Mis queridos hermanos y amigos:
Está ya próxima la Fiesta de la NATIVIDAD del Señor. Pronto será NOCHE BUENA. La devoción del pueblo cristiano ha acuñado esta expresión con fina intuición espiritual como valorando lo que ocurre en esa noche. Porque efectivamente la Noche de la Natividad es siempre buena: lo ha sido, lo es y lo será siempre. También en este año cuando termine el próximo día24 de diciembre y dé comienzo en medio de la noche el día propio de la Festividad, el 25 de diciembre. Esa noche será buena para todos nosotros, para toda la humanidad. Su bondad está asegurada de antemano hasta el final de los tiempos, porque no depende del hombre. La bondad le viene a esa Noche, de Dios: de Dios que ha nacido en Belén de las entrañas de la Virgen María. El Hijo de Dios, que había tomado carne en su seno por obra del Espíritu Santo, obedeciendo la voluntad del Padre –«Tú no quieres sacrificios, ni ofrendas… Aquí estoy yo para hacer tu voluntad» (cf. He 10,5-10)—entra en la vida del hombre para salvarle en ese preciso momento de la historia humana que tan minuciosamente relatan los Evangelistas San Mateo y San Lucas. Dios había amado tanto al mundo que le entregó su Hijo unigénito(cf. 1Jo 4,7ss.). En esa noche nació y nace para todos los tiempos Jesucristo: el autor de toda gracia y bendición. Santa Teresa de Jesús lo cantaría con una hondura teológica que nova a la zaga de su insuperable gracejo:
«¡Soncas!, que estoy aturdido
De gozo y de penas junto:
Si es Dios el que hoy ha nacido,
¿Cómo puede ser difunto?
¡Oh!, que es hombre también junto,
La vida estará en su mano;
Mirad que es éste el Cordero.
Hijo de Dios soberano».
Sí, desde entonces, nuestra vida y nuestro destino están en la mano de ese Niño Jesús que ha venido a la tierra para ofrecer la oblación de su cuerpo al Padre «una vez para siempre» a fin de que todos quedemos santificados (cf. He 10,10) por el don del Espíritu Santo, «la Persona-amor» en el Misterio de la Santísima Trinidad, la «fuente eterna de toda dádiva que proviene de Dios en el orden de la creación, el principio directo y, en cierto modo, el sujeto de la autocomunicación de Dios en el orden de la gracia»(TMA, 44). ¡Verdaderamente en aquella noche «ha aparecido la bondad de Dios y su amor al nombre» (Tl 3,4)!
¿Nos dejaremos amar por Dios, por el «En-manuel, el Dios con nosotros»? Esa es nuestra gran cuestión, la que se nos plantea a todos y cada uno, en cada Navidad. Sólo la resolveremos bien, si somos conscientes de que la antigua esclavitud del pecado nos sigue oprimiendo, incluso a los ya bautizados. A la bondad de la Natividad de Dios, honda e infinitamente entrañable, misericordiosa y amorosa continúa oponiéndose la maldad de los hombres y del mundo.
A la próxima Noche Buena y a su bondad se enfrenta, por ejemplo, el crimen de los terroristas que no cejan en atentar contra la vida de sus hermanos con una premeditación fría y desalmada, movida por el odio y el desprecio a Dios; se enfrentan también la actitud yel comportamiento violento de los que matan y maltratan a sus semejantes–a sus esposas, a sus hijos, a mujeres y niños indefensos–; los que los explotan con el tráfico de la droga y/o el comercio de la prostitución y del sexo en todas sus formas. En contra de la Navidad se colocan también todos los que abusan de sus hermanos económica, social y culturalmente… Y no en último término, los que desprecian la dignidad y santidad del matrimonio y de la familia, los que niegan el derecho a la vida a los no nacidos y los que abandonan a sus familiares enfermos y ancianos; y… tantos otros que ofenden a Dios y al prójimo. También nosotros, en la medida en que persistimos en nuestros pecados de comisión y de omisión. Uno de los mayores fallos de los cristianos en nuestra época es la inhibición ante la presencia de los grandes pecados sociales que ensombrecen nuestro inmediato futuro.
De una sola cosa depende el que la Bondad que irradiará de nuevo sobre el mundo la inminente Fiesta de la Natividad del Señor penetreen nuestras vidas, sane la conciencia y el alma, y nos salve: de nuestra voluntad de conversión ante el anuncio del Angel que hoy como ayer nos dirá: «No temáis, os traigo la buena noticia, la gran alegría para todo el pueblo: hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un Salvador: el Mesías, el Señor» (Lc 2, 10-11). Conversión que sólo viene, haciendo de nuevo sitio en nuestro corazón al Niño de Belén para que nazca en la entraña misma de nuestra existencia; o, lo que es lo mismo, orando y disponiéndonos a emprender sin demora alguna el camino de la verdadera penitencia que culmina como por con naturalidad en la confesión y en la absolución sacramental de los pecados.
Una de las súplicas más actuales y certeras que podríamos dirigir al Señor en las vísperas de su Natividad en 1997,cuando finaliza el primer año de preparación al Gran Jubileo del Año 2.000 después de su Nacimiento en la carne, se contiene en una de las más bellas Oraciones Colecta de las Ferias de la Liturgia de Adviento y que reza así: «Concede, Señor, a los que vivimos oprimidos por la antigua esclavitud del pecado, ser liberados por el nuevo y esperado nacimiento de tu Hijo».
Si acertamos a sintonizar nuestra alma con la aspiración a esa auténtica liberación, recogida en la plegaria de la Iglesia, podremos decirnos a nosotros mismos y decir a nuestros familiares y amigos, dentro y fuera de la comunidad eclesial; es más, podremos proclamarlo al mundo entero, y con toda verdad: ¡FELIZ NOCHE BUENA! ¡FELIZNAVIDAD!
Os la deseo con todo afecto y mi bendición,