La muerte de Cristo

El viernes Santo es el día de la muerte de Cristo. Así lo conmemoran y celebran los cristianos de todo el mundo. Se trata de un acontecimiento bien conocido por la historia universal. Los cuatro Evangelios, la fuente primordial de la que beben todos los que se han acercado y se acercan a la figura histórica del que los cristianos llamamos y profesamos Cristo, describen con sobriedad y vivo realismo a la vez el suplicio horrendo de esa muerte -una muerte de cruz- y la pasión de que fue precedida: veinticuatro horas de espantosa tortura física y psíquica. La narración evangélica alcanza aquí en esos capítulos culminantes de la Pasión y Muerte de Jesús forma y estilo literario próximos a la crónica moderna.

No es posible ya abrigar dudas serias de lo ocurrido en aquellos dramáticos días de la Pascua judía en Jerusalén, hace aproximadamente unos dos mil años. Incluso para esas «historias críticas de Jesús», fruto del positivismo racionalista del siglo pasado que siguen cosechando éxitos, a pesar de su evidente fracaso científico, tan magistralmente puesto de manifiesto por Alber Schweitzer, ya en 1906, en su famosa «Historia de la Investigación de la vida de Jesús» (Geschichte der Leben-Jesu-Forschung, Tübingen 1906), la versión evangélica de los hechos es en sus elementos básicos indiscutible.

Jesús, el Profeta de Nazaret, o «el Nazareno» como gustaban llamarle con tonos diferentes amigos y enemigos, había sido víctima de una conspiración de los círculos más poderosos de la sociedad judía e aquel tiempo. Acusado de blasfemos y llevado como un malhechor ante la autoridad extranjera de ocupación, fue condenado a muerte, bajo el pretexto de que se había proclamado Rey de los judíos. Él había predicado la llegada del Reino de Dios al pueblo -a los pobres, a los afligidos, a los más pequeños, a los pecadores…-, como la Buena Noticia: el Evangelio. Admirado, amado y seguido por muchos -aún no se habían apagado los ecos de su entrada triunfal en la Ciudad Santa, cuando se procede a su apresamiento-, al llegar la hora de la prueba, se ve traicionado y abandonado por los suyos, excepto su madre. Una multitud gritará a Pilatos, el Procurador Romano, a coro con sus enemigos: ¡crucifícale!

La explicación no cristiana de lo que alguna vez se ha caracterizado como «el drama de Jesús» ha recurrido a factores dela más diversa índole para su interpretación: políticos, sociales, culturales, y por supuesto también a las fórmulas elaboradas por la fenomenología y la historia de las religiones. Sus autores no han logrado nunca penetrar más allá de la superficie de la trama histórica, presos de una razón dialéctica sin más ojos que los de la perspectiva materialista o, simplemente, subjetivista de la realidad humana. Extraño, en una época en la que eximios pensadores nos han enseñado a familiarizarnos con la percepción de la «intra-historia» y a reflexionar sobre ella hasta llegar al fondo transcendente del ser del hombre y del mundo; donde éste queda abierto al misterio de Dios. Ese trasfondo, el teológico, es el que emerge en la visión cristiana de la pasión, crucifixión y muerte de Jesús cuando confesamos: ha muerto Cristo.

Para comprender en toda su profundidad lo que sucedió en aquel primer Viernes Santo en Jerusalén con Jesús, el de Nazaret, hay que tener en cuenta que su protagonista había acreditado verazmente con obras y palabras que era el Mesías, anunciado por los profetas, Jesús-Cristo, el ungido por el Padre, su Hijo Unigénito. Quien moría en la Cruz era el mismo Hijo de Dios vivo. Dios asumía en la persona de su Hijo la muerte, y una muerte espantosa, una muerte de Cruz. ¿Por qué? San Agustín no vacilará en contestar: «Dios ha muerto por los hombres».

San Pablo expresará esta verdad en su Carta a los Romanos lacónicamente; «Dios no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó a la muerte por nosotros» (Rom 8,32). Y en la Carta a los Filipenses dirá del Hijo: «Siendo de condición divina… se despojó de su rango, tomó la condición de esclavo y se hizo semejante a los hombres. Y en su condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz» (Fil 2, 6-8). San Juan, luego , en su relato del discurso de Jesús a sus discípulos en vísperas de la Fiesta de la Pascua, entra en lo más íntimo de la vivencia de Cristo ante la inminencia de su Pasión, con una emoción personal que no oculta: «Antes de la Fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo» (Jn 13,1).

Una «razón» de amor, de amor insondable de Dios, de amor misericordioso, en búsqueda del hombre pecador, candidato a la muerte y a la perdición si se le abandona a sus solas fuerzas morales y espirituales, ilumina con una luz inapagable todo el tenebroso panorama de la muerte de Jesús. El pecado, «aguijón de la muerte», sólo podía ser vencido con misericordia infinita, con la sumisión total el Hijo, hecho hombre a la voluntad del Padre. La muerte fruto del pecado del hombre sólo podía ser vencida por el sacrificio de la vida del Hijo de Dios, por su muerte ofrecida como oblación de redención y de amor.

¿Y cómo se acoge, recibe y corresponde a tanto amor? Con fe, y con la fe viva: la que abre el corazón del hombre al perdón de Dios, y lo dispone a vivir nueva vida, «muriendo con Cristo» y « resucitando con Él» (cf. Rom 6, 1-8): o, lo que es lo mismo, se responde con amor: amándole a Él y amando con Él. Ya no hay otra fórmula para enfocar la propia existencia y el destino de la humanidad como un camino e triunfo sobre el odio y sobre la muerte, temporal y eterna. ya no disponemos de otra clave para interpretar lo que vale y lo que no vale en el presente y en el futuro para la salvación plena del hombre. También hoy se necesita aprender a dejarse amar y perdonar por Dios. Hoy como ayer y como siempre el hombre y el mundo necesitan a Cristo: a su Cruz.

La Liturgia del Viernes Santo nos lo recuerda con un rito impresionante: la adoración solemne de la Cruz. cuando el celebrante avanza desde las puertas de la iglesia hasta el presbiterio, portando y mostrando la Santa Cruz, entona por tres veces: «Mirad el árbol de la Cruz donde estuvo clavada la salvación del mundo». Y el pueblo contesta: «Venid a adorarlo». ¡Venid, adorémosle! ¡Cristo Crucificado es nuestra salvación!

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