Homilía de la Solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo

Explanada  Catedral de La Almudena  14.VI.1998, 19,30 h.

(Gen 14,18-20; Sal 109; 1 Cor 11,23-26; Lc 9,11b-17)

Mis queridos hermanos y hermanas en el Señor:

LA FIESTA DEL «CORPUS CHRISTI» BAJO EL SIGNO DE LA BENDICIÓN DE DIOS

La liturgia del «Corpus Christi», como Fiesta para la solemnísima veneración del Sacramento del Cuerpo y de la Sangre de Cristo, nos remite siempre a la bendición del Dios altísimo sobre el hombre como fuente y origen de todos sus bienes, como del único de quien puede esperar salvación. La figura de Melquisedec, el Rey-Sacerdote de Salem, que saca pan y vino para bendecir a Abraham, que vuelve victorioso después de instaurar la paz y la libertad de reyes y pueblos oprimidos, se nos ofrece como el horizonte, desde donde emerge Aquél por el cual el pan y el vino se van a convertir en el instrumento de la definitiva y gloriosa Bendición de Dios para todo hombre y para todos los hombres. Horizonte histórico y espiritual a la vez, especialmente claro, cuando se le divisa a la luz del canto del Salmista: «Tu eres sacerdote eterno según el orden de Melquisedec» (cf. Sal 109).

La bendición de Melquisedec sobre Abraham «Bendito seas por el Dios altísimo, creador de cielo y tierra; bendito sea el Dios altísimo, que te ha entregado tus enemigos» se hace actualidad de forma siempre nueva para nosotros y el mundo por el Sacramento de la Eucaristía. Es más se pone especialmente de relieve cada «Corpus Christi», cuando la Iglesia sale a las calles y plazas de sus pueblos y ciudades para celebrar y proclamar públicamente con cantos de alabanza a Jesús sacramentado.

También ocurre así en «el Corpus Christi» de 1998, en el Año del Espíritu Santo, en el que la conciencia eclesial de pastores y fieles, estimulada por la apremiante invitación del Santo Padre, ha percibido la urgencia de saberse enviados y animados por el Espíritu del Señor, para anunciar a los hombres de todos los pueblos y de todas las razas el gozo de la buena noticia del Evangelio de que Dios nos ha bendecido para siempre: el «Dios altísimo», el que ha creado cielo y tierra.

Hasta dónde llega la gravedad de esta urgencia nos la hace adivinar la actitud que adoptan muchos de nuestros contemporáneos ante el futuro: el futuro personal, el de sus familias y el de la humanidad. Es muy habitual en la sociedad de nuestro tiempo encontrarse con un tipo de hombres que conciben y programan su existencia al margen de Dios, como si ésta estuviese totalmente en sus manos. «El individualista» a ultranza, el que dice no depender o no querer depender de nada ni de nadie que no sea él mismo, se ha convertido para muchos en el modelo del hombre que se debe ser. Y, de forma más acentuada todavía, se propone y se vive la comprensión y la actuación sobre el porvenir de los pueblos como pura tarea y posibilidad humanas, como si el hombre fuese el dueño de la historia.

El Concilio Vaticano II ya advirtió de la gravedad del fenómeno del ateísmo moderno que presenta incluso en palabras del propio Concilio «una forma sistemática, que, además de otras causas, conduce el deseo de autonomía del hombre a encontrar dificultad en cualquier dependencia de Dios. Los que profesan este ateísmo prosigue el Concilio pretenden que la libertad consiste en que el hombre sea el fin de sí mismo, el artífice y creador único de su propia historia; opinan que esto no puede conciliarse con el reconocimiento del Señor, autor y fin de todas las cosas, o que, al menos, esto hace totalmente superflua su afirmación» (GS 20).

Se trata de una situación, a la que no somos ajenos los creyentes. Los padres conciliares no dudaban en señalar que en la génesis del ateísmo les corresponde «una parte» «no pequeña» por haber velado más que revelado el verdadero rostro de Dios, con sus defectos y pecados en la transmisión de la fe y en el testimonio de la vida. Lo que Juan Pablo II vendría a denunciar abiertamente, en el que se nos antoja ya lejano 1982, en el acto europeísta de la Catedral de Santiago de Compostela, el 9 de noviembre, aquél día de la despedida después de su inolvidable primera visita apostólica a España, cuando afirmaba que: «Europa está además dividida en el aspecto religioso. No tanto ni principalmente por razones de las divisiones sucedidas a través de los siglos cuanto por la defección de bautizados y creyentes de las razones profundas de su fe y del vigor doctrinal y moral de esta visión cristiana de la vida, que garantiza equilibrio a las personas y comunidades» (cf. Juan Pablo II en España, CEE, Madrid 1983, 243).

