Mis queridos hermanos y amigos:
Va ya para casi medio siglo que la Iglesia ha asociado a la celebración del Primero de Mayo como Día del Trabajo y de los trabajadores una fiesta litúrgica, la de San José Obrero. Nacido ese día en el seno del movimiento obrero de finales del siglo pasado se convirtió en una jornada anual en la que han cristalizado desde entonces sus reivindicaciones, sus esperanzas y también sus logros en el orden de la justicia social y de la solidaridad.
Los católicos no podían ni querían, ni debían situarse al margen de «la cuestión social» por excelencia de nuestro tiempo: la justa valoración y ordenación del trabajo en la forma debida a la dignidad de la persona humana y de la familia —su marco primero y natural de desarrollo— y de acuerdo con las exigencias de una justicia verdaderamente social, orientada por el objetivo del bien común e inspirada en actitudes de desinteresada solidaridad, que en los cristianos habría de vivirse con el espíritu de entrega y oblación, propio del amor de Cristo.
Por la misma razón no podían desinteresarse ni pasar de largo ante la Fiesta del Trabajo. Es más, era preciso compartirla con el estilo típico y el más hondo de las fiestas cristianas que no es otro que el de la Liturgia con su momento culminante, el de la celebración de la Eucaristía, configurada en este caso como fiesta de un santo patrono, ejemplo y modelo para vivir el compromiso cristiano en el mundo del trabajo: San José, el esposo de María, la Madre del Señor, a cuya custodia paternal estuvo confiado Jesús durante los años claves de su niñez, adolescencia y juventud, trabajando como carpintero. San José, el padre y educador del que era el Salvador del mundo, el que se preparaba en la intimidad del hogar, taller y familia de Nazaret para predicar la venida del Reino de Dios e inaugurar con el sacrificio de su cuerpo y de su sangre en la Cruz la nueva y definitiva Pascua que se consumaría el día de su Resurrección de entre los muertos, era un sencillo trabajador, un obrero.
En este año, el Dos Mil de la Encarnación y Nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo, los católicos no podemos por menos que situar nuestra Fiesta del Primero de Mayo en el marco del Gran Jubileo, para conmemorarla y celebrarla como el día del Jubileo del Mundo del Trabajo de acuerdo con la invitación del Papa. Así lo hemos vivido y viviremos en Madrid con la colaboración activa y generosa de los movimientos de apostolado obrero.
Celebrar el Gran Jubileo en tiempo de Pascua como Jubileo de los Trabajadores nos obliga a buscar el arrepentimiento y el perdón del Señor, personal y comunitariamente, por nuestras faltas, cobardías y pecados contra las exigencias de la justicia y de la caridad en el mundo del trabajo; pero con la confianza humilde, al tiempo que gozosa y esperanzada, en un cambio de vida, todo él empapado del «hombre nuevo», del que nos hemos revestido el día de nuestro Bautismo, cuando fuimos sepultados con Cristo para resucitar a una vida nueva con El, el Resucitado, que está sentado a la derecha del Padre para interceder por nosotros:
* Arrepentimiento y perdón por nuestro recluimiento en nosotros mismos y en nuestros intereses, buscando dinero, riqueza, poder y bienestar material a toda costa.
* Arrepentimiento y perdón por huir de los compromisos sociales y políticos a favor de la justicia social y de la superación de las estructuras injustas, cuando ello implicaba renuncia, riesgo y sacrificio.
* Arrepentimiento y perdón por las omisiones de los católicos y de la Iglesia a la hora de no percibir en toda su gravedad «los signos de los tiempos» en estos dos últimos siglos de dolor y de explotación de tantos trabajadores, reducidos a la condición de proletarios.
Y, simultáneamente, acción de gracias y firme propósito para seguir el ejemplo de tantos apóstoles y testigos heroicos del amor a Cristo entre los más pobres y desheredados de nuestra sociedad en los siglos XIX y XX que se acaba. Hombres y mujeres que ofrecieron sus vidas hasta el vaciamiento total de sí mismos en la atención y educación integral de los niños y de los jóvenes más desamparados, de la mujer, de los enfermos, de las familias obreras más necesitadas…:
* Acción de gracias y firme propósito de seguir renovadoramente la línea de tantos católicos, verdaderos apóstoles seglares, que dedicaron lo mejor de sus cualidades y saberes, su preparación profesional, a la siembra y al cultivo de los ideales de justicia social en los surcos de la sociedad y de la comunidad política, con frutos innegables y constatables, perceptibles en la actualidad.
* Acción de gracias y la voluntad de aplicar con lucidez y audacia la Doctrina Social de la Iglesia en las circunstancias actuales de la economía cada vez más «globalizada» y de un orden social crecientemente individualista y tentado cada vez de un descarnado egoísmo. Doctrina Social que en los cien años que van desde la Encíclica Rerum Novarum de León XIII (1891) a la Encíclica Centesimus Annus de Juan Pablo II (1991) ha abierto cauces teóricos y prácticos, inspirados en el Evangelio, sumamente lúcidos, para afrontar los problemas de la sociedad contemporánea con una conciencia que se adscribe sin vacilaciones y componendas a los valores permanentes de la justicia y de la solidaridad.
Así se lo suplicamos a María, Madre de la Iglesia, en el día primero de mayo, día también del mes que la devoción popular viene dedicando a Ella desde tiempo inmemorial; y a San José, su esposo, el que asiste a la Iglesia en la difícil misión de dar testimonio valiente del Evangelio del Trabajo en la situación tan compleja y crucial por la que atraviesa la sociedad de nuestros días: el que queremos anunciar con el corazón convertido a Jesucristo Resucitado en el Gran Jubileo de este año de alabanza, de perdón y de gracia.
Con todo afecto y mi bendición,