Ante el nuevo curso escolar
Mis queridos hermanos y amigos:
Acaba de comenzar un nuevo curso escolar. Los niños y los jóvenes de Madrid han vuelto al Colegio. Pronto lo harán los alumnos de las Universidades madrileñas. La ilusión, la responsabilidad y la tarea de la educación vuelven al primer plano de la preocupación de padres y educadores. No son tanto los problemas de índole material los que más acucian -aunque siguen vivos los problemas de la integración escolar digna de los niños de los grupos sociales más marginados y de los emigrantes-, cuanto la calidad y eficacia formativa de la enseñanza. La conciencia de que no basta contentarse con buenos resultados en el orden de la capacitación técnica e instrumental de los alumnos, sino que hay que aspirar mucho más decididamente de lo que ha ocurrido hasta ahora a una buena formación integral de su personalidad, va abriéndose paso cada vez con mayor fuerza en los ambientes educativos y en la misma opinión pública. Los debates sobre la enseñanza de las humanidades y de la religión en el actual sistema educativo, todavía abiertos, son un índice elocuente de esa inquietud compartida por muchos; y el deterioro moral y espiritual que se observa en variados sectores del cada vez más complejo mundo juvenil, su más grave señal de alarma. La drogadicción y los comportamientos violentos, por ejemplo, prenden no sólo en las barriadas más populares de nuestra ciudad, sino también en la Universidad y en los ambientes culturalmente más cultivados.
El reto de la educación se plantea hoy, no hay duda, con una inédita gravedad. Es un reto que se le presenta no sólo al Estado y a la Administración educativa, sino a toda la sociedad. La Iglesia y los cristianos lo deben sentir como algo que les atañe en lo más hondo de su vocación y de su misión. Es precisamente en ese mundo de la educación donde se juega prioritariamente el futuro de la evangelización de nuestras jóvenes generaciones.
La respuesta de la Iglesia, fruto de una experiencia pedagógica multisecular, humano-divina, guiada siempre por una concepción del hombre iluminada por la fe, ha girado permanentemente en torno a un doble eje: el de la responsabilidad educativa de los padres, primaria y fundamental; y el de la concepción de la educación como un proceso formativo al servicio del bien integral de la persona humana, llamada a la filiación divina.
«Los padres -enseña de nuevo el Vaticano II de forma extraordinariamente concisa y lapidaria-, al haber dado la vida a los hijos, tienen la gravísima obligación de educar a la prole y, por consiguiente, deben de ser reconocidos como los primeros y principales educadores de sus hijos» (GE, 3). Si los padres se inhiben en la educación de sus hijos, si la familia deja de ser el lugar existencialmente primero de referencia en el contexto formativo de las jóvenes generaciones todo el proceso educativo quedará minado en su raíz, con consecuencias extraordinariamente nocivas para el equilibrio y la madurez psicológica, humana, moral y espiritual del niño, del adolescente y, aún, del joven. Nadie, ni nada, puede sustituir ordinariamente a los padres y el hogar en los primeros años de la infancia; pero, tampoco, ninguna persona y ninguna institución pueden reemplazarlos en la tarea de la orientación y decisiones últimas que determinen la inspiración y el contenido de la educación de sus hijos, singularmente en el ámbito de la escuela y de los centros de enseñanza. Todo avance o progreso en el sistema educativo que merezca tal nombre ha de partir de ese reconocimiento pleno del derecho de los padres a la educación de sus hijos por parte de la sociedad y del Estado. Por ello si las familias piden cada vez con mayor insistencia la gratuidad en la educación infantil para todos los centros públicos y concertados, por ejemplo, no se trata de una pretensión desorbitada sino de la satisfacción de unos derechos, de cuya efectividad depende en gran medida el bien común y el futuro de todos.
De todos modos, poco o nada podrá conseguirse en los objetivos y proyectos de renovación educativa sin la colaboración activa de los padres mismos. Si los jóvenes matrimonios y familias no están dispuestos a asumir como aspecto fundamental de su vocación y realización más íntima y personal la dedicación prioritaria a la formación de sus hijos en casa y fuera de casa -en la escuela, en la comunidad política y en la Iglesia-, todo programa de acción política, social o pastoral en el campo educativo se quedará, en el mejor de los casos, a medio camino.
Ellos son, en primer lugar, los titulares de un derecho y un deber de cuyo cumplimiento depende, por otra parte, ese segundo eje de la doctrina católica sobre la educación del que hablamos más arriba: el que se refiere a la educación integral de los hijos, que incluye necesariamente su formación religiosa y moral. La Constitución Española se lo reconoce nítidamente: «Los poderes públicos garantizan el derecho que asiste a los padres para que sus hijos reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones» (Art. 27,3). Por eso nos extraña y nos duele tanto que todavía sigamos tropezando con los viejos y conocidos obstáculos especialmente de orden académico, para que ese derecho de los padres encuentre su debido reflejo en una digna y seria ordenación de la clase de religión y moral, tal como la prevé y exige para los alumnos católicos -la inmensísima mayoría- el Acuerdo entre España y la Santa Sede sobre Enseñanza y Asuntos Culturales. Ha comenzado el nuevo curso y el horizonte escolar del área y asignatura de religión sigue sin despejar.
Es de nuevo la hora de los padres en una renovada definición teórica y práctica de la gran tarea educativa que nos afecta a todos en la sociedad y en el Estado. Cuestión no resuelta aún de forma satisfactoria y pendiente de un más hondo, sincero y generoso diálogo entre todos los que intervienen y ejercen responsabilidades en el mundo de la enseñanza. Es hora de los padres con una urgencia que no admite demora en la vida y en la acción pastoral de la Iglesia.
¡Que la Virgen María, Virgen de la Almudena, Virgen del Rosario, nos ayude a detectar el significado y trascendencia eclesial y social de esta hora en toda su gravedad espiritual y a responder con aquel estilo de premura disponible y cordial, empapado de apertura a la voluntad de Dios, que ella mostró en la Visita a su prima Isabel!
A María, Madre nuestra, encomiendo a todas las familias madrileñas y a sus hijos, con mi afecto y bendición.