Mis queridos hermanos y amigos:
La Fiesta de los Apóstoles Pedro y Pablo nos invita al recuerdo anual, en el domingo más próximo a ella, de quien es hoy para la Iglesia PEDRO, de quien ejerce en ella y para toda ella como su Sucesor el ministerio de Supremo Pastor y Vicario de Cristo. Juan Pablo II es quien hoy cumple la misión confiada a Pedro por el Señor de ser «piedra» y «fundamento» visible sobre el que se edifica la Iglesia Una Santa Católica y Apostólica; el que confirma en la fe a sus hermanos y los apacienta en el nombre y en el amor de Cristo. La mención habitual del Papa en la oración eucarística de todos los días debe de adquirir en este domingo, «día suyo», una especial nota de gratitud cordial y de plegaria sentida y ferviente por su persona y por todos los afanes, proyectos e impulsos pastorales que conforman su solicitud por el bien de todas las Iglesias y de todo el mundo. Y nuestra comunión filial con él debe de crecer en hondura espiritual y en frutos de adhesión sincera a su Magisterio y de apoyo efectivo a todas sus obras apostólicas y aquellas de ayuda y alivio a los pobres y a los más necesitados de la tierra.
Es imposible, en el umbral del Año Dos Mil, al renovarle nuestro testimonio de afecto y de obediencia eclesial, que no nos fijemos en una de las características más típicas y más sobresalientes de su estilo y forma personal de encarnar el ministerio de Pedro en la Iglesia y en el mundo de nuestros días: la del servicio a la Catolicidad… Comprendida y vivida en el sentido más hondo de la palabra, como el reflejo en la constitución, en la vida y en la misión de la Iglesia, del mandato del Señor a los doce de predicar el Evangelio a toda criatura, bautizando a todos los que creen en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. O, con otras palabras, como la exigencia vital y constitutiva que se deriva para la Iglesia del carácter universal de la Salvación que nos ha llegado en Cristo y de la cual es ella su «sacramento».
Juan Pablo II, el Papa del Año Dos Mil, nos ha puesto de relieve con manifiesta evidencia, a través de sus incansables viajes apostólicos por toda la geografía del planeta, como la Iglesia es una comunidad constituida «universalmente». Nadie que quiera seguir a Cristo lo podrá hacer con fidelidad plena al don de su gracia y de su Espíritu que nos salva, sino se inserta y vive en una comunidad cristiana, integrada en la correspondiente Iglesia Particular en comunión plena con la Iglesia Universal y su Pastor: el Obispo de Roma y Sucesor de Pedro. Pertenecer a la Iglesia de Jesucristo en toda su verdad salvífica y en todo su compromiso misionero implica y conlleva para los fieles y las comunidades vivir plenamente en y de la Comunión Católica. La tentación de narcisismo localista y particularista que acecha a veces la pastoral parroquial y diocesana, el peligro de pretender configurar las comunidades eclesiales a imagen y semejanza de nuestras subjetivas y reducidas experiencias y opiniones que la empequeñecen y falsean -en una suerte de autogénesis puramente humana de la Iglesia- solo pueden ser superadas con el corazón abierto y ensanchado por el amor de Cristo, dispuesto a mirar a toda la Iglesia, a la Iglesia Universal. La que el Papa muestra y reúne incansablemente en sus encuentros apostólicos dentro y fuera de Roma: como una riada incontable de hijos de los hombres que han sido llamados a celebrar con sentimientos de alabanza, acción de gracias y de conversión penitente el Gran Jubileo de dos mil años de Cristo y de su Evangelio.
El Papa, además, sensible testigo de la historia de nuestra época, como tocada ya, e irreversiblemente, por la Gracia de la Pascua de Jesucristo Resucitado, nos ha ayudado igualmente a través de un Magisterio vivo y alerta a todos «los signos de los tiempos» con sencilla, aunque excepcional clarividencia a comprender, estimar y asimilar la catolicidad de la Iglesia, vista en su dimensión temporal e histórica. La Iglesia de hoy es la Iglesia fundada por Cristo y animada por el Espíritu Santo. Es la Iglesia de todos los tiempos. El hilo conductor de la Era Cristiana. Organismo vivo, idéntico a sí mismo, que abarca generaciones, pueblos y épocas como a modo de sacramento en Jesucristo de la unión de los hombres con Dios y de los hombres entre si. En el que se trasmite y vive, en comunión ininterrumpida e indefectible con Jesucristo, la fe y el perdón, la conversión y la gracia, la esperanza que no defrauda y el amor auténtico: la santidad. La tentación y el peligro de relativizar a medida de las conveniencias y de las pasiones humanas la verdad, la vida y la fuerza transformadora del Evangelio, o lo que es lo mismo, la verdad y la plenitud definitiva de la Salvación que Dios ofrece al hombre, sólo se supera con una acogida confiada y humilde de la Palabra de Cristo, testificada, proclamada y comunicada apostólicamente bajo la guía del Magisterio a lo largo y a lo ancho de una historia irrevocablemente encaminada a la revelación plena del Reino de Dios.
Juan Pablo II, con su palabra y testimonio de Supremo Pastor de la Iglesia, nos ha enseñado a comprenderla y a amarla como la «CATOLICA»; comprometiéndonos con uno de los aspectos más actuales y urgentes de su misión: llevar en toda su plenitud al hombre, a todo hombre, la presencia y la gracia de Jesucristo y de su Evangelio: en una palabra, la SALVACION.
Con todo afecto y mi bendición,