Homilía en la celebración eucarística del bautismo de Dña. Victoria-Federica de Marichalar y Borbón Capilla del Palacio de la Zarzuela

Majestades
Altezas
Excmo. Sr. Arzobispo
Excelentísimos Señores y Señoras
Mis queridos hermanos y hermanas en el Señor:

El nacimiento de esta niña, que nos disponemos a bautizar, ha llenado de nuevo gozo a la Familia Real Española. De un modo muy especial a sus Padres y a sus Abuelos, Sus Majestades los Reyes. Es su primera nieta. Gozo compartido con sincero afecto y cálida simpatía por un pueblo, sabedor del valor de las instituciones históricas que lo han vertebrado durante siglos, y siempre caballerosa y cristianamente sensible a los momentos más trascendentales en la Familia de sus Reyes: los tristes y los felices. Gozo que encuentra hoy en el Bautismo de la que va a llevar el nombre cristiano de Victoria-Federica su más honda razón de ser y el fundamento para que sea el gozo lo que impregne la historia futura de su vida y la de los suyos. El Señor será ya para siempre «su pastor»; nada le podrá faltar. Con ella, la nueva cristiana, podemos cantar con esperanza cierta: «EL Señor es mi pastor, nada me falta: en verdes praderas me hace recostar, me conduce haca fuentes tranquilas y repara mis fuerzas».

Por el sacramento del bautismo que va a recibir, la existencia de esta niña, la que le ha venido a través de la donación mutua de sus padres en amor y entrega eminentemente personales, se convierte en un proyecto definitivo de vida: de vida plena, de vida victoriosa del pecado y de la muerte temporal y eterna; de una vida feliz para siempre que nace del designio amoroso de Dios Salvador. Porque efectivamente lo que va a ocurrir en el bautizo es un nuevo nacimiento, el que viene del «agua y del Espíritu», el que la va a introducir en el Reino de los Cielos del que habló Jesús a Nicodemo, el fariseo que buscaba la verdad temerosamente amparándose en la oscuridad de la noche para los encuentros con el Maestro. Es éste un nacimiento del Espíritu, y su fruto es espíritu. La clave para poder penetrar en el fondo del acontecimiento bautismal de Dña. Victoria-Federica nos la ofrece San Pablo en la perícopa de su Carta a los Romanos que acabamos de proclamar, y que no es otra que la de la unión viva, de todo el ser, con Cristo, con su muerte y su Resurrección, como la que se establece entre el tronco de la vid y los sarmientos. El Apóstol nos dice con ese estilo inimitable —tan suyo— de la paradoja cristiana, apasionada y desconcertante para los que piensan según «la carne», que «por el Bautismo nos incorporamos a Cristo». Es más, nos incorporamos a su muerte, siendo sepultados con El, de modo que nuestra existencia, «unida a él en una muerte como la suya, lo estará también en una Resurrección como la suya».

Majestades, mis queridos hermanos y hermanas en el Señor: Dña. Victoria-Federica ha recibido de sus padres con el don de la vida natural una señal infalible de que ha sido —y es— querida y amada por Dios personalmente, con su nombre y rostro propios y con los rasgos inconfundibles de su personalidad, como entrañable creatura suya, en cuyo interior más íntimo e inescrutable anhela su realización una vocación más plena: la de ser hija de Dios por Cristo, en Cristo y con Cristo; superando la ominosa herencia del pecado y abriéndose a una vida nueva. Se trata de un deseo que se esconde en la raíz de su corazón, y que va a encontrar cumplimiento por un nuevo nacimiento, el del bautismo, al que concurre también el amor de sus padres que lo solicitan a la Iglesia. Amor éste, al que ilumina y esclarece la fe, posibilita y sostiene la gracia del Señor, alimenta y acompaña la ternura maternal de la Virgen.

