La primera y fundamental certeza del hombre

«El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones»

Mis queridos hermanos y amigos:

Al retomar de nuevo las actividades pastorales de la Iglesia Diocesana, a la vuelta del mes de vacaciones por excelencia de los madrileños, el mes de agosto, sentimos con fuerza renovada la necesidad de anunciar el Evangelio de Jesucristo en toda su verdad a todos los hijos e hijas de esta ciudad y Archidiócesis de Madrid. Cuando nos disponemos a afrontar el tercero y último año de nuestro Plan Trienal de Pastoral, en sintonía plena con las propuestas de Juan Pablo II en su Exhortación Apostólica «Tertio millennio Adveniente», para la preparación del Jubileo del Año Dos Mil, no podemos por menos de constatar que continúa apremiante, con la misma o mayor urgencia que hace tres años, la necesidad de que toda la Iglesia en Madrid, sus pastores y fieles, concentren todos sus esfuerzos apostólicos y empeñen toda su vida en dar a conocer a Jesucristo a los hombres y al mundo.

Al terminar el curso 1997/98 dábamos «gracias a Dios por todos vosotros». Hoy al comenzar el nuevo curso pastoral 1998/1999 os recordamos, también con expresión de Pablo, el Apóstol del amor ardiente y apasionado a Jesucristo: «El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones». Si es así —y lo es por el puro Don del Espíritu Santo que se nos ha dado— ¿cómo no vamos a ser sus testigos con obras y palabras por la conversión, primero, de nuestras propias vidas y, luego, por un compromiso apostólico claro, limpio, generoso, vivido en la comunión de la Iglesia, que nos impulse a su anuncio valiente y a su difusión real en todos los ámbitos de la existencia humana, desde los más personales y familiares a los más públicos y sociales?

Los acontecimientos de este verano —aquellos con los que parece entretejerse la gran historia del mundo y los más cercanos y próximos a nosotros: los de Madrid— nos siguen hablando el lenguaje de la impotencia humana ante los grandes retos de la superación de la violencia fratricida, de la desunión y la ruina de los pueblos y de la incesante agravación de las situaciones de explotación y hambre en extensas zonas del planeta. Una vez más es preciso hacerse eco de la voz profética del Papa en relación con el momento gravísimo por el que atraviesa el Continente africano. Madrid sufrió en la carne de sus niños y jóvenes, visitantes y embajadores de paz y simpatía en una ciudad del Norte de Irlanda, las heridas, en algunos casos mortales, infligidas por el odio y la crueldad del más salvaje terrorismo, dispuesto siempre a retar a la Ley de Dios y a pisotearla. ¡Todo un síntoma del poder tenebroso de las fuerzas del mal entre nosotros y de la insuficiencia radical de las puras fórmulas humanas, a las que se quieren limitar tantas veces las respuestas de la sociedad actual y de su cultura dominante! En el fondo lo que ocurre es un desconocimiento teórico y práctico de quien es el hombre, de cuál es su verdadera vocación y su definitivo destino.

La respuesta del Evangelio es clara, verdadera, —la verdadera—. La podríamos expresar hoy concisamente con este texto de la Carta Primera de San Juan: «En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene: en que Dios mandó al mundo a su Hijo único, para que vivamos por medio de Él. En esto consiste el amor; no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó y nos envió a su Hijo, como propiciación por nuestros pecados» ( 1Jn 4,9-10).

La vocación del hombre es la del amor; su último destino es el poder gozarlo cada vez más, siempre, eternamente, en la Gloria. O, con mayor precisión, su vocación, determinada por lo más íntimo y constitutivo de su ser, es la de saber recibir, respondiendo fielmente, al amor de Dios, que le ha creado y, sobre todo, que le ha redimido de sus pecados, enviando a su único Hijo al mundo como nuestra propiciación. Todo se lo juega el hombre en la acogida de ese HIJO, JESUCRISTO; porque o vive con Él y por medio de Él —y así vivirá en el AMOR— o se aparta, lo ignora o lo rechaza, y entonces perderá el camino del amor y de la misericordia, el que conduce a la Casa del Padre; y, entonces, morirá.

Qué bien se entiende en el actual contexto histórico de la sociedad y de la Iglesia la exclamación de San Pablo: «¡Ay de mí si no evangelizare!». Hagámoslo sin miedo : sin miedo «al que dirán» y a las posturas «suficientes» y «envanecidas» a las que somos tan proclives tantos, no cristianos e incluso cristianos, en el ambiente cultural contemporáneo. Y, por encima de cualquier otra consideración, no relativicemos ni disminuyamos nosotros mismos el significado universal de Jesucristo como el único Salvador del hombre, o, lo que es lo mismo, la plenitud, la definitividad y la necesidad de la Salvación que nos viene por el Hijo, encarnado en el seno de la Virgen María por obra y gracia del Espíritu Santo, que murió crucificado por nuestros pecados y resucitó de entre los muertos. Aquel por el que solamente podemos retornar a la Casa del Padre: de Dios, Padre Nuestro y Padre de todos.

Lo lograremos —se logrará— si por la apertura de un corazón arrepentido, vivimos desde las mismas entrañas de nuestro ser, dejándonos empapar por Él, lo que es, en frase luminosa de uno de nuestros más penetrantes teólogos, «la entraña del Cristianismo», a saber: el Amor del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Con el talante de María, reavivando la experiencia de orar con Ella, como sus hijos, que se hacen eco de los gemidos interiores e inefables del Espíritu Santo, no hay duda: viviremos el Evangelio y lo testimoniaremos desde lo más hondo y puro de nuestras entrañas.

Con mis mejores augurios y mi bendición especialmente para las familias y los niños, jóvenes, escolares y estudiantes de Madrid, ante la inminencia del nuevo curso, a punto de comenzar.

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