A propósito del «Día Mundial de la Salud y la Seguridad en el Trabajo»

Purificar la conciencia al servicio del bien común

El día 28 de abril se celebra el «Día Mundial de la Salud y la Seguridad en el Trabajo». La vida, la salud y el trabajo son valores fundamentales de la persona humana, y el mundo de las relaciones laborales, un ámbito del que depende, en no poca medida, la suerte de muchas personas: mujeres y hombres. Afortunadamente, en España han mejorado manifiestamente las condiciones de trabajo en los últimos tiempos. A ello han contribuido factores de diversa índole, incluida la actual Ley de Prevención de Riesgos Laborales exigida por la Constitución Española. Pero las estadísticas ponen de manifiesto que la tasa de accidentes laborales es desgraciadamente muy alta, con toda la secuela de males y desgracias personales y familiares que de ello se sigue.

Nada de lo verdaderamente humano puede ser extraño a la Iglesia y a los cristianos puesto que su misión es continuar la obra de Cristo que vino al mundo para dar testimonio de la verdad(1), para servir y no para ser servido(2). En este sentido, la Iglesia y los cristianos se sienten solidarios de los dolores y sufrimientos de las víctimas y de sus familiares, y alientan todos los esfuerzos que se emprendan para prevenir los accidentes laborales y remediar en la medida de lo posible su secuela de desgracias personales y familiares. La Iglesia se une de buen grado a esta celebración del «Día Mundial de la Salud y la Seguridad en el Trabajo» y lo hace ofreciendo a todos la luz del Evangelio y las fuerzas que recibe de Cristo por la acción del Espíritu(3). Esta luz y estas fuerzas llevadas a la práctica en la vida social, política y económica son la mejor y más propia aportación que puede hacer la Iglesia a la sociedad humana(4).

No es sólo un problema económico o político, sino sobre todo cultural y moral

Han mejorado los medios técnicos. Ha mejorado la legislación laboral. Sin embargo, la tasa de accidentes laborales es llamativamente muy alta. Se han dado explicaciones basadas en razones coyunturales. Unos lo explican por el actual ciclo expansivo de la economía española. Otros, por la precariedad de los contratos laborales. Muchos piden una nueva Ley de Prevención de Riesgos Laborales. Vivimos en una época de cambios acelerados en la vida social y económica y ello exige ir adaptando constantemente los marcos legales y las medidas sociales a las nuevas situaciones que se van creando.

La Iglesia sabe que su misión propia no es de orden político, económico o social, sino religioso. Pero de su misión religiosa se derivan luz y fuerza para el desarrollo de la persona y la construcción de la sociedad humana en la justicia y en el amor. Por eso, cuando la Iglesia anuncia a los hombres la verdad plena sobre el sentido de sus vidas que ha recibido de Jesucristo, cuando les anuncia la salvación de Dios, cuando les ofrece y comunica la vida divina mediante los sacramentos, y cuando orienta su vida a través de los mandamientos del amor a Dios y al prójimo, está contribuyendo al esclarecimiento, fortalecimiento y enriquecimiento de la dignidad humana y a la renovación auténtica de la vida social(5).

La Iglesia anima a los cristianos con responsabilidades en la vida social y económica a que, inspirados en la doctrina social de la Iglesia, ofrezcan programas concretos para solucionar los problemas que emergen una y otra vez en los nuevos contextos de la realidad social; y a que sus propuestas puedan ser compartidas por todos los que quieren situar en el centro de la sociedad a la persona humana y al bien común. Pero de la Iglesia y de su Magisterio no pueden esperarse soluciones técnicas, ni sistemas o programas económicos o políticos. Tampoco cabe esperar que muestre sus preferencias por unos o por otros programas o sistemas, con tal que respeten y promuevan la dignidad la dignidad de todos los hombres y ella goce de la libertad necesaria para llevar a cabo su misión en un marco de reconocimiento general del derecho a la libertad religiosa. En cambio, sí le corresponde valorar esas realidades a la luz de lo que el Evangelio enseña acerca del hombre y su vocación, terrena y, a la vez, trascendente; y orientar la conducta cristiana en medio de ellas(6). En realidad, el juicio y la orientación de la Iglesia se legitiman por la índole cultural y moral que subyace inevitablemente a los problemas sociales y económicos(7), o lo que es lo mismo, porque ahí se juega también la verdad y el bien de la persona humana y de la sociedad, y la recta actuación del hombre en su relación con los demás: con el prójimo.

