Mis queridos hermanos y amigos:
En el itinerario de alabanza, de perdón y de gracia que hemos emprendido con toda la Iglesia en este año pastoral tan excepcional, el pasado día dos de febrero, Fiesta de la Presentación del Señor, celebramos en la Catedral de La Almudena el Jubileo de los consagrados y consagradas de la Archidiócesis de Madrid. La Eucaristía que daba coronación a un triduo de preparación espiritual intensa, marcado por la oración solemnísima de Vísperas el primer día, la celebración del Sacramento de la Penitencia, el segundo, y por la adoración al Santísimo Sacramento del Altar, el tercero, reunía en nuestro templo catedralicio a una numerosísima asamblea de los fieles consagrados, hombres y mujeres, que constituyen uno de los más preciados dones de Dios a la Iglesia en Madrid.
El Santo Padre en su Exhortación Apostólica Postsinodal «Vita Consecrata» de 25 de marzo de 1996 subrayaba desde sus primeras líneas esta que podíamos llamar naturaleza teologal y eclesial a la vez de la vida consagrada, la de ser un don de Dios para su Iglesia: «La vida consagrada, enraizada profundamente en los ejemplos y enseñanzas de Cristo el Señor, es un don de Dios Padre a su Iglesia por medio del Espíritu. Con la profesión de los consejos evangélicos los rasgos característicos de Jesús –virgen, pobre y obediente– tienen una típica y permanente ‘visibilidad’ en medio del mundo, y la mirada de los fieles es atraída hacia el misterio del Reino de Dios que ya actúa en la historia, pero espera su plena realización en el cielo (VC,1).
La gracia del Gran Jubileo ha servido, por ello, no sólo a la propia renovación personal y comunitaria de los consagrados, sino también para que toda la comunidad diocesana sepa reconocer con gratitud al Señor lo que ellos representan en su propia existencia como Iglesia, en cuanto «sacramento –en Cristo– o signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano» (LG,1), y en el ejercicio de su misión evangelizadora y santificadora.
Tres son los aspectos o dimensiones de la vocación cristiana sobre los que los consagrados deben interpelar siempre a todos los fieles creyentes y bautizados en Jesucristo; pero mucho más fuertemente en este año de conversión y de vuelta a las fuentes de la gracia, a saber: la necesidad permanente de la alabanza de Dios como alma y aliento de todo proyecto de existencia personal y de cualquier ideal o programa pastoral y apostólico; la de vivir esa causa final de la Gloria de Dios en la comunión fraterna de la Iglesia como condición imprescindible para acertar con el camino y la meta; y, finalmente, la del servicio transparente de la caridad a los hermanos como la consecuencia y fruto maduro del amor de Dios, Creador y Salvador. Los consagrados, con la variedad riquísima de sus carismas, contribuyen –y deben contribuir con creciente fidelidad al Espíritu del Señor– a que toda la comunidad eclesial ofrezca al mundo el testimonio cada vez más luminoso de la debida confesión de la Trinidad, de la experiencia eminente de la fraternidad de los hijos de Dios y del compromiso de amor por los hermanos y su salvación hasta dar la vida por ellos. Lo que el Santo Padre denomina en la «Vita Consecrata»: «Confessio Trinitatis», «Signum Fraternitatis» y «Servitium Caritatis» al definir las notas más actuales de la vida consagrada en este momento de la Iglesia y del mundo, signado por la Nueva Evangelización. (Cfr. VC, 14,41,72).
Todos los consagrados, tanto los llamados a la vida contemplativa como a la vida apostólica, y los que buscan vivir la consagración en el mundo, a través de esa maravillosa multiplicidad de formas de expresión y realización eclesiales de sus carismas fundacionales, nos instan a todos los miembros de la Iglesia a vivir el Gran Jubileo sintiendo con el Santo Padre y su propuesta de aprovecharlo como una ocasión privilegiada para encontrar de nuevo el camino de la santidad y de la glorificación del Dios verdadero: Padre, Hijo y Espíritu Santo.
Los religiosos y consagrados han demostrado fehacientemente a lo largo de dos mil años de historia de la Iglesia como la consagración radical de la persona a Dios –de su cuerpo, de todo su haber y poseer, de su voluntad y libertad– lleva consigo la más limpia, auténtica y fecunda «consagración» al hombre, menesteroso de verdad, de esperanza, de amor, de justicia y de paz. Este mensaje histórico, que viene de «la vida consagrada» de todos los tiempos, debe de resonar neto y nítido en la hora actual de la humanidad. Es mucha la ruidosa confusión que envuelve la cultura de nuestro tiempo, tan nostálgica de un verdadero humanismo y tan ciega a la voz y a la presencia del Señor y de su Evangelio a quien desconoce obstinadamente. El rechazo de Jerusalén a Jesucristo se repite en nuestros días con un dramatismo, no menos grave que entonces.
Hoy celebraremos en la Catedral de La Almudena la Vigilia por la Vida: el acto culminante de la Jornada a favor del derecho y del don de la vida que los Obispos españoles vienen convocando anualmente de acuerdo con las directrices del Santo Padre. La vida consagrada y su específica vocación y servicio en la Iglesia ponen de manifiesto una fundamental verdad práctica en relación con ese misterioso don de la vida humana, tan frágil desde su concepción hasta su muerte, siempre dependiente de otros y, sin embargo llamada a la eternidad: la de que la vida de todo ser humano nace del amor de Dios Padre, de que se la debe de respetar y acoger con aquel primoroso cuidado, que viene exigido por la entrega del Hijo, Jesucristo en la Cruz por la salvación de cada hombre; y de que se la debe de amar con la fuerza y gracia del Espíritu Santo. Los esposos y la familia, su lugar natural de nacimiento y desarrollo, han de ser asistidos y promovidos por toda la comunidad eclesial como auténticas comunidades de amor y de vida; y sostenidos e inspirados por el amor de todas las almas consagradas, que en la Iglesia siguen a Cristo, Virgen, Pobre y Obediente, al igual que María, su Madre y Madre nuestra.
Con todo afecto y mi bendición,