Mis queridos hermanos y amigos:
De nuevo es tiempo litúrgico de Adviento. El Señor viene, está ya cerca. El anuncio del Angel Gabriel a María indicándole que iba a ser la Madre del Salvador y su aceptación incondicional de la voluntad de Dios -«Hágase en mí según tu palabra»- encierran una vivísima actualidad. Las promesas se cumplen, los anhelos y esperanzas más hondas de la humanidad se van a ver satisfechas en forma y por caminos que superan toda medida humana: Dios se hace hombre, carne de nuestra carne; asume nuestra condición menos en el pecado. Todo por nuestra salvación: por la salvación del hombre, también del de este tiempo y hora de la historia, de todos y cada uno de nosotros.
Por eso cuando la Iglesia comienza con el Adviento un nuevo año de su vida y peregrinación en medio del mundo, abre siempre una nueva página, concreta y actual, de su acogida del Verbo de Dios -el Hijo Unigénito del Padre-, encarnado en el seno purísimo de la Virgen María y lo hace para sí, para sus hijos y para todos los hombres. El Adviento significa para el cristiano el reto anualmente renovado de acoger a Cristo en lo más íntimo de su corazón y de su vida, o, lo que es lo mismo, en las entrañas mismas de toda su existencia: la personal, la eclesial, la familiar, la social… etc. Sí, el Señor quiere como «encarnarse» en nosotros con su gracia y con los dones de su Espíritu de modo que en todo nuestro comportamiento, en las palabras y en las obras, se pueda vislumbrar ya la nueva humanidad.
Se trata de un reto del que vive y para el que vive la Iglesia, al que ha de responder en cada época con humilde y total disponibilidad para lo que el Espíritu del Señor le vaya demandando a través de «los signos de los tiempos», siguiendo el ejemplo de María, su Modelo y Madre. Le afecta, por lo tanto, a la Iglesia Particular de Madrid de lleno. O se dispone a purificarse interior y exteriormente a fin de recibir con el alma abierta al Señor que viene o perderá la sintonía con la voz del Señor y lo que le pide a la Iglesia en este momento.
Uno de los teólogos más genial y fielmente sensibles para captar y subrayar los variados y ricos matices del Misterio de la Iglesia, pionero de la Eclesiología del Vaticano II en el siglo XIX, J. A. Möhler, se atrevía a definirla, usando de la analogía, como «la permanente Encarnación del Hijo de Dios»( J.A. Möhler, Symbolik, Köln-Olten 1958,389.). ¿Verdad que representa una bella y sugerente expresión de cómo deberíamos de percibir la llamada de la gracia y lo que exige de respuesta espiritual y pastoral en todo el campo de la acción diocesana y del testimonio cristiano en el mundo en este Adviento de 1998? «Encarnar» la vida y el amor de Cristo en la experiencia interior de la oración, en el modo de la celebración litúrgica, en el estilo de la predicación y de la enseñanza de la fe, en le encuentro diario con las personas, en la entrega a los pobres y más necesitados, en la búsqueda de los alejados y de los que han roto con Él o pasan indiferentes a su lado… es postulado vital y exigencia de todo Adviento, que adquiere resonancias singulares en este domingo con el que comienza el de 1998, en las vísperas ya del final del segundo milenio.
Juan Pablo II hará pública hoy la Bula por la que se convoca el Jubileo del Año Dos Mil, dirigida a todos los fieles de la Iglesia Católica, a los que invita y exhorta con la fuerza de la palabra apostólica a ponerse «en camino hacia el Tercer Milenio». El tono espiritual del anuncio es el de una vibrante esperanza; su trasfondo histórico-eclesial, el del júbilo agradecido por dos mil años de la venida del Señor al mundo; y su propósito pastoral, el de un decidido y radical paso de toda la Iglesia en su itinerario de conversión a Él, a Jesucristo, al que ha venido, viene y vendrá para salvarnos de nuestras miserias y pecados, de nuestro dolor y nuestra muerte. La penitencia y la conversión al Evangelio -«lenguaje recio de la pedagogía cristiana», nos dice el Papa- nos deben de fluir desde las fuentes hondas de una fe avivada y esperanzada en el Señor que viene para salvar a nuestra humanidad, la de este tiempo y de este planeta, «globalizado» en tantos aspectos de la economía, de la cultura y de la política, pero también en tantos sufrimientos y -¿cómo no?- en tantos signos de amor heroico. Precisamente el arrepentimiento, la reforma de vida urgen más que nunca cuando reconocemos con la luz de dos mil años de Encarnación del Hijo Unigénito de Dios que en los designios del que es el Amor, de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, «hemos sido bendecidos con toda clase de bienes espirituales y celestiales…» (cfr. Ef 3).
Son estos bienes, los de la Salvación, los que queremos compartir con todos los excluidos y marginados de las riquezas de la tierra y de los dones de la palabra y de los sacramentos de la Iglesia, de forma muy especial y próxima en este primer Domingo de Adviento, que en Madrid lo celebramos en el contexto del Día de la Iglesia Diocesana, a la que invitaba en los domingos anteriores a acercarse a la tremenda desgracia de los pueblos hermanos de Centroamérica con los mismos sentimientos del Corazón de Cristo.
Quiera María, la Virgen del Adviento, Nuestra Señora de La Almudena, «Vida, Dulzura y Esperanza nuestra», llevarnos de la mano por el camino de la gracia y los dones del Espíritu Santo, el que nos señala el Santo Padre en la Bula del Gran Jubileo del Año Dos Mil, para celebrarlo con frutos de verdadera renovación eclesial y humana en la comunión de toda la Iglesia.
Con mi afecto y bendición,