Pero, además, esta perentoriedad de anunciar y proclamar la Bendición de Dios sobre los hijos de los hombres es resultado paradójico, porque viene dado por razones de signo contrario pero no menos acuciantes, de otro hecho: el de los muchos que buscan y anhelan hoy el rostro de Dios y que suplican su bendición. ¡Son tantos los enfermos del cuerpo y del alma, marginados y excluidos de la sociedad, abandonados y viviendo en soledad, de toda edad y condición, desde los niños de la calle hasta los ancianos más desvalidos, los moribundos… que no esperan o no tienen que esperar nada de los hombres, y que necesitan e imploran la bendición de Dios! Y son tantas las decepciones colectivas que se han producido en estos últimos años en esa misma Europa del fulgurante progreso técnico y político: las guerras agresivas que no cesan dentro de su territorio ahí esta la crisis de Kosovo para demostrarlo, lo que cuesta forjar la unidad de todos sus pueblos del Atlántico hasta los Urales, el flagelo del paro, el declive galopante de la natalidad, la aceptación social del aborto, la crisis moral…; que no puede por menos que surgir desde las raíces más hondas de su alma y de su experiencia histórica la humilde confesión de la necesidad de Dios.

Y Dios bendice a los que lo bendicen, como sucedió con Melquisedec, el Rey y Sacerdote de la paz, que bendijo a Abraham en su nombre, pero bendiciendo simultáneamente a Dios, creador de cielo y tierra, que le había otorgado la victoria sobre sus enemigos (cf. Gen 14,20).

Dios no es causa de «la alienación» del hombre, como tan increíblemente se ha llegado a afirmar en nuestro tiempo, sino todo lo contrario: su Gloria es nuestra gloria, su Bendición es nuestro bien. «Su mensaje, lejos de empequeñecer al hombre, infunde luz, vida y libertad para su progreso; y fuera de él nada puede satisfacer el corazón del hombre: «nos hiciste Señor para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti» (GS 21). San Ignacio de Loyola ha expresado esta verdad de Dios, insíta en el corazón de cada persona humana, con fórmula genial: «El hombre es criado para alabar, hacer reverencia y servir a Dios y, mediante esto, salvar su ánima» (cf. Ejercicios Espirituales, 23).

«CORPUS CHRISTI»: LA FIESTA DEL SACRAMENTO DE LA ENTREGA DEL SEÑOR

¿Y cómo superar esa sinuosa tentación, nacida con todo hombre por su pecado en el principio, y tan activa y poderosa en la cultura actual, de sentir envidia de Dios? El pretender ser como dioses y el «non serviam» diabólico coinciden en el corazón del hombre, una y otra época, como poderosa incitación que trata de embaucarle y avasallarle (cf. Gen 3,1-6). Sólo hay una respuesta: por la fuerza misma de Dios, por su Bendición que toque y transforme el corazón humano, haciéndole de nuevo capaz de oración y para la oración; que lo prepare y disponga para abrirse al diálogo del tú a tú con Él, el que le ha creado a su imagen y semejanza.

En la Fiesta del «Corpus Christi» se proclama con actualidad siempre nueva que Dios ha dado esa respuesta, que la ha hecho efectiva por Jesucristo: por su Hijo Unigénito, hecho hombre por nosotros, hasta el punto de haber entregado su Cuerpo y su Sangre en la Cruz para la expiación de nuestros pecados, para vencer en la raíz misma de nuestra carne la tentación de la rebelión contra Dios y de la alianza con la muerte y la muerte eterna, su consecuencia inevitable.

Jesucristo, ya Resucitado y Ascendido al Cielo, es el AMÉN DE DIOS al hombre. Jesucristo es Aquel por quien Dios ha colmado al hombre de toda bendición, o mejor dicho, a quien ha constituido en la fuente de su más grande e inefable bendición: la de su Amor misericordioso que le abre las entrañas del alma para que sepa volver la mirada al Padre, para que aprenda a pedirle, a acoger su perdón y misericordia, las promesas y el don de su Espíritu: una nueva vida, la de los hijos de Dios.

Ese Sí de Dios al hombre, que es Cristo, por el Misterio de su Pascua, eternamente irrevocable, se nos ofrece con una plenitud y proximidad sumas todos los días de nuestra peregrinación en este mundo en el Sacramento de la Eucaristía, como un maravilloso y divino «viático». Hoy hemos oído de nuevo por el testimonio de Pablo el relato de su institución en la Noche de la Última Cena del Señor con sus discípulos: «Este es mi Cuerpo, que se entrega por vosotros. Haced esto en memoria mía… Este cáliz es la nueva alianza sellada con mi Sangre; haced esto cada vez que lo bebáis, en memoria mía» (1 Cor 11,24-26). Un Sí bendito que nos recordamos, y se lo recordamos a todo hombre de buena voluntad, justamente con la profesión de la fe eucarística y el júbilo de nuestra liturgia en esta Fiesta de toda la Iglesia, vivida y celebrada como un instrumento excepcional para la veneración y adoración de Jesucristo Sacramentado, en la que por ello muestra y proclama de un confín al otro de la tierra: que su vocación y su misión consiste en el servicio pleno, integral, salvífico, al hombre, al que ya no podemos conocer, ni tratar sino como a un hermano.

