Mis queridos hermanos y amigos:
La nueva ordenación del Año Litúrgico fruto del Concilio Vaticano II ha previsto que después de concluido el gran ciclo de la Pascua del Señor se celebren aquellas Fiestas y Solemnidades litúrgicas que nos ayuden a profundizar espiritualmente en el Misterio de Dios, Uno y Trino y, de forma muy singular, en el Misterio de Cristo, el Hijo enviado por el Padre en el Espíritu Santo para nuestra salvación. Así se dedican los dos domingos siguientes al de Pentecostés, respectivamente a la Solemnidad de la Stma. Trinidad y al Santísimo Sacramento del Cuerpo y de la Sangre de Cristo. A estas dos grandes Fiestas se añade la del Sagrado Corazón de Jesús que acabamos de celebrar el pasado viernes.
De este modo la Iglesia por la vía espiritualmente mejor, la de la celebración y oración litúrgicas, nos introduce en su experiencia primera y fundamental: la del Amor infinito de Dios para con nosotros. Amor misericordioso que supera toda comprensión y toda medida humanas. El Corazón de Jesús herido por la lanza del soldado, del que brotó sangre y agua, simboliza con un sublime realismo que los Padres de la Iglesia tan frecuente y bellamente han subrayado, dónde está la fuente de la que manan los Sacramentos -especialmente los del Bautismo y de la Eucaristía- y el Misterio mismo de la Iglesia; y hasta que límites de entrega al hombre ha llegado el Amor de Dios.
No es extraño, por ello, que la devoción al Sagrado Corazón de Jesús haya ido naciendo y desarrollándose en la Iglesia progresivamente con una intensidad creciente, sobre todo en los últimos siglos, hasta el punto de que a muchos les haya parecido un descubrimiento espiritual típico de su período más próximo a nosotros. ¿Quién de las generaciones de nuestros mayores ha podido olvidar aquella entrañable jaculatoria del «Sagrado Corazón de Jesús en Vos confío», que nos enseñaron nuestras madres desde el balbuceo de nuestras primeras oraciones infantiles? En el amor y en la confianza puestos en el Corazón de Cristo se escondieron por igual las vivencias místicas, inefables, de los más grandes Santos modernos y contemporáneos -rememoremos algunos: Santa Teresa de Jesús, Santa Teresa del Niño Jesús, San Francisco de Sales, San Juan Bosco, la Beata Maravillas de Jesús, etc.- y las de las almas más sencillas.
Todo lo que pudo haber rodeado en el pasado alguna de las formas de piedad popular, relacionadas con el Sagrado Corazón, de fácil sentimentalismo y de un cristianismo almibarado quedó más que superado por la hondura sobrenatural y la exigencia constante de conversión con la que presentaron esta devoción sin excepción sus más grandes promotoras desde Santa Margarita María de Alacoque hasta los Sumos Pontífices de este siglo. El Concilio Vaticano II, y la reflexión teológico-litúrgica que suscitó, vinieron a consumar esa historia espiritual, tan rica y tan fecunda para la vida cristiana, del conocimiento más interior y más eclesialmente centrado de ese Misterio admirable del amor divino-humano de Jesucristo.
Al estilo de Pablo. Hoy como ayer podemos decir, con él y como él, con los acentos de finales del segundo milenio de la fe cristiana, después de dos mil años de conocimiento vivo de Jesucristo, transidos por la esperanza que su Espíritu ha derramado en nuestros corazones: «que ni muerte, ni vida, ni ángeles, ni principados, ni presente, ni futuro ni potencias, ni altura podrá apartarnos del amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús Señor nuestro (Rom. 8,39).
De ese Amor nos fiamos y en él confiamos con todos las fibras de nuestro ser: nosotros, los testigos de uno de los tiempos en los que se busca el amor por los métodos y compromisos más contradictorios y falsificadores de su verdadera naturaleza; nosotros los que hemos presenciado el fracaso más dramático -casi apocalíptico- de sus versiones puramente humanas, apoyadas en la sola soberanía del hombre. En pocas épocas de la historia se ha mostrado el hombre tan menesteroso de amor y tan soberbio y arbitrario a la hora de alcanzarlo como en la nuestra.
A ese hombre, al que hemos sido llamados a evangelizar de nuevo, se le puede recordar con la clara voz de nuestra mejor poesía mística:
«Y, aunque él se duerma, Señor,
el amor vive despierto;
que no es el amor el muerto.
¡Vos sois el muerto de amor!»
No hay mejor fórmula para no olvidarlo nunca que la del amor y el corazón de su Madre y nuestra Madre, María.
Con mi afecto y bendición,