El Evangelio en los medios de comunicación; un reto formidable para la Iglesia y los católicos al alba del Tercer Milenio

Mis queridos hermanos y amigos:

Hoy, en este Tercer domingo de Pascua, celebran su Jubileo en la Catedral de La Almudena los periodistas y los profesionales de los medios de Comunicación Social de Madrid. Estoy seguro que en su camino de peregrinos que buscan las gracias jubilares con el espíritu de penitencia, de conversión y de alabanza, el propio del hijo que desea por encima de cualquier otra consideración renovar su abrazo con el Padre, habrá resonado con fuerza la invitación de Juan Pablo II de que urge «anunciar a Cristo en los medios de comunicación social al alba del tercer milenio».

Anunciar a Jesucristo a través de los medios de comunicación social constituye verdaderamente uno de los retos más formidables con los que se enfrenta la Iglesia del año dos mil que ha tomado conciencia de la gravísima actualidad de la postura paulina del «¡Ay de mí si no evangelizare!». El papel que ha jugado el Santo Padre en esta toma de conciencia no es preciso explicarlo de nuevo con detalle: ha sido sencillamente decisivo.

El hombre y la sociedad del siglo XXI, que se inaugura, viven inmersos en una red constante de comunicación de ideas, acontecimientos y de noticias que se intensifican y facilitan cada vez con mayor agilidad y perfección técnicas. A la apertura de la persona humana a la verdad, al bien, a la belleza, en una palabra a Dios; su necesidad de abrirse al otro, a las otras personas, al ser personal por excelencia que la fe cristiana conoce y profesa en el misterio trinitario, de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, se responde crecientemente a través de unos cauces comunicativos necesariamente lejanos e impersonales con información sobre personas, hechos, ideas y valoraciones sobre la vida y su destino, paradójicamente al margen de Dios y de los valores morales más elementales. Esta sociedad, como se suele decir, «mediática», condiciona fuertemente al hombre de nuestros días en lo más íntimo de su libertad y dignidad personal y en su vocación de creatura e hijo de Dios. Condiciona, por ello, inevitablemente el anuncio mismo del Evangelio de Nuestro Señor Jesucristo, Muerto y Resucitado, Él que ha enviado al mundo al Espíritu Santo por el ministerio de la Iglesia para que los hombres «se salven y llegue al conocimiento de la verdad».

Por esta razón y situación histórica es preciso, en primer lugar, que se oiga, vea y testimonie expresamente a Jesucristo y a su Evangelio en todos los medios de comunicación social. No debería faltar ni un día, ni en una de las grandes áreas —periodísticas, audiovisuales, informáticas, etc.— de comunicación social la Palabra de Cristo. La responsabilidad de toda la Iglesia a este respecto, especialmente de sus pastores, es manifiesta. Hemos de procurar sin desfallecer el que pueda disponer de medios propios de comunicación social, profesional y técnicamente dignos, que lleven al mundo de las comunicaciones sociales «la noticia» e «información» actual por excelencia, la más viva de todas las que se puedan transmitir: que Jesucristo ha resucitado y que vive en medio de todas las coyunturas y circunstancias, las más dramáticas y las más gozosas, por las que atraviesa la historia de cada día y la existencia de cada persona.

Pero es también responsabilidad de los profesionales católicos que trabajan en los medios públicos y privados, que configuran mayoritariamente el mundo y «mercado» de la comunicación social. No deben de arredrarse a la hora de dar razón explícita de su esperanza: la que se funda en el misterio pascual de Cristo, se alimenta de su gracia y de los dones del Espíritu, y se forma día a día con la palabra y la fe de la Iglesia. Si lo confiesan a Él delante de los hombres, también los reconocerá y confesará Él delante del Padre que está en los cielos.

Y, por supuesto, han de concebir y de realizar toda su tarea profesional con la conciencia del «hombre nuevo», llamado a vivir todos los aspectos de su vida, los personales y sociales, en «gracia y santidad», o lo que es lo mismo, en conformidad con la Ley de Dios, en su actual y definitiva novedad, la del Evangelio, la del amor de Cristo: la de amar como Cristo nos amó. A través de los medios de comunicación social pueden hacer mucho bien al prójimo, sobre todo a los más débiles: los niños y adolescentes, a los jóvenes, a los matrimonios y a las familias, a los más pobres y desheredados en lo económico, la cultura y espiritual…; pero también mucho daño, a veces irreparable, atentando contra la dignidad y fama de las personas, menospreciando las exigencias del bien común y los valores morales que sustentan el alma y la conciencia del pueblo. Hay situaciones, momentos de la existencia personal e íntima, ideas y propuestas sociales en contra de la paz y del respeto a la persona humana y a sus derechos fundamentales, que son sencillamente no trasmisibles y no difundibles. Con frecuencia cada vez más alarmante se emplean expresiones y representaciones escritas y audiovisuales, directamente ofensivas de la dignidad de la persona y de sus sentimientos religiosos y humanos más íntimos y sagrados, que no pueden ser aceptadas por una conciencia moral de rectitud elemental, ni deben de ser consentidas por la opinión pública.

La responsabilidad de los profesionales católicos es muy grande; pero también la nuestra, la de los católicos receptores y sujetos destinatarios de ese inmenso flujo comunicativo de la sociedad actual. Todos sabemos de nuestra influencia decisiva como «consumidores» del llamado «producto comunicativo». De nuestra reacción positiva o negativa dependerá la suerte de muchos programas de radio y televisión, de prensa, de internet, etc.: de que sigan prosperando los de la más ínfima condición ética y de mínima calidad humana y estética, o los que cuidan en el contenido y en la forma los valores irrenunciables de la dignidad de la persona humana y del bien de la familia. También aquí y por esta eficacísima vía quedamos emplazados para responder al compromiso de la nueva evangelización a la que el Señor nos llama en el umbral del siglo veintiuno.

Es este un camino de conversión que pone a prueba toda la veracidad y autenticidad de nuestro propósito de cambio de vida, de vida más de acuerdo con el Evangelio, la que nos reclama el Gran Jubileo; en el que podremos avanzar, confiados y seguros, de la mano de María, la que engendró a Cristo, la Palabra, hecha carne en su seno, porque abrió su corazón de par en par, con toda humildad, a la voluntad de Dios.

Con todo afecto y mi bendición,

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