Mis queridos hermanos y amigos:
El Señor nos va a nacer. De nuevo celebraremos el cumplimiento de lo que preveía el profeta como el momento y el modo de la «salvación» para Israel. Así se expresaba Isaías: «Porque un Niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado: lleva a hombros el principado, y es su nombre: Maravilla de Consejero, Dios guerrero, Padre perpetuo, Príncipe de la paz». En Belén de Judá, nos ha nacido y continua naciendo ese Niño. Su Madre, la Virgen María, esposa de José, «lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre».
La visión de Isaías se había quedado irremisiblemente corta en el fondo y en la forma, en comparación con lo que iba a suceder y con lo que de hecho sucedió. El que nacía era el mismo Hijo único de Dios que había tomado carne en el seno virginal de la humilde Doncella de Nazaret. Las circunstancias que rodearon el Nacimiento fueron ciertamente de extraordinaria pobreza y sencillez, pero su significado real desbordaba todas las expectativas del hombre de cara a su futuro, abriéndolo desde lo más hondo de su humanidad, frágil y pecadora, a la Gloria de Dios. La alabanza de los Angeles en aquella noche santa de Belén lo pusieron bella e insuperablemente de manifiesto: «¡Gloria a Dios en el Cielo –cantaban– y en la tierra paz a los hombres que ama el Señor!» Efectivamente con el nacimiento de aquel Niño, el Niño Jesús, se abría en la entraña misma de la historia humana el tiempo de la Gloria de Dios y de la Paz para el hombre, plena, definitiva, eterna. Por aquel Niño el hombre va encontrar la senda de su reconciliación con Dios y con sus hermanos de su reconstrucción interior, y de la victoria sobreabundante sobre el pecado, el odio y la muerte: por la luz del amor del Padre que El revelaba, transmitía y comunicaría en el Espíritu Santo.
La Navidad de 1998 es de nuevo la presencia viva y actualizada de ese Niño recién nacido, que nos trae la Paz que se funda en la gloria de Dios. Es una oferta de gracia y amor que Dios nos hace en su Hijo a todos los hombres y a todos los pueblos de esta hora de la historia, una vez más rota y estremecida por la guerra.
Es difícil imaginar un rechazo más duro a la Paz de Belén que el que se produce cuando se hacen hablar las armas de la guerra en las relaciones entre los hombres y los pueblos. Es lo que estamos viendo estos días con el ataque que sufre el pueblo iraquí en la durísima y crudelísima acción bélica anglonorteamericana desplegada por sorpresa las últimas jornadas. ¿Es posible que naciones y hombres de gobierno, de raíces cristianas, no sepan todavía de otros argumentos para resolver los problemas internacionales que los de las bombas y los misiles? No, no se nos puede hacer creer una y otra vez que se han agotado los recursos de la noble diplomacia y del diálogo para solucionar este conflicto y que sean precisamente los países más poderosos de la tierra los que afirman que no les queda otra alternativa para resolverlo que la de las armas. ¡Malas soluciones las que se imponen con la fuerza del poder y de la acción violenta! Resultan casi siempre siembras de futuros odios, semilla de contiendas interminables, origen de dolor y muerte para los más inocentes. Los rostros de los niños de las ciudades y campos del Irak bombardeado reflejan, como en un reproche infinito, la mirada del Niño de Belén, de Jesús, el que nos nació y va a nacer por nosotros y para nuestra salvación, a fin de conseguirnos la paz verdadera, la que dura sin fin.
Porque sólo hay un camino, que no engaña, para devolver un mínimo de paz a los que están padeciendo la agresión de la guerra, un camino siempre seguro e imprescindible: el que se emprende en dirección a Belén con el corazón contrito y humillado por nuestros pecados, con la conciencia abierta a la gracia y al mandamiento de Dios, con el deseo de encontrarse con el Niño, con María y José, sus padres, para aprender a decirle con ellos: convierte los corazones de tus hijos a la Gloria de Dios, danos la Paz. ¡Que cesen de inmediato los bombardeos y ataques aéreos al Irak! ¡Que la comunidad internacional deje de asistir más o menos impasible a la tragedia de un pueblo que necesita desde hace muchos años recobrar la posibilidad de vivir libre de las amenazas que impiden su desarrollo en paz y libertad!
¡Muy feliz Navidad para todas las familias y fieles de nuestra muy querida Archidiócesis de Madrid! ¡La Gloria y la Paz de Jesús para la ciudad de Madrid y todos los madrileños!