Desde este punto de vista, nos preguntamos si el alto grado de accidentes laborales no será síntoma evidente, por no decir una clara expresión, de una disfunción social en cuyo trasfondo operan causas culturales muy determinadas, y más concretamente, una visión unilateral y reduccionista del bien del hombre y del bien común de la sociedad, que configura muchos de los proyectos políticos, sociales y económicos vigentes.

Juan Pablo II ha puesto el dedo sanador en la llaga cuando, describiendo la situación social actual, ha escrito que existe «una verdadera y auténtica estructura de pecado, caracterizada por la difusión de una cultura contraria a la solidaridad, que en muchos casos se configura como verdadera ‘cultura de la muerte’. Esta estructura está activamente promovida por fuertes corrientes culturales, económicas y políticas, portadoras de una concepción de la sociedad basada en la eficiencia».(8)

En efecto, no es difícil encontrar en la base de muchas formas de injusticia o de falta de respeto a la dignidad y a los derechos fundamentales de las personas causas propiamente culturales relacionadas con la visión unilateral y reduccionista del hombre y de su dimensión social, que no tiene en cuenta aspectos esenciales del verdadero bien del hombre concreto y del verdadero bien común de la sociedad. Un proyecto socio-político y económico, para tornarse humano, ha de ver al hombre del trabajo como persona con dignidad, responsabilidad y derechos inalienables; en definitiva como un partícipe en la obra del Creador, para lo cual, ante todo, se requiere su formación y capacitación. La obligación de la respuesta responsable ante esta demanda básica recae en aquellos quienes tienen que proporcionarla y en quienes tienen que recibirla. Solo desde una capacitación sólida se puede esperar reducir la lacra de los accidentes, muertes, mutilaciones, etc. tan alarmantes en el momento presente. Renunciar a ello supone reducir el valor del trabajo a la pura faceta utilitaria de aportación material, aislada de su dimensión subjetiva, enraizada en la persona humana, y a lo que significa en el proceso de dignificación del hombre y de su destino, a medio y a largo plazo.

Poderosas corrientes políticas y culturales tienden a proyectar, programar y legislar sobre la vida social sin otro horizonte que la libertad individual de los ciudadanos, entendida omnímodamente, y el consenso entre ellos, sin referencia alguna al verdadero bien del hombre y al verdadero bien de la sociedad. Se llega así a perder la perspectiva del fin del Estado, sus leyes e instituciones, que no es otro que el servicio al bien común, es decir, la creación del conjunto de condiciones sociales que permitan y fomenten el desarrollo integral del hombre y de todos los hombres.

El pensamiento político y económico, predominante en la teoría y en la práctica social, sostiene hoy que el mundo de la economía tiene sus leyes autónomas y que el Estado hace bien en limitarse a respetarlas y protegerlas. Pero eso, siendo cierto para cualquier ciencia, se trivializa si de ahí se deriva que tales leyes en el mundo de la Economía sean las de la eficacia, o la ganancia máxima, derivadas del famoso teorema de la mano invisible de Adam Smith: ‘Si cada uno busca su propio provecho, la resultante es el mayor bienestar social posible’. Esa peligrosa simplificación no tiene ni la prioridad ni el carácter inexorable y necesario que se les atribuye.

