Homilía en la Vigilia de la Inmaculada

La Gran Vigilia de la Inmaculada

Mis queridos hermanos y amigos:

La ya tradicional Vigilia de la Inmaculada vuelve en este año del Gran Jubileo de la Iglesia al cumplirse el segundo milenio del Nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo a reunir a las familias de Madrid en la Catedral de La Almudena junto a su Obispo Diocesano para celebrar aquella MUJER, absolutamente singular en la historia de la humanidad, que Dios ha llenado de gracia desde el momento de su concepción para que pudiera ser la MADRE DEL SALVADOR y de todos aquellos a quienes Él salva, es decir: para que fuese la MADRE DE JESÚS, y de los que creen en Él y le siguen.

Un vuelco a la historia del pecado y de la desesperanza

«Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo». Así la saluda el Angel Gabriel cuando viene a anunciarle que iba a dar a luz a un hijo a quien pondría por nombre Jesús: que «será grande, se llamará Hijo del Altísimo» y a quien «el Señor Dios le dará el trono de David, su Padre, reinará sobre la casa de Jacob para siempre y su reino no tendrá fin».

La novedad de la noticia era tal, suponía un vuelco tan radical a la historia de pecado y de desesperanza en la que se movía el hombre; incluso, a la historia del «querer y no poder» del Pueblo elegido, Israel, frente a la Alianza con Yahvé, que la Iglesia no ha dejado nunca de entonar por y para MARÍA, la Virgen de Nazareth, la desposada con José, la que no conocía varón, el cántico del salmista: «cantad al Señor un cántico nuevo porque ha hecho maravillas: su diestra le ha dado la victoria, su santo brazo».

Yahvé le dio la victoria a María, desde el mismo instante de su concepción, que la fe de la Iglesia ha caracterizado y proclamado como «CONCEPCIÓN INMACULADA». Era el inicio de la victoria sobre «la serpiente», la insidiosa y permanente tentadora, y «su descendencia» o «estirpe», la del pecado y rebelión contra Dios; era la obertura infinitamente misteriosa de nuestra victoria por parte de Dios, que la había bendecido a Ella «en la persona de Cristo con toda clase de bienes espirituales y celestiales», «antes de crear el mundo», antes de que ella misma fuese engendrada. En la solemne definición del Papa Beato Pio IX se declarará definitivamente: «que la doctrina que sostiene que la bienaventurada Virgen María fue preservada inmune de toda mancha de pecado original en el primer instante de su concepción, por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente, en atención a los méritos de Jesucristo, Salvador del género humano, está revelada por Dios; y, por consiguiente, ha de ser creída firme y constantemente por todos los fieles (Dz 2083).

El fruto de la victoria de María: una humanidad salvada; la familia, vía cristiana de salvación

EL SEÑOR DIOS le daba la victoria a una Madre: al hacer a María la Madre de su HIJO. Su Maternidad se convirtió así en un momento e instrumento clave de la historia de la Salvación. El designio de Dios -de la Trinidad Santísima- de que los hombres «fuésemos santos e irreprochables ante Él por el amor», de que fuésemos en la persona de Cristo «sus hijos», comenzaba a ser y hacerse realidad histórica al punto en el que María, la Inmaculada, oye el Anuncio del Angel Gabriel y le responde: «Eh aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra». En aquel instante, hace dos mil años, cuando el Espíritu Santo viene sobre ella y la fuerza del Altísimo la cubre con su sombra, se inauguraba un nuevo tiempo, el tiempo nuevo por excelencia: el de la Encarnación del Verbo, del Hijo Unigénito de Dios; el tiempo de «los hijos»: el de una humanidad llamada, convocada y redimida del pecado y de la muerte, para convertirse a la dignidad y a la vida de los hijos de Dios.

Celebrar la Inmaculada Concepción de la Virgen María en el Año Dos Mil de la Encarnación de Nuestro Señor Jesucristo lleva consigo, como una exigencia interior ineludible, entrar en el Misterio de su Maternidad con una fe honda, sencilla, obediente, valiente, dispuesta a sacar todas las consecuencias para la vida y el compromiso del amor cristiano que la hora actual del mundo nos está reclamando. Que lo está reclamando con extraordinaria gravedad a toda la Iglesia, especialmente en su relación con la familia. En el Jubileo de las Familias, celebrado en Roma los pasados días 14 y 15 de octubre, y en su lema -«Los hijos: primavera de la familia y de la sociedad»- se ponía inequívocamente de manifiesto.

