Mis queridos hermanos y amigos:
El próximo día 22 de septiembre se presentarán en el Congreso de los Diputados tres proyectos de ley sobre «regulación de interrupción voluntaria del embarazo» o, en términos más sencillos y directos —evitemos hipócritas eufemismos—, sobre la regulación del aborto voluntario. De la lectura serena y objetiva de los tres citados proyectos se desprenden dos gravísimas consecuencias morales: desaparece toda protección jurídica efectiva del no nacido en los tres primeros meses de su existencia y se mina hasta límites no tolerables el derecho a la objeción de conciencia de los médicos y del personal sanitario, especialmente en el sistema de la sanidad pública. Hablar, por tanto, de que en el caso de que prosperasen y se convirtiesen en parte integrante de nuestro ordenamiento jurídico vigente, nos encontraríamos ante un decisivo paso —una verdadera escalada— en el abandono total por parte del Estado y de la autoridad pública de la protección del derecho a la vida de los más indefensos e inocentes, resulta un imperativo insoslayable de una conciencia, rectamente formada.
De nuevo nos encontramos con un intento de alejar y separar las leyes positivas —las humanas— de la ley moral, objetiva, irrenunciable, garante último e imprescindible de la persona humana y de la consecución del bien común, es decir: de la ley de Dios; es más: de contraponerlas. De nuevo las conciencias se ven sometidas a una tremenda presión: la conciencia de los católicos y de muchos otros ciudadanos que comparten la misma preocupación por ese proceso de deterioro ético progresivo de la sensibilidad social en el que están tan empeñados sectores muy influyentes del poder político, cultural y mediático en la Europa de nuestros días. La afirmación del derecho a la vida como un derecho humano, que se extiende desde el momento de la gestación hasta la muerte, no pertenece al ámbito de las puras ideologías o de las opiniones más o menos particulares de los creyentes sino al de los principios mismos de la convivencia civilizada, de la paz y de la comunidad política, por afectar a la médula misma del respeto inviolable a la dignidad del hombre. Los cristianos sabemos que la aceptación jurídica y social del aborto constituye un desafío a Dios y a su Ley —Ley del Amor sin paliativos—; un desafío de los más funestos e insidiosos. Y a cualquier observador imparcial de la historia de este siglo, que está tocando a su fin, no se le escapa a que abismos de destrucción de la persona humana y de los pueblos conducen todos los intentos de poner a la libre disposición del Estado la razón de ser, los contenidos y límites del derecho fundamental a la vida de todo ser humano.
Los católicos no sólo no podemos callar cuando en el horizonte social y político se ciernen nuevas amenazas contra ese derecho, precisamente en el caso de los más inermes y desvalidos, los no nacidos; sino que hemos de conformar toda nuestro comportamiento privado y público de acuerdo con las exigencias inviolables de la ley de Dios respecto al derecho a la vida, con inclusión valiente del uso sereno, pero firme, de nuestro derechos cívicos en su promoción y defensa. El ciudadano católico, sea cual sea el grado de su responsabilidad y posibilidad de participación en la vida pública, tiene la grave obligación de promover el respeto incondicional del derecho a la vida de los nacidos en su entorno familiar y profesional, en la configuración de la opinión pública, en el debate y en la acción política. Está en juego el anuncio veraz, existencialmente creíble, de lo que Juan Pablo II ha llamado tan bellamente el Evangelio de la Vida. Efectivamente de ese Evangelio de la Vida hemos de responder hoy los católicos en España. ¡Cuanto más vivamos y articulemos nuestra respuesta «evangélicamente», más fecunda y efectiva será!
El peso de la argumentación a favor de la liberación del aborto en los tres primeros meses del embarazo sin prácticamente límites jurídicos —no sólo penales, sino incluso, administrativos—, que se propugna en los nuevos proyectos de Ley presentados en «las Cortes», recae casi en su totalidad sobre la consideración del bien de la madre y de los derechos de la mujer. Extraña y cruel oposición: la de la madre y la del hijo de sus entrañas. No son bienes separables, cuando esa relación se la ve en la verdad que la constituye: en la del amor. La obligación de todos —desde los más allegados a estas situaciones de conflicto hasta los más asépticamente alejados en la administración y en la asistencia sanitaria— no es otra que la de procurarla y facilitarla con todos los medios a su alcance, como lo que es: como una relación de amor y de vida. Y no digamos cual es la obligación de los cristianos y de la Iglesia, que no puede ser otra que la de la cercanía, la ayuda incondicional y próxima a esas madres y a esas familias. Y esa es en definitiva la obligación del Estado: despejar los obstáculos económicos, sociales y culturales que impidan la maternidad; favorecerla positivamente como tarea y objetivo prioritario de toda acción política. ¡Hace ya tiempo que muchos en España estamos esperando un proyecto de ley amplio, generoso, creativo y audaz de protección a la familia! Sería una buena prueba de que nos identificamos cada vez más con la honda verdad humana de un orden jurídico-político que se sabe, o dice saberse, al servicio del bien integral de la persona: del hombre.
Hoy se clausura en Zaragoza, junto «al Pilar», el Congreso Mariano Nacional. Allí está Ella, la Madre de Dios y Madre nuestra, velando desde los siglos, desde los primeros balbuceos de nuestra historia patria, por el devenir de la Iglesia y el anuncio y la aceptación del Evangelio por la comunidad de los pueblos de España. A su amor maternal encomendamos el futuro de las familias y de las nuevas generaciones de las jóvenes y de los jóvenes de toda la geografía hispánica! ¡Que sepan amar, que sepamos amar el Evangelio de la Vida!
Con mi saludo y bendición,