Una difusión de tales puntos de vista tiende a crear una realidad que acaba separándose del bien común social y, por supuesto, del bien común que afecta a las personas con menos poder de decisión en el ámbito de una empresa. Se emprende así un camino que tiende a concebir y estructurar la empresa al margen del proyecto social y a introducir a las personas que la integran en una dinámica ajena a la responsabilidad familiar y a la solidaridad. Es precisamente uno de los padres de la Economía en el siglo XVIII quien afirma que una economía libre solo es concebible en un mundo ordenado; y un mundo ordenado es aquel que está impregnado de valores morales, espirituales y sociales y que se han traducido en una estructura de relaciones de convivencia entre los miembros de la comunidad. Lo otro, y pruebas elocuentes hay en el mundo actual, lejos de una economía libre, es una economía en caos.

El momento actual de la globalización es un fenómeno complejo, que está cargado de consecuencias en la vida socioeconómica y que requiere un discernimiento ético. No todo es negativo en él y no puede ser condenado de antemano. Por ejemplo, puede contribuir a una mejor distribución internacional del trabajo que favorezca a los países en vías de desarrollo. Bien encauzado puede abrir caminos de desarrollo de muchos pueblos sumidos hasta ahora en la pobreza. En todo caso, una consecuencia evidente del mismo es el desarrollo inusitado de una economía financiera que se hace autónoma de la vida de las empresas: se pueden crear grandes riquezas sin relación alguna con la cantidad de trabajo empleado para ello. Se pueden obtener enormes ganancias y fortunas personales sin visible proporción con el esfuerzo y el rendimiento individual aportado. Empresas mundiales, y, sobre todo, bancos y financieras, actúan en diversos países y sirven a mercados mundiales sin estar enraizadas de modo prevalente en ningún país concreto. Estos operadores económicos cambian de domicilio entre las diversas naciones en función de la oportunidad de crecimiento y de la ganancia y crecen por propia fuerza, y no porque estén sostenidos o protegidos por los Estados.

La vida de las empresas queda así sometida a criterios y cambios para alcanzar beneficios a corto plazo y en los que no se valoran ni tienen en cuenta verdaderamente las capacidades y el bien común de personas que la integran, ni fomentan su responsabilidad, su participación y su solidaridad con la marcha de la empresa ni con el bien común nacional e internacional. Una empresa sólida, también en lo económico, es aquella que ha conseguido construir una comunidad de personas que cooperan en la consecución de un fin lícito y socialmente deseable.

Todo esto tiene consecuencias en la entera vida social y económica y exige replantear la cuestión de los fines de la economía. Es cierto que la economía y la ciencia moral, cada una en su propio ámbito, se apoyan en principios propios. Pero sería un error afirmar que el orden económico y el orden moral están de tal modo separados y son tan extraños el uno al otro que el primero no dependa en modo alguno del segundo(9). Hasta el extremo que una Economía sin hombre se queda sencillamente sin protagonista y destinatario; queda reducida a la vaciedad y a la negación de sus últimos fines. El hombre, dice la ciencia económica, es el soberano del consumo y el artífice de la producción, y los cristianos añadimos que ese hombre se reviste de la dignidad que le viene de Dios Creador y Padre cuando sus potencialidades las pone al servicio del bien común que es por naturaleza el bien intrínseco de la sociedad. Todos los grandes economistas, de Marshall a Pareto, de Smith a Keynes, han subrayado que la economía sólo adquiría su sentido como ciencia cuando contribuía a resolver, de algún modo, el drama social.
Los problemas son muy complejos y los fenómenos enormemente cambiantes, pero la respuesta a ellos no puede ser otra que avanzar hacia una cultura de la solidaridad y la cooperación internacional, como propone Juan Pablo II(10). Con la máxima democracia y participación de todos, habrá que crear, a nivel nacional e internacional, mecanismos de control y guía que, sin menoscabo del respeto a la libertad política y económica, ordenen la economía y las finanzas al bien común de las empresas, de la comunidad política y de toda la humanidad. Habrá que ir adaptando las legislaciones de los Estados y de la comunidad internacional a las nuevas situaciones. Y se evitará en todo caso que los factores en principio de progreso, derivados de la globalización, acaben generando consecuencias negativas, especialmente para los más pobres.

