Mis queridos hermanos y amigos, mis queridos jóvenes:
El Papa os ha convocado a celebrar la Jornada Mundial de la Juventud de 1999 en vuestra Iglesia Diocesana y, según una ya firme tradición, el Domingo de Ramos. Es una hermosa Fiesta, un espléndido marco litúrgico, extraordinariamente apropiado para el «Día de los Jóvenes», para su «Jornada» anual en la vida de la comunidad eclesial. ¿No eran precisamente los niños y los jóvenes los que destacaban en medio de la multitud que aclamaba a Jesús en su entrada en Jerusalén? La Iglesia necesita a sus jóvenes para poder acoger a Jesús de nuevo ante su entrada en «el Jerusalén» de nuestro tiempo: con fe jubilosa, sin complejos, sin miedo al qué dirán, rezumando simpatía y entusiasmo por el Maestro, como sucedió aquel primer Domingo de Ramos de la historia, que hoy vuelve a la actualidad.
Y, los necesita, de forma muy especial, hoy dramáticamente actual, para preservar y promover el bien inestimable de la paz. De nuevo, en el corazón de Europa, se masacra y expulsa a poblaciones enteras de su tierra y hogar con la fuerza militar. De nuevo se hace uso de la acción bélica para poner fin a esa situación, pero con riesgos y sufrimientos sin cuento para los más débiles e indefensos: el pueblo, víctima inmediata y mediata de los efectos de la guerra. ¡Cómo necesitamos en esta Semana Santa, mirar al Jesús del Domingo de Ramos, «el Rey pacífico», que entra en Jerusalén abriendo camino al Reino de Dios: Reino de perdón, de salvación y de paz! Mirémosle y pidámosle, como nos insiste el Santo Padre, para que el lenguaje de las armas sea sustituido lo más pronto posible por el lenguaje del diálogo diplomático, honrado, generoso, reconciliador, en el espíritu justamente de Jesús que no se arredra ante la Cruz para instaurar definitivamente el Tiempo nuevo de la humanidad: el de la reconciliación de los hombres con Dios y de los hombres entre si.
Pero no debemos olvidarlo: aquella entrada triunfal de Jesús en la Ciudad Santa era el preludio inmediato de su Pasión y Muerte en la Cruz. Jesús lo sabía; se lo había predicho a los Doce en variadas ocasiones. Nunca acabaron de creérselo del todo, ni siquiera los más íntimos: Pedro, Juan y Santiago, testigos de la gloria de su Transfiguración en el Tabor. Lo mismo ocurre con la nueva subida y entrada de Jesús en «Jerusalén» en 1999. Se trata también de su último «paso» en la dirección hacia su destino final: el de ser entregado a sus enemigos, para poder así entregarse Él en oblación de amor al Padre por la Salvación del mundo. Las aclamaciones al Mesías que resonaron aquel día en Jerusalén enmudecieron muy pronto. Cuando desde el punto de vista de la opinión pública de entonces, Jesús pierde, es derrotado y ajusticiado; se dispersan los discípulos, calla el pueblo. Es más, ante el Jesús Crucificado, levantado en aquel «Arbol» de ignominia a la vista de todos, los «hosanna, Hijo de David» son intercambiados por los improperios, los insultos y el sarcasmo: «si eres Hijo de Dios baja de la Cruz».
Sin embargo en la Semana Santa de 1999 no debiera ser así, porque la Iglesia -y nosotros con ella- sabemos que ciertamente en la subida a Jerusalén se iniciaba para siempre el camino de la Cruz, pero el de la Cruz Gloriosa, por la que nos ha llegado redención y salvación. Para nosotros, los cristianos, para todos los que creen en Jesús, está patente que con aquella entrada triunfal Él se encaminaba directamente al Sacrificio de la Cruz como «el paso» último y definitivo para la Resurrección y la Vida: para inaugurar la Pascua Nueva y Eterna. Y, sobre todo, sabemos que detrás de aquella decisión de Jesús, de afrontar la muerte -y una muerte de Cruz-, operaba el Misterio infinito, inefable, de Amor que es Dios; convirtiéndose en el acontecimiento salvador por excelencia, misterioso, inenarrable, pero cierto e irrevocable: el Padre lo entregaba y Él se entregaba al Padre en el Espíritu Santo para salvar al hombre. Hoy poseemos la certeza indestructible e infaliblemente demostrada de lo que Él predicaba y aseguraba a los suyos: «EL PADRE OS AMA».
¡El Padre os ama, el Padre nos ama, queridos jóvenes! Vamos a proclamarlo en nuestra celebración del Domingo de Ramos de este año, como quiere Juan Pablo II, con acentos nuevos: con los que brotan de la verdad de una vida convertida a Jesucristo, descubierta quizá por primera vez por muchos de vosotros en toda su atractiva y limpia belleza, o encontrada de nuevo después de tantas rendiciones a propuestas seductoramente presentadas de existencia vana y falsa. La vida convertida a Jesucristo es vida que ha descubierto el Amor y su fuente única y auténtica que no es otra que el Padre que nos busca, que nos perdona, que nos conduce de nuevo al hogar de la vida sin fin, que nos señala y aclara el camino: el del doble Mandamiento del Amor a Dios y al prójimo. Jesucristo os espera, para reconciliaros con el Padre que os ama, en la comunión de la Iglesia, a través del ministerio de sus sacerdotes.
¡Hagamos juntos de 1999 un Año de la conversión de los jóvenes que, dejándose mirar a los ojos por Cristo, le dicen Sí, le dicen que desean ardientemente volver con todos los jóvenes del mundo -sobre todo, con los más necesitados y los más hundidos en las miserias morales y materiales de nuestra sociedad- a la Casa del Padre, y que lo quieren eficazmente!
María, la Madre de Jesús, estaba muy cerca de su Hijo aquellos días terriblemente dramáticos del Jerusalén que lo llevó con crueldad e ingratitud inauditas al suplicio de la Cruz. Le acompañaba como la «hija predilecta del Padre» (TMA, 54), que por eso «mereció llegar a ser la Madre de su Hijo» (Mensaje del Santo Padre, XIV JMJ 1999, 7), ofreciéndolo y ofreciéndose con Él para que los hombres de todos los tiempos conociesen y experimentasen, a través de las palabras del amor divino, inigualablemente expresadas en la Cruz y en la Resurrección, que estaban llamados a ser hijos y quisieran serlo.
Con Ella, nuestra Madre, queridos jóvenes, y de su mano, encontraremos el Camino: el camino de la Cruz, de la Resurrección, de la Paz y de la Gloria.
Con mi afecto y bendición,