El nacimiento de Dña. Victoria-Federica, su nuevo nacimiento por el Bautismo, es un asunto de amor. De una forma directa, inmediata e insustituible: del amor generoso de sus padres. Pero también, de ese ambiente familiar de cercanía amorosa con que han rodeado a los jóvenes esposos, especialmente a la madre, sus padres y hermanos, y todos los demás familiares. Y, naturalmente, en principal y definitivo lugar, es un asunto del amor de Dios, que es su fuente y hontanar. De Dios que es Creador y Padre del hombre —de todos y cada uno de los hombres que vienen a este mundo—, y que se nos ha manifestado y donado en Jesucristo su Hijo por el Espíritu Santo. Que lo es, por lo tanto, también, de esta niña, Dña. Victoria-Federica. El amor del Padre, la gracia del Hijo y la comunión del Espíritu Santo no le faltarán jamás. Tampoco le faltará nunca el amor maternal de la Madre del Hijo, la Madre de la Iglesia, nuestra Madre. Y no le faltará el amor de sus padres que sabrán volcarse en el cuidado y crecimiento de esa tierna y frágil vida —natural y sobrenatural— de la hija de sus entrañas, —que tanto lo necesita—, si no vacilan en poner todas su confianza en el Corazón de Cristo.

Su hermano, D. Felipe Juan Froilán de Todos los Santos, la acogerá como el mejor regalo que podría espera de sus padres. Probablemente va a ser el que se sienta más feliz por el nacimiento de su hermanita. Ella va a ser la persona con la que podrá comenzar a saber compartir todo lo que tiene y lo que es —en virtud del amor de Dios y mediante el cariño de sus padres— gratuitamente, sin segundas intenciones, por amor y con amor. O, lo que es lo mismo, va a estar en condiciones de vivir la experiencia de la fraternidad en su forma original, la más pura y auténtica, en la que ha de fundamentarse, si quiere perdurar, cualquier otra forma de fraternidad social. Una familia llega a su plenitud humana y espiritual cuando se hace y convierte en hogar de hermanos, nacidos de «la carne y de la sangre» y «nacidos del Espíritu». La familia contribuye de este modo inigualable a la edificación real, día a día, de la Iglesia como la gran Familia de los Hijos de Dios. Una de las imágenes más bellas y actuales de la Iglesia Universal, Una, Santa, Católica y Apostólica, nos la ofrecieron en Roma los más de dos millones de jóvenes reunidos con el Santo Padre y sus Obispos para alabar y bendecir al Señor por los 2000 años de su Encarnación y de su presencia salvadora en el mundo. La admiración general suscitada por su comportamiento tiene una sobrehumana explicación: no eran «una masa de individuos anónimos» sino los jóvenes de esa familia universal que es la Iglesia de Cristo, «el Enmanuel», el Dios con nosotros. Y es también la familia cristiana la que se halla en una situación única y excepcional para ofrecer a la sociedad y a los pueblos el espíritu y la energía moral de la fraternidad.

Estoy seguro, además, de que podrá contar con el afecto y el amor cristiano de muchos españoles que ven en la Familia Real de España y en sus nuevos miembros un signo de esperanza para un futuro de la patria donde el valor del amor y de la vida, fruto de la comunión personal de los esposos, acrisolada en la gratitud de la entrega y comunicación familiar, e inspirada en la mejor tradición cristiana de nuestro pueblo, conforme y enriquezca los proyectos comunes y el clima espiritual de la sociedad española.

Así se lo pedimos a Ntra. Señora, la Virgen del Pilar, Madre de España, Protectora de Hispanoamérica, en estos momentos tan dolorosos en los que el terrorismo, ciego de odio y enemigo del amor, continúa segando con crueldad inaudita la vida de tantos conciudadanos, hermanos nuestros.

En el regazo de la Virgen del Pilar, de quien haremos memoria en la Oración Eucarística, colocamos a Dña. Victoria-Federica, suplicándole que proteja y bendiga a sus Padres, a los Reyes de España y a la Real Familia, a los otros abuelos y a todos sus familiares, y que bendiga finalmente a España. Quiera María Santísima, «consuelo de los afligidos», «vida, dulzura y abogada nuestra» alejar de nuestra patria, para siempre la semilla del odio, la muerte criminal del hermano, la crueldad brutal del terrorismo.

Amén.

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