Pero no bastan las medidas legales y sociales para renovar la vida social y económica. Como hemos dichos, su problemática se origina en capas más profundas: humanas, morales y, a la postre, religiosas. Las corrientes culturales antes mencionadas profesan y fomentan el nudo individualismo y utilitarismo. Todas ellas coinciden en que es el individuo el que determina soberanamente su bien, al que tienden a identificar con su utilidad y ventaja económica o material. El individualismo utilitarista genera una cultura basada en producir y disfrutar, una cultura de las cosas y no de las personas; más aún, una cultura en la que las mismas personas acaban siendo usadas como si fueran cosas, es decir: sencilla y llanamente manipuladas. Esta cultura encierra a los hombres y a la sociedades en el caos del apetito y del egoísmo y acaba destruyendo el círculo moral que da cohesión y estabilidad a la sociedad, y permite a ésta renovarse adecuadamente a medida que van surgiendo los nuevos problemas. Esta cultura incide sobre los agentes de la vida económica y contribuye a debilitar su sentido moral y a oscurecer su conciencia en relación al respeto que es debido a la dignidad de la persona, a sus derechos fundamentales y al bien común. Por eso, las leyes y medidas sociales para remediar las injusticias y prevenir los males de la sociedad son necesarias, pero insuficientes.

La educación de la conciencia a partir de una visión integral del hombre

El individualismo y el utilitarismo hoy dominantes intentan convencer al hombre de su independencia de la ley moral, —que es expresión del bien objetivo y verdadero del hombre y de la sociedad—, y de su independencia de Dios, y terminan encerrándole en un egoísmo perjudicial para él y para los demás. Se impone por ello una purificación de la conciencia moral de nuestra sociedad en relación al bien de la persona y al bien común. Ahora bien, una purificación de la conciencia y una renovación de la vida social, que cale en las personas e influya en la opinión pública eficazmente, se logrará y consolidará solamente si se enmarcan, fundamentan y reciben la fuerza de una antropología integral que contemple todas las dimensiones del bien del hombre y del bien común. Por eso, purificación de la conciencia y renovación de la vida social deben ir acompañadas de una gran tarea educativa y cultural que se guíe por la imagen integral del hombre, que respete todas las dimensiones y necesidades de su ser y que subordine las materiales e instintivas a las interiores y espirituales.

La Iglesia puede contribuir y de hecho contribuye a esa gran tarea cultural y moral. A la luz de Revelación de Dios, la Iglesia ve al hombre como un ser al mismo tiempo corporal y espiritual, y con una vocación temporal, pero también eterna. Enseña y defiende el primado de la persona y su dignidad inalienable en la vida social: la persona humana es el principio, el sujeto y el fin de toda la vida e instituciones sociales. Pero simultáneamente y con la misma fuerza subraya que la persona tiene un carácter esencialmente social y está llamada a la vida comunitaria. La dimensión social y su vocación comunitaria son tan esenciales al hombre que éste no encuentra su realización si no es en la entrega sincera de sí mismo a los demás. El criterio moral supremo que emerge de esta antropología unitaria e integral es que hay que buscar el bien de todo el hombre y el bien de todos los hombres, puesto que todos formamos una unidad y estamos llamados a ser y comportarnos como la gran familia de los hijos de Dios. Esta concepción unitaria e integral del hombre permite oponerse a la absolutización o desarrollo autónomo de una sola dimensión en detrimento de las demás. Tal absolutización o desarrollo autónomo se volverán siempre contra el hombre y contra la sociedad.

La Familia

La familia constituye un ámbito esencial de la vida del hombre y está en relación estrecha con dicha antropología integral, con la vocación de la persona humana a la vida en común y con su educación en relación al bien común. El acto que califica al sujeto humano como persona es el amor como capacidad de entregarse a sí mismo y de realizar la comunión entre las personas. Amar significa dar y recibir lo que no se puede comprar ni vender, sino sólo regalar y donar libre y recíprocamente. Y la familia, más que cualquier otra realidad social, es el ambiente en el que el hombre puede vivir la experiencia del amor gratuito: «Las relaciones entre los miembros de la comunidad familiar están inspiradas y guiadas por la ‘gratuidad’ que, respetando y favoreciendo en todos y cada uno la dignidad personal como único título de valor, se hace acogida cordial, encuentro, diálogo, disponibilidad desinteresada, servicio generoso y solidaridad profunda»(11). Como lugar privilegiado de la experiencia humana de comunión amorosa, la familia hace su primera aportación a la sociedad, revelando y comunicando los valores de un amor desinteresado, generoso y fiel. La familia se convierte así en escuela de humanización y de sociabilidad, ejemplo y estímulo para las relaciones sociales más amplias en un clima de respeto, justicia y diálogo.

