Mis queridos hermanos y amigos:
Hoy entra de nuevo la Iglesia en el tiempo litúrgico de Adviento, dos mil años después del primer Adviento de la historia. Mejor dicho, revive y actualiza por milésima segunda vez ese primer y decisivo Adviento que preludió la venida del Hijo Unigénito de Dios en nuestra carne: el Misterio de su Encarnación y Nacimiento de María, la Virgen. Año tras año, desde aquellos momentos, que San Pablo calificaría como «la plenitud de los tiempos» (Gal 4,4), la Iglesia con todos sus hijos e hijas ha tratado de renovar en cada momento de su propia historia, inserta en la historia de toda la humanidad, la esperanza del Salvador, del Mesías prometido a Israel, el pueblo elegido para mantener fielmente abierto el diálogo salvador de Dios con el hombre, que había pecado desde el principio.
También lo quiere hacer en este año singular, convocada por el Santo Padre para celebrarlo como un Gran Jubileo, en el que la Gloria de la Santísima Trinidad —de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo— resuene en su corazón, y en medio del mundo, como el canto de la definitiva salvación de los hombres, llamados a participar de esa Gloria. Y es preciso que lo haga con acentos propios de este tiempo; con palabras y con hechos, impregnados de fe honda, de gozosa esperanza y ardiente caridad, perceptibles en su cercana sencillez y concreción al hombre de hoy; en nuestro caso, a los madrileños de finales de 1999.
Los creyentes viven la esperanza del Salvador no en forma de una espera de alguien que está por venir todavía, sino de alguien que ha venido ya. San Pablo saludaba a los fieles de la primera comunidad cristiana de Corinto deseándoles «la gracia y la paz de parte de Dios, nuestro Padre y del Señor Jesucristo» (1Cor. 1,3), pero no como algo de lo que careciesen, sino como de algo que ya poseían. De hecho, les reconoce que «por él habéis sido enriquecidos en todo: en el hablar y en el saber; porque en vosotros se ha probado el testimonio de Cristo» (1Cor. 1,5-6). El Salvador nos ha llegado ya con el don de la vida nueva, ciertamente; pero aún aguardamos su manifestación plena. Nos ha llamado a participar en su vida, aunque como peregrinos, todavía en camino. Nos encontramos en su última etapa, pero en camino. San Agustín, en uno de sus bellos Sermones (Sermón 256,3) dirá de lo que debe de ser —y es— la experiencia del verdadero cristiano como un «camino»: «¿Qué significa ‘camina’? Adelanta, pero en el bien. Porque hay algunos, como dice el Apóstol, que adelantan de mal en peor. Tú, si adelantas, caminas; pero en el bien, en la fe verdadera, en las buenas costumbres; canta y camina».
Nuestro Adviento del Año Dos Mil debemos de vivirlo pues, —de acuerdo, por otra parte, con las orientaciones de la Bula Pontificia de la Convocación del Gran Jubileo— como una toma de conciencia personal y comunitaria en toda la Iglesia, de que es necesario reemprender «el camino» que es Jesucristo, que es su Evangelio, con un auténtico espíritu de conversión interior. Dispuestos, en primer lugar, a vivir de la llamada a la vocación a la santidad en su perenne y siempre actualizable originalidad; y, luego, a vivirla en medio de nuestra sociedad, consecuentemente. Sólo así nuestra celebración del Adviento del Año Dos Mil adquirirá la densidad espiritual y misionera que reclaman «los signos de los tiempos».
Si de algo carece el hombre contemporáneo, marcado por la cultura materialista dominante o por «el humanismo inmanentista» de moda —en expresión usada en la Segunda Asamblea del Sínodo para Europa—, es de fe, de la vivencia del encuentro con Dios; y, consiguientemente, de fundamentos sólidos y de orientación verdadera para enfocar al camino de su vida en este mundo. La crisis de fe precede y acompaña siempre las crisis morales y existenciales de las personas y de las sociedades. Despertar en el alma de muchos de nuestros conciudadanos, especialmente de muchos jóvenes, la nostalgia dormida de Dios, avivar el rescoldo de una primera fe, recibida todavía en muchos casos en el seno de la familia, constituye nuestro primer reto personal y pastoral a la hora de adentrarnos espiritual y litúrgicamente en la celebración de este Adviento, lleno de nuevas perspectivas de gracia y salvación, que nos endereza hacia el Gran Jubileo del Año Dos Mil del Nacimiento de Jesucristo Nuestro Salvador.
¡Cómo urge que la Iglesia transparente más y más luminosamente la presencia viva del Señor, que ha venido y viene al encuentro del hombre de finales del 2000 en Madrid, en España, en Europa, en todo el mundo! Y… cómo necesita la humanidad actual comprender «cordialmente» que «el Cristianismo comienza con la Encarnación del Verbo», es decir, que en el cristianismo «no sólo es el hombre quien busca a Dios, sino que es Dios quien viene en persona a hablar de sí al hombre y a mostrarle el camino por el cual es posible alcanzarlo» (Juan Pablo II, TMA 6). Porque, además, sólo así el hombre podrá acertar a encontrar al hombre, como a el hermano, al que debe respeto, justicia, solidaridad, amor.
Que la Virgen María, la que desde su Purísima Concepción se abrió incondicionalmente a la voluntad amorosa de Dios Padre para ser Madre del Hijo y Esposa del Espíritu Santo, nos enseñe a vivir el Adviento del Año Dos Mil como el comienzo de una nueva era de la Evangelización, vivida en la comunión misionera de la Iglesia.
Con mi afecto y bendición,