Mis queridos hermanos y amigos:
La Iglesia se prepara ya para celebrar la Jornada por la Vida en este año, el 2000 del Nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo, el próximo Domingo día seis de febrero, con la conciencia creciente de que una de las más decisivas causas en las que se va a jugar el futuro de la humanidad y la salvación del hombre en este siglo y milenio, que acaban de comenzar, va a ser la causa de la vida.
Se ha escrito mucho en estos últimos meses sobre el siglo XX que concluye. Crónica y valoración histórica se han mezclado a la hora de hacer el balance retrospectivo de lo que han supuesto en el progreso de la humanidad, los acontecimientos, personajes, ideas, corrientes culturales y sociales que lo han caracterizado más significativamente. Los juicios valorativos han sido muy diversos según la perspectiva o criterio de interpretación ideológico adoptados. Pero hay un dato en el que apenas se constatan divergencias: el siglo XX ha sido como dice un conocido autor, «el siglo de las guerras», de las más terribles de toda la historia humana. Desde la perspectiva de la fe católica, habría que añadir, además: el período histórico, dentro de la era cristiana, en el que el valor fundamental de la vida se ha visto más universalmente amenazado y más abiertamente puesto en cuestión. Tanto es así que la Iglesia, primero en el Concilio Vaticano II, y luego a través de un Magisterio Pontificio siempre alerta a «los signos de los tiempos», el de Pablo VI y Juan Pablo II, ha considerado la relativización generalizada del valor y del derecho a la vida como uno de los primeros retos doctrinales y pastorales a los que sus hijos y sus hijas han de dar respuesta lúcida, generosa, valiente y apostólica en los próximos años. Juan Pablo II no ha vacilado en articular y proponer a todos los creyentes y a todos los hombres de buena voluntad una respuesta teórica y práctica en forma global, desde las raíces mismas del Misterio de Cristo, que él ha llamado bella y genialmente «el Evangelio de la Vida». En su Carta Encíclica EVANGELIUM VITAE del 25 de marzo de 1995 ofrece la gran alternativa cristiana al mundo contemporáneo, como un esperanzado, realista y gozoso canto a la vida: don que el hombre ha recibido del Creador, y que está llamado a vivirlo en plenitud «más allá de las dimensiones de su existencia terrena, ya que consiste en la participación de la vida misma de Dios». «El Evangelio del amor de Dios al hombre —nos dice el Papa—, el Evangelio de la dignidad de la persona humana y el Evangelio de la vida son un único e indivisible Evangelio» (EV 1,2).
Nuevas y gravísimas amenazas se ciernen sobre la vida y la dignidad de la persona humana en el umbral del siglo XXI. La guerra se sigue utilizando sin escrúpulos como método brutal de solución de los problemas políticos. A nuestra vista, casi ya insensible e impasible, se está desplegando diariamente muy cerca de nosotros en Chechenia una nueva y larga acción bélica con la serie cruelísima e interminable de víctimas inocentes: niños, enfermos, ancianos, familias enteras… Se usa y se justifica el terrorismo con su secuela de asesinatos, crímenes, vidas y familias destrozadas como recurso legítimo para obtener no se sabe bien qué fines políticos, sociales o culturales. Sus zarpazos los conocemos bien en España. Hace escasamente una semana llorábamos su última víctima en Madrid. La vida de los no nacidos, de los enfermos terminales, de los ancianos, de los disminuidos de todo tipo… se encuentra cada vez más desamparada no sólo por las leyes vigentes, sino también por las costumbres y estilos de vida más en boga en la sociedad actual. Parece que se trata de vidas humanas de inferior valor y menos dignas de protección jurídica y social que las de los sanos, fuertes y autosuficientes en lo físico, lo psíquico y lo económico—social. Es evidente: gana terreno lo que el Papa ha calificado como «la cultura de la muerte».
Pero la muerte ha sido vencida en su misma entraña por el Evangelio de la Vida, por Jesucristo, muerto en la Cruz y Resucitado por nuestra salvación. Desde el momento en que María, la Virgen de Nazareth, dice Sí al anuncio del Angel Gabriel y concibe en su seno por obra del Espíritu Santo al Hijo de Dios Unigénito, se estaba iniciando de forma irreversible el paso de una historia ensombrecida por el temor al triunfo del pecado y de la muerte sobre el hombre al de un tiempo radicalmente nuevo: el del Amor de Dios que redimiría a la humanidad caída de las tremendas consecuencias de su ruptura con el Dios, que había creado al hombre para ser su imagen y semejanza, abriéndole las puertas de la vida eterna, en la Gloria. Los cristianos desde el principio mismo de la Iglesia, como haciéndose eco jubiloso de las primeras palabras del Evangelio de la Vida, le dirían a María: «Bendito el fruto de tu vientre».
Del mismo modo, acogiendo en nuestra plegaria las palabras de la exclamación de Isabel al recibir el saludo de su prima María —»bendita tú entre las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre» (Lc 1,42)— desde lo más hondo de nuestro corazón, dispuestos a la purificación y conversión cada vez más comprometida de la conciencia y de la conducta, privada y pública, debemos y queremos celebrar la Jornada por la Vida del Año Jubilar, que culminará con la Vigilia de Oración en la Catedral de La Almudena al atardecer del próximo Domingo. La pugna entre las concepciones materialistas y utilitaristas del hombre, que reducen progresivamente el círculo de las personas a las que se les reconoce el derecho a la vida, y la visión trascendente de la dignidad personal de todo ser humano desde el momento de su concepción hasta su muerte natural, va a ser larga y dura. No hay que arredrarse. La apuesta cristiana ganará porque es la apuesta de la Cruz de Cristo: la apuesta del amor y de la vida.
A María le confiamos nuestros propósitos y empeños apostólicos de defender, proteger y de testimoniar el valor supremo de la vida humana, en todas las circunstancias, dentro de la comunidad eclesial y en cualquier ámbito de la vida social, allí donde se vea comprometido el derecho a la vida, aunque sea el del más inerme y desvalido de nuestros hermanos. Lo haremos con la sencillez, verdad, fortaleza, perseverancia y entrega que nos reclama el amor de Cristo.
Con mi afecto y bendición,