«CORPUS CHRISTI»: LA FIESTA DEL MILAGRO DE LA MULTIPLICACIÓN DE LOS PANES Y LOS PECES

En definitiva la clave última para entender lo que acontece, lo que se nos da, y lo que la Iglesia celebra, en el Sacramento de la Eucaristía, es el Misterio del Amor infinito de Dios que ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado.

Una comprensión que nos adelanta Jesús con su milagro de la multiplicación de los panes y los peces en aquella tarde de Galilea, cuando a la caída del sol sus discípulos no sabían como alimentar a aquel gentío que le había seguido y escuchado, arrobado y despreocupado de todo lo que pudiera suceder en su entorno. Lo que Jesús les predicaba era la venida inminente del Reino de Dios; lo que les insinuaba en el fondo era que con Él, con su Persona, había llegado ya. La muchedumbre, el pueblo, estaba siendo testigo, sin tomar clara conciencia de ello, que el Reino de Dios estaba aconteciendo en medio de ellos, estaba siendo realidad con Jesús. Sus signos llegan incluso con una expresividad sorprendente, milagrosa, hasta abarcar las realidades más materiales del hombre. Jesús alimenta no sólo su espíritu sino su cuerpo, prodigiosamente. Lo hace movido por entrañas de misericordia, las mismas del Padre que está en los cielos.

Todo ello no sería más que un anticipo del milagro más portentoso, y ya definitivo, de la Mesa de Su Cuerpo y de su Sangre, ofrecidos al Padre en el Sacrificio de la Cruz «por nosotros y por todos los hombres para el perdón de los pecados», y que se perpetúa para siempre en le mesa y el altar de la Eucaristía. Una «mesa» en la que Cristo se da al hombre total, inacabablemente. Le da su Cuerpo como comida y su Sangre como bebida para el tiempo y para la eternidad. El don eucarístico representa la prenda victoriosa de la Bendición que Dios no le retirará jamás. Sus bienes alcanzan al hombre íntegramente: le proporcionan la victoria sobre el pecado y sobre la muerte, y la gracia de la participación en su misma vida: la de la Trinidad Santísima.

«Nadie tiene amor más grande que aquél que da la vida por sus amigos». Ese fue y así fue el amor de Cristo. Una respuesta infinita al amor del Padre, en el Espíritu Santo, la «Persona-Amor» que procede del Padre y del Hijo, y que nos ha sido dada sin más límites que el que pueda poner nuestro rechazo a la gracia de ese Amor.

La Fiesta del «Corpus Christi» supone siempre la proclamación solemne, venerada y profesada ante los hombres, nuestros hermanos, de que por el Sacramento de la Eucaristía Dios nos bendice incesantemente con el don infinito y superabundante de su Amor: el de Jesucristo, su Hijo y Salvador nuestro. Y, por ello, y a la vez, lleva consigo la exigencia del reconocimiento de que o nos dejamos amar por Él, amando a nuestros semejantes como Él los amó; o si no, de otro modo, nos perderemos para siempre.

El vivir «la solidaridad» con el prójimo, sobre todo en las situaciones más sangrantes de sus vidas, no se configura ni se logra a partir de puras conveniencias humanitarias, sino desde la participación arrepentida y amorosa en la Mesa Eucarística del Cuerpo y de la Sangre del Señor. Esa solidaridad radical, teológica, de la comunión eucarística es la que da el sentido hondo y definitivo a la vida.

Hoy, con nuestra celebración de la Fiesta del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo, presentamos de nuevo a todos a los fieles de la Archidiócesis de Madrid, a los alejados, a todos nuestros conciudadanos, a la Ciudad… la MESA DEL AMOR DE DIOS, en donde se reciben todos los bienes de su Reino: los de la salud y la paz para el alma y para el cuerpo, para el tiempo y la eternidad, en los que hemos sido y somos bendecidos para siempre.

«Cantemos al Amor de los amores
cantemos al Señor
¡Dios está aquí! Venid, adoradores;
adoremos a Cristo Redentor.
¡Honor y gloria a ti, Rey de la Gloria;
amor por siempre a ti, Dios del amor!
Quiera Nuestra Señora, la Reina del Cielo, Virgen de La Almudena, acompañarnos en esta procesión del «Corpus Christi» madrileño de 1998, tan cercana y maternalmente, que nos prepare para vivir nuestra vida como un itinerario de amor, como la verdadera y permanente procesión que nos conduzca al Reino de su Hijo, que nos lleve al Cielo.

AMÉN.

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