El Papa nos hacía caer en la cuenta de que los hijos son «la esperanza que sigue floreciendo», «el florecimiento del amor conyugal, que en ellos se refleja y se consolida», y que «al estar necesitados de todo, en especial durante las primeras fases de su existencia, constituyen naturalmente una llamada a la solidaridad». Juan Pablo II nos colocaba ante el trasfondo de una situación social llena de peligros para los niños y de desafíos para nosotros, y muy directamente para las familias cristianas. En sus palabras, formuladas con un exquisito tacto pastoral, reveladoras de una fina sensibilidad humana y cristiana para las dificultades y esperanzas de nuestra sociedad, se traslucía uno de los dramas más actuales del hombre contemporáneo: desde la preocupación por la infancia ultrajada y explotada hasta el eco doloroso de los hijos de matrimonios divorciados y familias rotas, y la constatación de una tendencia lamentable a negar en raíz el derecho más fundamental del niño a ser deseado y considerado desde el principio no como «un objeto», sino como «un sujeto personal», dotado de la cualidad y dignidad de persona humana desde el momento de su concepción. No se tiene «derecho al hijo» -recordaba el Papa-, sino que se debe de reconocer «el derecho del hijo a nacer y después a crecer de modo plenamente humano» (Cfr. Jubileo de las Familias. Encuentro con el Santo Padre en la Plaza de San Pedro, 14 de octubre de 2000).

Los desafíos a la vida, al matrimonio y a la familia en Madrid y en España

Con tristeza y dolor muy profundos venimos asistiendo en España a una difusión creciente de concepciones y conductas en los ambientes y medios culturales y de comunicación social, que no se detiene ante la misma escuela y los centros educativos, planteadas en clara contraposición al valor insustituible que tienen para la sociedad y su futuro el matrimonio fielmente vivido en el amor esponsal y la familia que de él fluye. Con el agravante de una actuación de las instituciones y autoridades públicas en todos los niveles que, en el mejor de los casos, no pasa del límite de la pasividad permisivista; y que, en muchas ocasiones, se articula a través de medidas normativas y administrativas de claro apoyo a iniciativas de legislación y de adopción de disposiciones de gobierno, formuladas abiertamente en contra del derecho a la vida del niño y de los bienes esenciales del matrimonio y de la familia, a la que discriminan sin paliativo alguno.

Se anuncia la próxima autorización de la venta en farmacias de la píldora abortiva del llamado «día después». Crecen las dudas y vacilaciones respecto a la posibilidad de que se aprueben directivas que franqueen la puerta a la manipulación de embriones humanos, en la que se incluye e implica la eliminación de los mismos -es decir, su muerte, sin más: nada más y nada menos que la muerte de un ser humano-. Se conceden exenciones fiscales y se otorga un «status» jurídico a las llamadas parejas de hecho, iguales y similares a la de los matrimonios y familias, legítimamente constituidas. Desgraciadamente se ha comenzado a dar pasos en esta dirección -en la equivocada dirección- en nuestra ciudad y comunidad de Madrid. Todo ello duele y entristece tanto más -hasta la pregunta asombrada y escandalizada-, cuanto más se echa de menos una clara y decidida política de apoyo al matrimonio, a la familia y a la vida. Desilusiona y desanima el ritmo tan tímido y lento de lo que debería ser la puesta en marcha de una política familiar, digna de tal nombre.

Nuestros compromisos

¿Cómo no vamos a sentirnos interpelados en lo más hondo de nuestra conciencia cristiana? ¿Cómo no van a sentirse afectadas las familias cristianas de Madrid precisamente en una noche de vigilia eucarística junto a Nuestra Señora, la Inmaculada, que nos quiere abrir los ojos del corazón y del alma al Misterio de su Maternidad, tan decisiva en el designio salvador de Dios?

Por María, la Madre Inmaculada, viene siempre, año tras año, el Salvador del hombre, Jescuristo, Nuestro Señor. Por el amor esponsal, sacramentalmente fundado, alimentado en el amor de Cristo a su Iglesia, acogido y amparado en el seno de la Virgen Madre, se abre y despeja el camino de la vida, el digno de todo ser humano; nace el hombre con vocación y dignidad propia de hijo, de hijo de Dios; se ponen las bases del amor gratuito para la comunidad humana; se teje con los hilos invisibles del Espíritu y del hombre nuevo el organismo viviente de la Iglesia.

¿Vamos los católicos incluso a colaborar en esa cultura intelectual, social y política de la relativización ética y jurídica de la familia y del cuestionamiento del valor sagrado de toda vida humana? ¿O vamos, antes bien, a iniciar una nueva etapa en nuestro compromiso, privado y público, con la cultura del amor y de la vida, configurado por el Evangelio del Enmanuel, del Hijo de Dios encarnado en el seno de la Virgen María; y sostenido por el amor sencillo, entero y perseverante de María, la Virgen Inmaculada de Nazareth?

La respuesta no admite duda en esta noche de gracias jubilares -víspera de la Inmaculada- ante la mirada de Cristo crucificado que nos hace presente con renovada insistencia: «hijo, ahí tienes a tu madre». ¡Nos comprometemos, nos queremos comprometer con MARÍA ANTE EL TERCER MILENIO por el matrimonio y la familia cristiana!

Amén .

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