Mis queridos hermanos y amigos:
Si hay algún bien que los profetas de Israel y los sencillos del pueblo asociaban a la promesa y esperanza del Mesías, ese bien era la Paz. Una paz plena, integral, que había de instaurarse en el interior mismo del hombre —la paz del corazón arrepentido y perdonado por la misericordia de Yahvé—, que alcanzaría el destino y la suerte del pueblo elegido con proyección a todos los pueblos de la tierra —la paz superadora de los odios y divisiones entre las naciones y comunidades, la que pone fin a la guerra en las relaciones humanas— y que pondría al hombre en el camino de la victoria sobre la muerte y sobre el pecado —la paz, fruto de la gracia salvadora de Dios—.
Los protagonistas de ese primer gran tiempo de Adviento del Mesías esperado, deseado y suplicado, sobre todo los humildes y pobres del Señor —los «anawin»—, lo saludaban y anhelaban como «el Príncipe de la Paz». María, su Madre, con su esposo José y los pastorcillos testigos de su nacimiento en Belén, cuando llega la hora cumbre del cumplimiento de las promesas, oirán como eco celestial la voz de una multitud de Angeles que cantaban: «GLORIA A DIOS EN EL CIELO Y PAZ EN LA TIERRA A LOS HOMBRE QUE DIOS AMA». Desde entonces la Iglesia entera vive todos sus Advientos como la espera de Aquel que viene a traer la paz que el mundo anhela y que no puede darse a sí mismo. También lo hace, y de una manera fuertemente sentida y subrayada, en este Adviento del Año Dos Mil que pone fin a un siglo donde se dieron cita trágica el olvido público y sistemático de Dios, impuesto por las vías de la persecución y de la violencia en los escenarios más diversos de la geografía europea, y las dos guerras más universales y más devastadoras que conoce la historia de la humanidad.
Este Adviento del Año Dos Mil nos lleva por ello a los cristianos a acentuar la vivencia honda de lo que el Papa en la Bula de Convocación del Gran Jubileo del Año Dos Mil, Incarnationis mysterium, llama «el recio lenguaje que la pedagogía divina de la salvación usa para impulsar al hombre a la conversión y a la penitencia» (Im 2); es decir, a aceptar la invitación apremiante a un cambio real de nuestras vidas, traducido en comportamientos, estilos de existencia y compromisos al servicio del Evangelio de la Paz. De aquí igualmente que todo el dinamismo de la Iglesia, especialmente en Europa y en España, haya de dirigirse y formularse como una gran oración y súplica, cargada de esperanza, a Jesucristo, Rey Pacífico y Rey de la Paz por excelencia: ¡que se destierre para siempre la guerra del escenario europeo, el que debe configurarse ya como «la casa común europea»! ¡que no retornen nunca más las luchas fratricidas a España! ¡que cese para siempre todo plan y acción terrorista: agresión directa, y sin justificación moral y humana posible, contra el bien y el don de la paz!
No ha podido haber estos días una noticia más en contradicción con el espíritu y la esperanza del Adviento que el anuncio de ETA de abrir de nuevo las páginas de su siniestro libro de atentados contra las personas y los bienes públicos y privados. Su actitud se plantea en definitiva como un desafío al Dios Todopoderoso, Padre de misericordia, y al Jesús, el Salvador de la noche gloriosa del Belén de la Paz para los hombres que ama el Señor. Y el Señor ama a todo hombre, quiere amarlo eficazmente, para que se convierta en testigo e instrumento de su paz. El terrorista se opone a que Dios lo ame. Rechaza este amor. No hay ninguna razón mínimamente plausible, que pueda entender cualquier hombre de buena voluntad, del porqué de esta negativa obcecada. Toda reclamación o ideales de futuro político, social o cultural pueden ser promovidos en el contexto de la libertad y pluralismo responsables con el método del diálogo respetuoso con los derechos fundamentales de la persona y en actitud de búsqueda sincera del bien común.
La noticia, cargada de amenazas y de malos presagios, no debe hacernos caer en el miedo o en el encogimiento temeroso y paralizador de nuestra esperanza: la esperanza de la venida renovada del Señor en la nueva Natividad del Año Dos Mil, del Niño que Isaías anunciaba y designaba como «Maravilla del Consejero, Dios guerrero, Padre Perpetuo, Príncipe de la Paz», el que viene «a dilatar el principado con una paz sin límites». Porque esta esperanza nadie, ni nada nos la puede arrebatar. Oremos con MARÍA, la Reina de la Paz, la Virgen del Adviento, por el cese definitivo de las acciones terroristas en España. Comprometámonos activa y solidariamente con todos los que tiene la responsabilidad principal en la salvaguarda de la paz pública y con todos los ciudadanos de buena voluntad en la consecución de ese logro, imprescindible para gozar de lo más elemental del bien de la paz: el fin del terrorismo en cualquier rincón y comunidad de nuestra Patria.
Con mi afecto y bendición,