Mis queridos hermanos y amigos:
Cuando el hombre emplea deliberadamente la violencia contra otro hombre, incluso hasta matarle, siempre surge la pregunta inquietante del porque y del como de una conducta así, en el fondo tan atroz y tan inexplicable. Si, además, la violencia contra el otro se organiza y se despliega en el forma masiva e indiscriminada de la guerra -del ataque de un pueblo contra otro, de un grupo social, étnico, etc… contra otro, sirviéndose o no de la fuerza propia del Estado- entonces la pregunta se hace cada vez más angustiosa y radical: se convierte en una pregunta por el hombre mismo, por el sentido, la vocación y la dignidad del ser humano. En el relato bíblico de Caín y Abel se descubre ya como la tentación de la envidia, de la soberbia, de la pasión desatada y, al final, del odio, puede llevar a un hombre a dar muerte y a asesinar a su hermano. Pero se revela igualmente como esa acción es reprobada por la conciencia, como es sometida al juicio de Dios que la reclama y manda: ¡no matarás!
La pregunta se hace más dramática para los cristianos. Si también después de Cristo, después de que Jesús de Nazareth, el Hijo de Dios vivo, fuese llevado injustamente a la muerte de Cruz y hubiese resucitado, se sigue matando, se sigue haciendo la guerra como método de resolver problemas sociales, económicos y políticos; si los mismos seguidores de Jesucristo han sido y continúan siendo protagonistas activos de las mismas, sabiendo que en su Cruz ha sido vencida y superada para siempre toda venganza y todo odio, ¿no hay ya lugar para la esperanza? ¿No hay lugar para poder esperar con firme confianza de que la guerra pueda terminar pronto en los Balcanes, que pueda ser desterrada de la geografía tan atormentada de la Europa del siglo veinte que fenece, y que ha conocido sus versiones más terribles en las dos Guerras Mundiales? ¿Y aún de todo el mundo?
En el Misterio de la Pascua de Jesucristo Resucitado alienta, con vigor inmarcesible y con verdad que no engaña, la respuesta. Sí, Jesucristo Resucitado nos muestra de forma inequívoca quien es en verdad el hombre, a que está llamado, cual es su vocación, cuales son sus responsabilidades y sus posibilidades. En El, el Resucitado, sabe el hombre que está llamado a recobrar desde el primer momento de su existencia en este mundo la adopción como hijo de Dios, que esa es su vocación en el tiempo y en la eternidad, y, que por ella, el principio primero de relación entre los hombres no puede ser, ni es otro, que el de la fraternidad. Por el Resucitado se ha abierto la posibilidad real de un «hombre nuevo», en el que el pecado, la maldad y la muerte pueden y deben ser derrotadas.
Se trata de un saber en el que la fe ilumina la razón, descifrándole todas las oscuridades de su experiencia histórica.. Una fe plena que completa y supera la fe del Pueblo de la Antigua Alianza, y que ayuda a comprender como Abel, su sangre inocente, prefiguran la imagen del Hijo de Dios, hecho hombre, que convierte la muerte por odio -la suya propia- en un instrumento de redención y salvación eminente, por su oblación de amor infinito a Dios Padre.
Se trata de un saber práctico, que podemos vivir y testimoniar ya desde ahora en todo el curso y todos los campos de nuestra existencia diaria, unidos al Resucitado, reviviendo nuestro bautismo por el Sacramento de la Penitencia, dejándonos perdonar, acompañar y amar por El, dispuestos en esta Pascua de 1999, ensombrecida por la muerte y el dolor de tantos hermanos víctimas de la guerra, en activos constructores de la paz que se alimentan de su Palabra y de su Mesa Eucarística de su Cuerpo y de su Sangre.
Por ello, hoy, en este Tercer Domingo de Pascua, sigue siendo posible, próxima y victoriosa la esperanza, porque el Pueblo de Dios, nosotros, habiendo recobrado la adopción filial, unidos en la oración de súplica y en la alabanza a Jesucristo Resucitado, en la cercanía de su Madre, la Reina del Cielo, podemos seguir diciendo al mundo con el lenguaje de las obras del amor cristiano: que hemos de resucitar con Cristo gloriosamente, y que la fuerza de la Resurrección se irá mostrando una y otra vez, también ahora, con una nueva siembra de la semilla de la paz en los surcos del alma y del futuro de los pueblos de Europa; que no es otra que la del perdón, la misericordia y el amor redentor de Jesucristo Resucitado.
Con mi afecto y bendición,