Mis queridos hermanos y amigos:
El período vacacional por excelencia para un gran número de madrileños ha comenzado ya. No son un lujo las vacaciones, y menos en una sociedad que impone tan implacablemente ritmos y estilos de trabajo y de convivencia tan tensos para el cuerpo y para el espíritu. Y no debieran ser un lujo para nadie.
Naturalmente, aunque resulte obvio el reiterarlo, no puede haber vacación en los servicios básicos, los imprescindibles para la salud y el bien común de los ciudadanos, y por supuesto tampoco en el servicio que presta la Iglesia. No se da, ni puede darse, vacación pastoral en sentido propio. Se acomodan los horarios, se diversifica y modula la acción de la Archidiócesis y la de las comunidades parroquiales de acuerdo con el cambio de escenario y de actividades de los fieles, especialmente, de los más jóvenes; pero su vida pastoral en sus aspectos primordiales no se interrumpe y el ministerio de los pastores continúa abierto y disponible para todos. Es más, sus actividades peculiares de verano se centran con un intenso interés pedagógico-catequético y con un considerable provecho humano y cristiano en los niños y en los jóvenes.
Y, no obstante, con el comienzo de las vacaciones, se ha dado por concluido el Curso pastoral 1997/1998. De nuevo hemos hecho examen de conciencia diocesano sobre sus resultados y frutos a la luz de los objetivos específicos y de las acciones previstas dentro de nuestro Plan Trienal que ha cumplido ya su segundo año de vigencia. Lo habíamos afrontado en sintonía con toda la Iglesia y con el Santo Padre, puesta la mirada en el Jubileo del Año 2000, y «animados por el Espíritu». El balance espiritual y apostólico de su evaluación y revisión ha descubierto sombras, inconsecuencias y pecado; también mucha luz, seguimiento fiel del Señor y entrega en el amor fraterno y en el compromiso evangelizador. Está pues más que justificado que proclamemos hoy con acentos paulinos: «Damos gracias a Dios por todos vosotros».
A lo largo de los meses transcurridos hemos mantenido en la comunidad diocesana el esfuerzo por anunciar el Evangelio y educar en la experiencia cristiana. Se ha estudiado nuestro documento «Acogida y acompañamiento de los alejados que se acercan a la Iglesia con motivo de los Sacramentos»; poco a poco se ha ido consolidando en muchas parroquias el equipo de laicos, que junto con algún presbítero, acoge a los que piden los sacramentos y los ayudan a preparar la celebración. Avanza el proceso de las misiones populares en las parroquias que lo habían emprendido. Se ha presentado el material catequético al servicio del despertar religioso de los niños y de su primera educación en la fe, y se sigue trabajando en la elaboración de los demás materiales catequéticos. La carpeta sobre «El día del Señor» ha supuesto una indudable contribución para una mejor formación litúrgica de los seglares y de todo el pueblo de Dios. Se prepara con intensidad el proyecto para la evangelización de los jóvenes, y la misión en las Universidades de Madrid está a punto de comenzar.
La comunión eclesial ha sido alentada también en nuestra Iglesia particular con el impulso que han experimentado los Consejos de coordinación y animación pastoral de los Arciprestazgos. Se comienza a aunar iniciativas para un proyecto común diocesano en el ámbito de la pastoral educativa y de la pastoral social.
La llamada a vivir las exigencias de la comunión eclesial con los excluidos de los bienes materiales y sociales ha sido recibida con creciente disponibilidad. También en este campo la fuerza del Espíritu está haciendo producir algunos frutos. Las comunidades crecen en sensibilidad y surgen en ellas nuevas acciones al servicio de la educación preventiva, rehabilitación de drogodependientes, orientación e información a parados, acompañamiento y apoyo a mujeres maltratadas, madres amenazadas por el aborto y/o abandonadas; se cuida cada vez más la asistencia y cercanía a los ancianos… Todo ello nos ha hecho sentir la necesidad de un mayor compromiso y de acciones diocesanas debidamente articuladas, así como cuidar la formación cristiana de los voluntarios, de modo que puedan ser eficaces en su acción y vivirla como testimonio del amor de Cristo.
Hacer presente en el mundo la verdad, la vida y la fuerza transformadora del Evangelio pudo parecer a muchos, en cambio, un propósito difícil por inconcreto y demasiado general; pero no por ello ha disminuido, gracias a Dios, la inquietud apostólica, la alentada por el Espíritu Santo, para sentir la urgencia de llevar la Buena Nueva a todos los ambientes de la humanidad, como ya lo proponía Pablo VI en su conocidísima Exhortación Apostólica La Evangelización del mundo contemporáneo: es preciso «alcanzar y transformar con la fuerza del Evangelio los criterios de juicio, los valores determinantes, los puntos de interés, las líneas de pensamiento, las fuentes inspiradoras y los modelos de vida de la humanidad, que están en contraste con la Palabra de Dios y con el designio de salvación» (EN, 19).
Sí, hemos de confesar: «El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones» a manos llenas en el curso pastoral que acaba de concluir. Dispongámonos ya a encarar el nuevo de 1998/1999 como un trayecto esperanzado de gracia y misericordia hacia la Casa del Padre, de Dios que es «Padre Nuestro y Padre de Todos»!
Con mis mejores deseos de un reconfortante tiempo de descanso para todas las familias de Madrid, y con mi bendición.