Mis queridos hermanos y amigos:
Hoy es NOCHEBUENA. Así se dice en el lenguaje más entrañable de nuestra piedad popular, el que emplea el pueblo en toda España de la forma más espontánea para designar la fecha del 24 de diciembre, aquella en cuyo término, a la media noche, al filo del nuevo día, el 25 de diciembre, tuvo —y tiene lugar— desde hace dos mil años el Nacimiento de nuestro Señor Jesucristo: el momento más crucial en la historia de toda la humanidad.
El contenido eminentemente divino —trinitario— de este instante único, y su dinamismo salvador para el hombre, lo capta y expresa con sublime realismo la Carta a los Hebreos: «Cuando Cristo entró en el mundo dijo: ‘Tú no quieres sacrificios ni ofrendas, pero me has preparado un cuerpo; no aceptas holocaustos ni víctimas expiatorias’. Entonces yo dije lo que está escrito en el libro: ‘Aquí estoy, oh Dios, para hacer tu voluntad’… Y conforme a esa voluntad todos quedamos santificados por la oblación del cuerpo de Jesucristo, hecha una vez para siempre» (He 10, 5.10). El Hijo de Dios, «se despoja de su rango», sin vacilación, como diría el Apóstol San Pablo en la Carta a los Filipenses; asume la naturaleza humana, la condición de hombre, en el seno de la Virgen María; toma su carne de ella, la Doncella de Nazareth; se encarna en ella y nace de ella: como acto de oblación única y eterna que encontrará su culminación en el Arbol de la Cruz, siendo aceptada por el Padre en el Espíritu Santo al resucitarlo de entre los muerto y sentarlo a su derecha para siempre.
Esa noche, en la que se abre el capítulo último y definitivo de la historia de la salvación, no puede ser calificada de otro modo que como buena. Es más, se trata de la primera noche verdadera y radicalmente buena de la historia humana. Y es noche buena, porque es noche santa; porque desde esta noche se ha despejado el camino de la santidad para el hombre. La santidad plena y superabundante: la que se labra y fructifica como perfección de la caridad. El villancico más universal de la Navidad, nacido de otra experiencia navideña distinta de la nuestra, en el corazón de Europa, cantará esta noche como: «Noche de paz, Noche santa» —»stille Nacht, heilige Nacht»—. Hoy, verdaderamente, es NOCHEBUENA, NOCHE DE PAZ, porque es NOCHE SANTA. La bondad y la paz de esta Noche admirable irradiará tanto más sobre el mundo y sobre nosotros mismos cuanto más sepamos descubrirla y vivirla como una noche santa: como la noche del Portal que nos introduce en la senda de una vida en justicia y santidad.
Hay que apresurarse de nuevo, por ello, a emprender el camino de Belén, «pequeña entre las aldeas de Judá» —como la apostrofa el Profeta Miqueas—, haciendo caso al anuncio de los ángeles de que «hoy» —esta noche— «en la ciudad de David» nos va a nacer «un Salvador: el Mesías, el Señor»; y orientándose en la búsqueda por «la señal» que ellos nos dejaron: «encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre».
Al Niño lo podemos y debemos encontrar en las celebraciones litúrgicas de la Iglesia: en la Eucaristía de la Vigilia de esta noche y en la de la Fiesta de la Natividad. Participando en ellas con la sinceridad de una vida que se arrepiente previamente de sus pecados en el Sacramento de la Reconciliación, y dispuesta, a renglón seguido, a un nuevo y decidido propósito de «renunciar a la impiedad y a los deseos mundanos y a llevar ya desde ahora una vida sobria, honrada y religiosa» —como nos pide el Apóstol—. Preparándonos, por lo tanto, con la oración y la penitencia con el fin de vivirla con aquella sencillez y humildad de corazón, con la que los pastores, Isabel, y, sobre todo, los padres del Niño, y, muy singularmente, su Madre María —la que le dio a luz en el pesebre, porque no había tenido sitio en la posada— la sintieron y experimentaron como sus protagonistas principales.
Vivir así la Navidad desde el corazón del Misterio del Niño Jesús, y desde el centro del alma, se convierte en la primera clave, la auténticamente indefectible, si se quiere conseguir configurarla como el más rico y valioso marco para dar y recibir amor. En primer lugar, en casa: en el seno del matrimonio y de la familia. En el Misterio del Nacimiento del Hijo de Dios, tal como ha acontecido en Belén de Judá, según el relato del Evangelio de San Lucas, se nos desvelan la maternidad, el matrimonio y la familia como el ámbito primero del nacimiento del amor de Dios en la vida y en el destino del hombre, y de la respuesta del hombre al amor inefable e infinito de Dios. Y, luego, en toda relación con nuestro prójimo, especialmente con el pobre, con el necesitado de los bienes más elementales del cuerpo y del alma. Hoy, en la Noche Santa de la Navidad del Año 2000, ante el Portal de Belén, recordaremos muy intensamente en nuestras plegarias a los amenazados y víctimas del terrorismo. Dar y ofrecer amor a los pobres en la Fiesta de la Navidad del Año Jubilar, Año Eucarístico por excelencia, Año de la Glorificación de la Trinidad Santísima, no puede quedarse en gestos de barato sentimentalismo, sino que ha de expresarse en compromisos y obras de solidaridad desprendida y activa, y de servicio sacrificado a la causa de la justicia y de la paz.
Entonces sí que podremos regocijarnos con el poeta:
«Alegría de Nieve
por los caminos
¡Alegría!
Todo espera la gracia
del Bien Nacido»
Y, añadir, sosteniendo con su poesía la esperanza cierta de que, aunque:
«Miserables los hombres,
dura la tierra.
Cuanto más nieve cae,
más cielo cerca» (Jorge Guillén)
La felicidad de la Navidad nos vendrá sobre todo, con Ella, la Virgen, la Madre del Niño, como el rocío de la nueva mañana del hombre, que se hace actual en todas las Navidades de la historia; también en esta tan bendita y tan llena de gracia jubilar, la del año 2000.
«¡El rocío fresco
en las pajas del día,
el rocío, gracia
de Santa María!» (R.M. del Valle Inclán)
Con mis mejores deseos de una santa y feliz Navidad para todos los madrileños y sus familias, y con mi bendición,