Mis queridos hermanos y amigos:
Esta mañana culmina en Roma con la celebración Eucarística en la Plaza de San Pedro, presidida por el Santo Padre, el Jubileo de las Familias. El Evangelio de la Familia —en feliz expresión del Papa— ha sido proclamado ante el mundo con su perenne novedad. De ese Evangelio se deducen dos tesis entrelazadas entre sí: la familia necesita de Jesucristo; y a su vez la Iglesia y, en definitiva, el hombre necesitan de la familia: ayer como hoy, y hoy como siempre.
La familia, esa comunidad de amor y de vida, fundada sobre el matrimonio, nacida de la donación mutua y total —y, por ello, definitiva— entre el varón y la mujer, asumida y comprometida ante la sociedad y ante Dios, se mantiene, prospera y se enriquece constantemente como el ámbito propio del nacimiento y desarrollo del hombre, de acuerdo con su dignidad de hijo de Dios, si se contrae y vive en la gracia de Jesucristo y en la comunión de su Iglesia, como un Sacramento. Entre el Sacramento del matrimonio, la felicidad de los esposos, la dicha de la familia y la realización plena —la bienaventuranza— del hombre existe un vínculo de íntima y constitutiva dependencia.
Pero también la Iglesia necesita de la familia cristiana para su vertebración debida y el cumplimiento de su misión evangelizadora en medio de la humanidad según la voluntad de Cristo. El Concilio Vaticano II recogiendo una antiquísima tradición teológica y espiritual no duda en designarla como «Iglesia doméstica» (LG 11; cfr. GS 48). La transmisión y experiencia vivida de la fe para y en las nuevas generaciones sólo es viable, ordinariamente, fundiéndose con ese permanente compromiso de dar la vida por amor que caracteriza, da sentido y constituye la función propia del matrimonio: su belleza original y razón permanente e insustituible de ser. El nombre de Jesús, el abecé del Evangelio, lo aprenden los niños de los labios de su madre, a través de la oración y el ejemplo de sus padres.
Y, por encima de todo —el porqué y el para qué últimos de la comunidad conyugal y familiar es el servicio a la salvación de la persona y de la sociedad humana (Cfr. GS 47)— y como explicación última de su razón de ser—, quien necesita de la familia es el hombre, en su condición de persona. El hombre precisa de la familia, enraizada en el matrimonio; la necesita para nacer, crecer, educarse y madurar con la dignidad propia de la persona, es decir, para poder tomar la opción y seguir el camino de una existencia en conformidad con su vocación trascendente de creatura-imagen de Dios, llamada a la filiación divina. Cuanto más plenamente —la forma cristiana lo garantiza— se establece la familia, vive y cumple con su misión, más saldrá ganando el hombre en todas las dimensiones de su existencia, las individuales y las sociales; porque será engendrado y educado por el amor: un amor, probado y acrisolado en la lucha contra el egoísmo y el pecado.
La subsistencia y el bien de la familia se convierten, por tanto —por la razón suprema del bien del hombre— en un requisito esencial, indispensable, para una buena ordenación y funcionamiento de la sociedad. Así se ha visto, percibido y valorado por las más diversas culturas a lo largo de la historia. Y así se ha comprendido en la que ha sido la coyuntura más dramática y amenazadora para la humanidad, la de la Segunda Guerra Mundial, en la mitad del siglo que termina. En los esfuerzos universales por recuperara las raíces más elementales de lo humano, a fin de evitar para siempre la repetición de una catástrofe semejante, el orden jurídico internacional, promovido por las Naciones Unidas, y el nacional de los más diversos Estados, adoptaron un sistema de decidida protección del matrimonio y de la familia. En el fondo de esa corriente histórica latía la convicción ética y religiosa del papel imprescindible que le tocaba juzgar a la familia para la consecución de un orden social justo y solidario e, incluso, para la pervivencia misma de la sociedad.
¿Cómo se presenta en la actualidad el panorama moral, social, político y jurídico de la familia? Difícil; muy difícil. Parece como si quisiéramos retroceder a posiciones y épocas, de dolorosa memoria, más que pasadas y superadas. Se echa en falta una verdadera y comprometida política familiar; se debilitan hasta mínimos irrisorios los apoyos económicos, sociales y jurídicos que permitan acceder al matrimonio sin sacrificios desmedidos, y que éste pueda desenvolverse contando con lo más imprescindible —trabajo o empleo suficiente, vivienda accesible, ayudas a la maternidad y a la tarea educativa, etc.— en orden a la constitución de una familia capaz de dar la vida y educar dignamente a las nuevas generaciones. Y, lo que es peor, se propaga y difunde un tipo de cultura —de forma masiva en los medios de comunicación social, y frecuentemente en las instituciones educativas— hostil a la vocación y al valor fundamental del matrimonio y de la familia, sin reparos y escrúpulos mayores a la hora de emplear el método del burdo sarcasmo y de la grosera caricatura cuando tratan la problemática familiar. Las consecuencias, palpables ya, en la crisis demográfica y educativa y en las múltiples y variadas tensiones y marginaciones sociales fruto de la desestructuración familiar, no pueden ser más negativas y peligrosas.
¿En estas circunstancias, no es sorprendente e inexplicable que la atención política del momento está centrada en la regulación jurídica de las llamadas «parejas de hecho»? No es fácilmente comprensible cómo se pueden conciliar estas iniciativas de comunidades autónomas y ayuntamientos con las exigencias del bien común. Es decir, con la necesidad de solucionar prioritariamente los problemas que afectan de verdad y con urgencia no aplazable a los bienes esenciales de la sociedad, como son el futuro del matrimonio y de la familia. No nos podemos sustraer a la convicción creciente de que quien va a ser próximamente el objeto de una muy grave discriminación social van a ser precisamente los matrimonios y las familias; sobre todo los jóvenes con deseos de contraer matrimonio y fundar sin esperas nocivas su propia familia; y, por supuesto, las familias numerosas.
Unámonos en este día a la oración de las familias con el Papa en su Jubileo, pidiendo a Nuestra Señora y Madre, la Virgen Santísima, que nos acompañe y dé nueva esperanza y fortaleza para anunciar y vivir el Sí gozoso al Evangelio de la Familia. Expresémoslo con fervor esta noche en la Catedral de La Almudena, donde renovaremos ante la imagen de la Virgen Peregrina de Fátima la consagración de la humanidad, en la aurora del Tercer Milenio, al Inmaculado Corazón de María, que el Santo Padre con un gran número de Obispos de todo el mundo, presentes en Roma para ganar el Jubileo el pasado domingo, efectuó al finalizar la solemnísima Eucaristía en la Plaza de San Pedro.
Con mi más cálida invitación a participar en estos actos y mi bendición,