Mis queridos hermanos y amigos:
Está ya próxima la fiesta del patriarca San José, esposo de la Virgen María, y con ella la tradicional celebración del «Día del Seminario». El Papa Juan Pablo II nos ha recordado que «es la Iglesia como tal el sujeto comunitario que tiene la gracia y la responsabilidad de acompañar a cuantos el Señor llama a ser sus ministros en el sacerdocio» (PDV, 65). Al dirigirme a toda la comunidad diocesana, deseo atraer vuestra atención sobre nuestro Seminario donde se preparan para ser sacerdotes de Jesucristo, los que un día serán vuestros pastores.
Amar el Seminario supone, en primer lugar, conocerle más de cerca a través de una mirada evangélica y con un corazón lleno de gratitud y de afecto. Ante todo, nuestros 160 seminaristas mayores, y los cerca de 50 seminaristas menores, son la expresión viva y gozosa de que, también hoy, nuestro Señor sigue llamando a unos hombres -jóvenes y adolescentes en su mayoría- como en otro tiempo hizo con los Doce: «Cuando se hizo el día, llamó a sus discípulos y eligió doce de entre ellos, a los que llamó también apóstoles» (Lc 9,13). Se trata de la llamada amorosa y exigente que compromete la libertad de los elegidos y abre ante ellos un tiempo de formación y de aprendizaje siguiendo muy de cerca al Maestro al que un día representarán en medio de los hombres continuando su misión. Cada seminarista es, así, un signo de la presencia y la gracia salvadoras de Cristo entre nosotros. Y el Seminario, «una continuación en la Iglesia de la íntima comunidad apostólica formada en torno a Jesús» (PDV, 60), que hace posible el que cada elegido -con la ayuda del Espíritu Santo- responda a la llamada del Señor con generosidad, amor y libertad.
¡Cómo no reconocer entonces en nuestro Seminario un gesto de la bondad y misericordia de Dios, nuestro Padre! Los futuros sacerdotes, como colaboradores del Obispo, serán en su día los depositarios de la misión salvadora que el padre encomienda al Hijo y que éste transmite a los apóstoles y a sus sucesores en el ministerio apostólico por el don del Espíritu Santo: «Como el Padre me envió, también yo os envío… Recibid el Espíritu Santo.» (Jn 20, 21-22). Cada sacerdote es para la Iglesia y para el mundo un verdadero regalo de Dios -así reza el lema del «Día del Seminario»- expresión viviente del amor del Padre, de la redención de Jesucristo y del don del Espíritu Santo. Como os recordaba en mi carta pastoral «Jesucristo: la vida del mundo», «el sacerdote, apacentando a la Iglesia con la palabra y la gracia, sirviendo al único y verdadero Mediador, (…), presta el mejor de los servicios a los hombres llamados a la santidad» (nº 37). El día del Seminario es ocasión propicia para agradecer a Dios el don del sacerdocio, en quienes lo ejercen entre nosotros con abnegación y generosidad, y en quienes se disponen a recibirlo.
Como todos los dones de Dios, la vocación sacerdotal es un regalo gratuito que procede de su iniciativa de gracia. Un regalo que se engendra y cultiva en la vida de la Iglesia, para ponerlo, en el día de su sazón, al servicio de su edificación y del crecimiento del Reino de Dios en nuestra sociedad. Dado que toda vocación sacerdotal es fruto de una intervención libre y gratuita del Señor, la Iglesia debe implorarlo en todo momento con la confianza puesta en las promesas de Dios: «Os daré pastores según mi corazón que os den pasto de conocimiento y prudencia» (Jer 3,15).
Nuestra fe nos asegura la fecundidad de nuestra oración aun cuando las circunstancias sociales no parezcan favorecer el incremento vocacional. Fecundidad que la misericordia de Dios nos permite ver reflejada en el rostro de los seminaristas que, en cada curso y en número creciente, ingresan en los seminarios de la Provincia eclesiástica de Madrid. La responsabilidad de toda la comunidad diocesana hacia el Seminario nos exige cumplir la exhortación del Señor: «Rogar, pues, al Dueño de la mies que envíe obreros a su mies» (Mt 9,38). Dios no hará oídos sordos a esta súplica.
No podemos olvidar, sin embargo, que es tarea nuestra posibilitar que la llamada del Señor sea escuchada y obedecida. Desde hace años, y en el contexto cultural de la Europa occidental, se viene constatando una significativa crisis de vocaciones,, cuya raíz más profunda se encuentra en una verdadera crisis de fe y de sentido cristiano de la vida. Una visión secularizada del hombre y de su destino impide reconocer su más radical vocación de hijo y creatura de Dios y, consecuentemente, hace muy difícil la percepción de una posible llamada de Dios. Es verdad que su incidencia en España y, más concretamente en nuestra Archidiócesis no ha adquirido, gracias a Dios, los tintes dramáticos de otros países. Es verdad que contamos con un número significativo de candidatos al sacerdocio. Pero también observamos que muchos de nuestros jóvenes y adolescentes acusan ya el falso atractivo de esta cultura secularizada que les impide escuchar a Dios y entregar la vida a su servicio.
Más doloroso resulta comprobar cómo la atonía cristiana y vocacional influye en ciertos ambientes y personas que se confiesan cristianos. ¿por qué no pocos sacerdotes se inhiben todavía ante la pastoral vocacional, o no se atreven a proponer el sacerdocio a los jóvenes como un camino ilusionante y gozoso de realización de la propia existencia? ¿Qué ocurre en algunas familias cristianas que viven como contrariedad o fracaso social el que un hijo vaya al Seminario? ¿Cómo no interrogarse ante unos procesos educativos en la fe que no logran suscitar la entrega total al Señor en respuesta a su llamada? Estos interrogantes ponen en evidencia el que no siempre la vocación sacerdotal es percibida, acogida o fomentad como un verdadero regalo de Dios, signo inequívoco de la vitalidad y generosidad cristianas.
La celebración del «Día del Seminario» vuelve a recordarnos, con palabras del Papa, la urgencia de «que se difunda y arraigue la convicción de que todos los miembros de la Iglesia, sin excluir ninguno, tienen la responsabilidad de cuidar las vocaciones»(PDV 41). Con la confianza puesta en «el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre de las misericordias y Dios de todo consuelo» (2Cor 1,3), y superando temores e incertidumbres, la caridad de Cristo nos urge a todos los diocesanos a movilizarnos en esta dirección: en la predicación y la catequesis, en la educación cristiana de los jóvenes, en los hogares cristianos, en los movimientos y asociaciones de Iglesia… Para todos es tiempo de proclamar con valentía la gracia de la vocación al ministerio apostólico, y su necesidad para la vida de la Iglesia. Que ningún educador cristiano -especialmente los sacerdotes- tema «el proponer de modo explícito y firme la vocación al presbiterado como una posibilidad real para aquellos jóvenes que muestren tener los dones y las cualidades necesarias para ello» (PDV 39).
Encomendamos, un año más, nuestro Seminario al cuidado de la comunidad diocesana, axhortándoos a orar por los futuros sacerdotes; a manifestarles vuestro afecto, cercanía y comprensión; a colaborar en los gastos de su formación con la generosidad de vuestra aportación económica, y a implorar la gracia de que el Señor distinga a vuestra familia, parroquia o comunidad con el don de nuevas vocaciones. Con la mirada puesta en María, la Madre del Buen Pastor, elegida para la misión única de ser la Madre del Salvador, pedimos para todos nuestros seminaristas y para todos los jóvenes que escuchen la llamada del Señor, su misma generosidad: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra» (Lc 1, 38).
Con mi afecto y bendición,