La solidaridad da sentido a tu vida
Mis queridos hermanos y amigos:
El lema que la Comisión Episcopal de Pastoral Social de la Conferencia Episcopal Española ha propuesto para la celebración del Jueves Santo de este año bajo la perspectiva del «amor fraterno» -«la solidaridad da sentido a tu vida”- resulta provocador en el mejor sentido de la palabra. Incita a la pregunta, suscita los interrogantes fundamentales de la existencia y nos mueve a cuestionarnos a nosotros mismos. La provocación se desprende tanto de los propios términos de su formulación, como, sobre todo, del motivo y contexto para la que está destinado ese lema: la celebración del día de la Cena del Señor, el primero del Triduo Pascual, cuando Jesucristo instituye la Eucaristía, el Sacerdocio y proclama el Mandamiento Nuevo de su amor.
Hablar de que la vida humana está precisada de sentido, y de que la clave del sentido para la vida del hombre yace fuera de si mismo, suena a la sensibilidad contemporánea, acostumbrada a verlo, considerarlo y valorarlo como «un ser histórico», por un lado, familiar. El hombre es un peregrino en este mundo, y de este mundo, a la búsqueda de una victoria definitiva y plena sobre el mal y sobre la muerte. Por otro, en cambio, la misma afirmación levanta rechazo en todos los que apuestan de un modo u otro por «el superhombre», el hombre «todopoderoso»; o deja impasibles, «apáticos», a aquellos, hoy numerosísimos, que ante el gran interrogante del fin y destino de la persona humana, se apuntan a «la táctica del avestruz» y al «comamos y bebamos, que mañana moriremos».
En cualquier caso, sostener, en relación con esta cuestión básica de la existencia, que su respuesta o solución se encuentra en la solidaridad, resulta todavía más problemático y escandaloso. ¿Qué se entiende por solidaridad? preguntarán muchos: ¿la ayuda a los menesterosos, a los más necesitados… a los pobres? ¿Se resuelve la gran cuestión del sentido de la vida con alguna limosna más o menos bien intencionada y consecuente en situaciones de precariedad económica de alguien «cercano»; o del prójimo, entendido en el significado genérico de la palabra, encuéntrese donde se encuentre? ¿O, la solidaridad postula mucho más y más hondo al referirse a la dimensión social de la existencia del hombre sobre la tierra? Juan Pablo II dirá de la solidaridad en su Encíclica «Sollicitudo Rei Socialis» que «no es, pues, un sentimiento superficial por los males de tantas personas, cercanas o lejanas. Al contrario, es la determinación firme y perseverante de empeñarse por el bien común; es decir, por el bien de todos y cada uno, para que todos seamos verdaderamente responsables de todos» (SRS, 38f). Es obvio que desde esta concepción de la solidaridad se pone al hombre ante un reto moral y espiritual formidable, que afecta tanto a su capacidad y fuerzas propias para abordar así la tarea de edificar su existencia, en forma abierta totalmente al otro, como a la persistencia de la pregunta primera: ¿es quizá, por la vía de esta solidaridad vivida íntegra y fielmente como se alcanza la plenitud de la vida, o, lo que es lo mismo, el triunfo definitivo sobre el poder del pecado y de la muerte, en el tiempo y en la eternidad?
Afrontar el reto de la solidaridad en su totalidad y contestar a la pregunta de si en su realización consiste el sentido de la vida del hombre, sólo es factible desde un supuesto que podríamos llamar teológico o divino-humano: el Amor de Cristo, que se nos infunde por obra y gracia del Espíritu Santo. Sí, la solidaridad, concebida y entendida en toda su profundidad humana, es viable y, además, es la respuesta al hombre, a su ansia de vida y felicidad, cuando la comprendemos, la asumimos y la hacemos vida de nuestra vida desde el amor de Cristo, en el amor de Cristo, por el amor de Cristo, que se entregó por nosotros en «el árbol de la Cruz». Esa entrega que se adelanta sacramentalmente en la noche de la última cena del Señor con sus discípulos, en el momento en el que «tomó pan, dio gracias, lo partió y se lo dio diciendo: Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros; haced esto en memoria mía. Y después de la cena, hizo lo mismo con la copa, diciendo: este es el cáliz de la nueva alianza, sellada con mi sangre, que se derrama por vosotros» (Lc. 22, 19-20); que se consuma en la oblación de su vida al Padre, sacrificado en la Cruz, el Viernes Santo, y que se actualiza y perpetúa «gloriosa» en el Sacramento de la Eucaristía a lo largo y a lo ancho de todos los tiempos, es la raíz y fuente de la plena solidaridad, por la que le hombre se salva.
Hay que alejar de la mentalidad de nuestra sociedad, y de forma especial de sus jóvenes generaciones, la idea de que dar la vida por los hermanos es trasnochada e inútil utopía, y de que la autorrealización de la persona es un asunto de amor y utilidad propias, a conseguir y gozar en este mundo. El mejor método pastoral para lograrlo hoy -siempre- es el del testimonio vivo de una existencia cristiana, entregada efectivamente con Cristo, y, en Él, a los hermanos más necesitados: el propio de la existencia de los Santos, que nunca faltarán a su Iglesia y al mundo.
¡Qué hermoso y que aleccionador es poder celebrar este Jueves Santo de 1998 en España con la imagen ejemplar ante nuestros ojos de las dos religiosas, hermanas nuestras, recientemente liberadas en Ruanda, signos renovados de la presencia de tantos miles de misioneras y misioneros españoles, dispuestos a dar la vida por sus hermanos, con Cristo y por Cristo, en todas las encrucijadas más dramáticas del mundo! Excelente modelo del amor fraterno que da razón evangélica de la solidaridad, que nace y se alimenta de la Eucaristía, y que confiere el sentido pleno a nuestras vidas: el fundado en la Pascua del Señor.
Si iniciamos hoy, Domingo de Ramos, domingo de los jóvenes en la Iglesia de todo el mundo, la Semana Santa, como un itinerario interior de conversión al amor de Cristo crucificado, el único que nos puede conducir a una eficaz renovación de la victoria pascual sobre nuestros pecados e infidelidades, en compañía de María solidaria con su Hijo hasta el límite de su crucifixión, por amor maternal a El y a nosotros, entonces el gozo verdadero de la Fiesta de la Resurrección de Ntro. Señor llegará también a todos nuestros hermanos: de modo preferente a los más pobres, a los afligidos, a los pecadores.
Con el deseo de una celebración de la Semana Santa, muy provechosa espiritualmente al ambientarla con la presencia, la gracia y los dones del Espíritu santo, os saluda y bendice,