Mis queridos hermanos y amigos:
El día 16 de octubre se cumplieron veinte años de la elevación de Juan Pablo II como obispo de Roma y Sucesor de Pedro y, por ello, como Vicario de Cristo y Pastor de la Iglesia Universal. Dos días después, el 18 de octubre de 1978, iniciaba solemnemente su ministerio apostólico al servicio de la Iglesia y de la Humanidad, gastándose y desgastándose heroicamente por la causa del Evangelio, a través de un arduo y prolongado camino que nos ha llevado a las puertas del gran Jubileo del año 2000.
El pontificado de Juan Pablo II, ya uno de los más largos de la historia de los Papas, es susceptible de ser visto y valorado desde múltiples y sugestivas perspectivas humanas y pastorales; pero hay una decisiva, y que es medida de todas las demás: la perspectiva de la fe en Jesucristo, Pastor y Cabeza invisible de la Iglesia, el que instituyó el servicio de Pedro en el centro mismo de lo que es ella como misterio de comunión y misión universal, visible en el tiempo y encarnado en la historia humana. ¡Los veinte años de pontificado de Juan Pablo II suponen, en esta perspectiva, un don extraordinario de la gracia del Señor a su Iglesia en una de las horas históricas más cruciales por las que ha atravesado en el siglo que fenece!
El acontecimiento que la ha marcado en estos años -y la continúa marcando en la actualidad- hasta el fondo mismo de su experiencia espiritual, la más interior e íntima, la de su condición de Esposa de Cristo, animada por el Espíritu Santo, es el Concilio Vaticano II. Juan Pablo II ha llevado todo el caudal de verdadera renovación eclesial, que brota de las enseñanzas y orientaciones conciliares, a lo que es el corazón y razón de ser de la misión de la Iglesia: evangelizar.
Lo ha hecho a través de su propio compromiso personal como testigo directo e inmediato del Evangelio de Jesucristo, en todos los espacios geográficos y humanos del mundo contemporáneo. El Papa ha sido estos años últimos de historia y vida de la Iglesia el primero, el más incansable y el más intrépido misionero de Jesucristo en medio de la Humanidad dolorida y esperanzada, en el último tramo de una de las épocas más dramáticas y más apasionantes de la Humanidad. La luz del Evangelio ha iluminado sus sendas y horizontes por la palabra y el ejemplo vivos e inmediatos del Papa, con una claridad y proyección universal, desconocidas hasta ahora.
El aggiornamento que Juan XXIII anhelaba y auspiciaba como fruto pastoral principal del Concilio que había determinado convocar, se hacía realidad madura en el ejercicio del ministerio de aquél llamado por el Señor, para que en el umbral del tercer milenio del cristianismo confirmase en la fe a sus hermanos y los apacentase por los caminos del amor y de la paz.
Juan Pablo II ofrecería simultáneamente un servicio a la Fe de la Iglesia, de incalculable valor doctrinal, a través de un magisterio pontificio, ordinario y extraordinario, que ha mirado primordialmente a lo que es la verdad esencial del Evangelio -el Misterio de la Santísima Trinidad-; pero proyectándolo siempre al hombre y a su salvación, al hombre contemporáneo, tan tentado por la negación de Dios y tan ansioso de encontrarle en la persona de Jesucristo, su verdadero y único Redentor.
La vida y el ministerio del Papa a lo largo y ancho de estas dos décadas tan intensas, de entrega y donación incondicionales al Señor y a su Iglesia, representan con una verificación inequívoca, avalada ya por la fuerza persuasiva de los hechos, la mejor demostración del acierto y de la urgencia pastoral de la Nueva Evangelización, como la adecuada respuesta de la Iglesia a los signos de los tiempos, y a lo que el Espíritu del Señor le viene reclamando a través de la voz y la doctrina del Vaticano II.
María, a quien Juan Pablo ha dedicado todo su pontíficado, nos enseña como nadie, a través de su Magnificat, de su cántico de acción de gracias, el porqué y el cómo de nuestra gratitud y júbilo expresados al Señor con motivo de los veinte años de servicio pastoral de Juan Pablo II a la Iglesia de su Hijo, a los hombres de este tiempo, llamados a ser sus hijos, a ser hijos del Padre que está en los Cielos.
Júbilo y acción de gracias que todos los hijos de la Iglesia -y, con nosotros, seguramente muchos hombres de buena voluntad- sabremos transformar en oración por nuestro Santo Padre Juan Pablo II: El Señor lo conserve, lo guarde, y lo haga feliz en el servicio evangélico de todo el Pueblo de Dios.
Con mi saludo y mi bendición,