Por eso, la Iglesia no se cansa de recordar que la familia tiene una importancia decisiva en la vida del hombre concreto y en el funcionamiento de la sociedad, y que debe ser reconocida y protegida como una institución primaria, inconfundible e insustituible para el desarrollo de la persona humana y para el bien de la comunidad humana. Es un aliado de todo proyecto social, político o económico que quiera situar en el centro al hombre concreto con su dignidad personal, y el verdadero bien común de la sociedad. Atacar a la familia, como hoy frecuentemente se hace, constituye no sólo un acto de desprecio a la institución familiar, sino también un acto antihumano, anticultural, antisocial e incluso como nos ha enseñado el Premio Nobel de Economía Gary S. Becker, atentatorio a la eficacia económica.

El primado de la persona humana

Hay que poner en el centro de todo proyecto social y económico a la persona humana con su dignidad y derechos fundamentales, replantear la cuestión del verdadero bien común y objetivar en las estructuras sociales un consenso social, fruto de la búsqueda sincera de la verdad, sobre lo que crea las condiciones para el desarrollo pleno de las personas.

El trabajo constituye una dimensión esencial de la vida y de la vocación humana. A partir de esta dimensión personalista, la doctrina social de la Iglesia enseña la prioridad de la dimensión subjetiva del trabajo humano sobre la objetiva(12), de las personas sobre las cosas(13). Enseña que en el proceso de producción son tan necesarios el trabajo como el capital, pero afirma asimismo el primado del trabajo sobre el capital en cuanto que el primero es una causa eficiente y el segundo instrumental en el mismo proceso de la producción, y en cuanto que solamente aquél es acto de la persona y tiene valor por sí mismo. El bien de esta persona, y sus elementos fundamentales como son la vida, la salud y la familia, han de ser siempre respetados y protegidos.

Estos principios pertenecen a la moral social. Constituyen sus exigencias fundamentales. La actividad económica —como otros ámbitos de la actividad humana: de las ciencias experimentales, de la tecnología, etc.— se rige, es verdad, por supuestos teóricos y criterios de actuación propios; pero, como nos muestra el mismo trabajo de los economistas, sería dañino, peligroso, incluso funesto, el pretender que una estructura económica se organizara al margen de ellos, puesto que definen la responsabilidad moral de los agentes de la vida económica y expresan sus indeclinables compromisos. La Iglesia no puede sino recordarlos y encarecer su cumplimiento.

Día Primero de Mayo, Fiesta del Trabajo y de San José Obrero, del Año Dos Mil de la Encarnación y Nacimiento de Ntro. Señor Jesucristo,

(1) Jn 18, 37.
(2) Jn 3, 17; Mt 20, 28.
(3) Concilio Vaticano II, Constitución Gaudium et spes 3.
(4) Concilio Vaticano II, Constitución Gaudium et spes 42.
(5) Juan Pablo II, Encíclica Centesimus annus 55.
(6) Juan Pablo II, Encíclica Sollicitudo rei socialis 41.
(7) Juan Pablo II, Encíclica Sollicitudo rei socialis 8.
(8) Juan Pablo II, Encíclica Evangelium vitae 12.
(9) Pablo VI, Carta apostólica Octogesima adveniens 42.
(10) Juan Pablo II, Incarnationis mysterium 12.
(11) Juan Pablo II, Exhortación apostólica Familiaris consortio 43.
(12) Juan Pablo II, Encíclica Laborem exercens 6.
(13) Juan Pablo II, Encíclica Laborem exercens 12.

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