En la Jornada anual del «Apostolado de la Carretera»

Sobre el amor al prójimo

Mis queridos hermanos y amigos:

El amor al prójimo pertenece a la entraña misma de la vida y de la existencia cristianas. Forma con el amor a Dios, del cual se deriva necesariamente, el núcleo de toda la moral fluyente de la Fe y de la Gracia de Jesucristo. En el doble Mandamiento del amor a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a uno mismo resumía Jesús en su predicación todo el contenido de la Ley y los Profetas. Aunque Él mismo enseñaría con precisión y hondura sobrenaturales hasta donde llegan las exigencias del amor de Dios para aquellos dispuestos a seguirle, y en qué consiste la esencia del amor. Dirá que el amor radica en que Dios nos ha amado primero, cuando aún éramos pecadores, y que ama al prójimo en toda su verdad, no aquél que se limita a amarlo como a sí mismo sino quien lo ama como Él, Jesucristo, nos amó, entregando su vida por nosotros y nuestra salvación: «Amaos como yo os he amado», decía el Señor, sino «no podréis ser mis discípulos». El modelo y la medida del amor al prójimo ya no se desprenden de otro principio y fuente que la que se nos ha mostrado en la Cruz de nuestro Señor Jesucristo.

Mucho se han debatido en el contexto de la sociedad moderna y contemporánea, tan sensible a situaciones de explotación y empobrecimiento de anchas capas de la población, especialmente de los trabajadores, las grandes cuestiones de la justicia social. Hoy mismo esta problemática se ha trasladado, con no menor gravedad que hace un siglo, al campo de las relaciones entre las naciones y los pueblos. El Magisterio Pontificio, iniciado por Pablo VI y continuado por las grandes encíclicas sociales de Juan Pablo II, ha puesto de manifiesto cómo las exigencias de la justicia social y de la solidaridad alcanzan a las relaciones de las naciones ricas del hemisferio norte con los pueblos más pobres de la tierra en el hemisferio sur. No sólo cada Estado y comunidad política, sino también la comunidad internacional, han de conformarse y estructurarse cada vez más netamente de acuerdo con los postulados de la justicia social. En este debate ha emergido -y emerge- siempre como uno de sus aspectos más decisivos, sobre todo para los cristianos, la pregunta por la debida relación entre justicia y caridad. La respuesta de la doctrina social de la Iglesia tampoco ha dejado la menor duda en el enfoque y solución del problema: la caridad cristiana -el amor de Cristo y en Cristo- incluye el cumplimiento de la justicia social, y no un cumplimiento cualquiera, sino el enriquecido cualitativa y cuantitativamente por el estilo y actitud de permanente e incondicional servicio. El que ama promueve la justicia con misericordia y da mucho más que lo que ésta le puede pedir en su trato con el prójimo. El que ama cristianamente se da a sí mismo, aunque le cueste sacrificio y oblación.

El campo del amor cristiano al prójimo es muy amplio; se extiende a todas las relaciones del hombre con el hombre: las privadas y las públicas. Al prójimo hay que amarlo siempre y en cualquier circunstancia. Y, por ello, alcanza también ese ámbito de la vida social, de tanta actualidad y de tanta influencia en la existencia diaria del hombre contemporáneo, que es el tráfico en carretera.

Son millones los ciudadanos que usan el automóvil para sus desplazamientos diarios en la ciudad y los que recurren a él para los viajes en períodos de vacaciones y en otras muchas situaciones de la vida, además de ser un medio muy generalizado de transporte público de las personas, y del transporte de mercancías. El daño que se puede causar al prójimo con el uso irresponsable de estos medios de locomoción puede ser, y es muy frecuentemente, gravísimo: nada menos que la muerte y las más graves lesiones corporales. Las cifras de las estadísticas en accidentes mortales alcanzan cotas horripilantes. Las pérdidas materiales producidas por los accidentes de tráfico en ciudades o en carreteras son cuantiosísimas. Y, lo que es más corriente, la desconsideración, el estilo avasallador y la falta de generosidad con el otro, típico del comportamiento de muchos conductores, está convirtiendo las calles de nuestras ciudades y las vías de comunicación por carretera en lugares de crispación y nerviosismo colectivos. Los responsables del Apostolado de la Carretera en la Conferencia Episcopal Española se han atrevido a proponer, al comienzo de los masivos desplazamientos veraniegos, para su Jornada anual de este año -que coincide con este Domingo XIV del tiempo ordinario, cuatro de julio- a todas las comunidades eclesiales y la sociedad en general una aplicación muy incisiva del primer mandamiento de la ley de Dios: «Amarás tu vida sobre todas las cosas y la de tu prójimo como tu vida misma».

Verdaderamente, si hay un campo de las relaciones humanas en la sociedad de nuestros días donde urge tomar en serio el amor cristiano al prójimo, es éste, el del tráfico por carretera. La verdad y la autenticidad de nuestro amor al prójimo se verifica también aquí. Es más, se comprueba y realiza de forma grave y cotidiana en el cumplimiento de nuestros deberes ciudadanos como actores y participantes de ese fenómeno social de nuestro tiempo que es el tráfico en la ciudad y en la carretera. Y no basta un cumplimiento cualquiera, y menos el que se limita a la mera y legalista observancia de las normas de tráfico, sobre todo cuando se advierte la presencia de los agentes de la autoridad. La forma de comportarse de un cristiano en el tráfico ha de estar guiada por un hondo sentido de la responsabilidad, tan cuidadoso y delicado con las personas, que nos lleve y anime a tratarlas yendo mucho más allá de lo que nos exigen las leyes y reglas civiles.

Eh aquí un tema de inequívoca actualidad para preguntarnos por el realismo de nuestra conversión a una vida de mayor seguimiento de Jesucristo, y eh aquí un motivo para nuestra oración por los hermanos al comienzo del tiempo vacacional del verano.

Que acompañe a todos los que viajan en estos días de las vacaciones veraniegas la cercanía del Arcángel San Rafael y, sobre todo, el amor maternal de María, Nuestra Señora y Madre, la Virgen del Camino.

Con todo afecto y mi bendición,

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