Pretender construir la sociedad y el futuro de las jóvenes generaciones –de nuestros hijos– a espaldas del Dios verdadero constituye un desafío suicida al Espíritu del Señor. El pecado por excelencia de nuestro siglo, en frase de Pío XII, que recogerá luego Juan Pablo II, es «la pérdida del sentido del pecado», en especial del pecado contra la fe (cf. DV, 47).
El Concilio Vaticano II ha dicho de la Iglesia que es «como un sacramento o signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano» (LG 1), precisamente porque es el Cuerpo de Cristo y el nuevo Pueblo de Dios. En la Iglesia no sólo se anuncia perpetuamente la venida del Señor, sino que además sucede en ella como en su lugar propio con imperecedera actualidad: cada año, siempre. Con un fin primordial: el que todos los hombres le acojan y el mundo le conozca. ¿Ocurrirá así en esta ocasión, en el tiempo de este Adviento que hoy comienza? Mucho va a depender de nosotros, de los hijos de la Iglesia, pastores y fieles: de nuestra fidelidad a la gracia recibida el día de nuestro Bautismo y de nuestra Ordenación; de la disponibilidad apostólica que mostremos; en una palabra, de si vivimos este Adviento que ha comenzado como si fuera el primero. La responsabilidad de los consagrados y de las consagradas es de una importancia suma. En las comunidades de vida contemplativa se preparan y maduran en gran medida los frutos evangelizadores del Adviento: en la medida en que en su corazón y en sus vidas «se encarne» con mayor veracidad el amor de Cristo.
Os deseo a todos un tiempo santo y gozoso de Adviento: de espera viva y obediente del Señor.
Con mi afecto y bendición,