El reto del Ecumenismo al comenzar el nuevo milenio

Acertar con el camino


Mis queridos hermanos y amigos:

De nuevo han llegado las fechas de la semana de oración por la Unidad de los Cristianos con el eco de la gozosa vivencia del Gran Jubileo resonando todavía vibrante y estimulante en nuestras almas. El Papa recordaba en su Carta Apostólica Novo Millennio Ineunte con no disimulada emoción los momentos de especial significación ecuménica en las celebraciones romanas del Año Jubilar: desde la apertura de la Puerta Santa de la Basílica de San Pablo el 18 de enero del 2000 acompañado del Primado Anglicano y de un Metropolitano del Patriarcado Ecuménico de Constantinopla, hasta los más variados y frecuentes encuentros con Patriarcas Ortodoxos y Jerarcas de otras Confesiones cristianas, sin olvidar la presencia numerosa de fieles de otras Iglesias y Comunidades Eclesiales en las distintas celebraciones jubilares de los diversos grupos con el Santo Padre a lo largo y a lo ancho del Año Santo Romano, en las que estos hermanos nuestros han participado con una asiduidad e intensidad espiritual sorprendente. Un hecho que anima verdaderamente a «la esperanza de estar guiados por la presencia de Cristo Resucitado y por la fuerza inagotable de su Espíritu, capaz de sorpresas siempre nuevas» (NMI, 12).

De todos modos, dentro del mismo Año Jubilar, no faltaron tampoco las experiencias de los obstáculos que se interponen todavía en el camino hacia la Comunión plena de los cristianos bautizados en la unidad de la Iglesia querida por su Señor, Cabeza y Pastor: Jesucristo. Juan Pablo II no duda en caracterizar el camino del Ecumenismo traspasado ya el umbral del tercer milenio, como un camino largo y delicado que urge recorrer con el acierto que sólo puede venir de la obediencia a la voz del Espíritu que incesantemente llama a responder al mandamiento de Jesús,»Ut omnes unum sint»: «que todos sean uno», con el corazón convertido a la verdad y a la vida que es precisamente El: Cristo.

Acertar con el camino de la unidad en la fe en Jesucristo el único Salvador del hombre, profesada y vivida en toda su plenitud de exigencias intelectuales y personales, como la respuesta decisiva y definitiva de Dios a la búsqueda de perdón, de salud y de salvación por parte del hombre: eh ahí la clave por excelencia para avanzar al comienzo del año 2001 en el camino de la unidad de la Iglesia, «la casa y la escuela de la comunión» como la llama el Santo Padre (NMI,43). Porque no hay que olvidar que la Iglesia en su origen y fundamento viene de la unidad de Cristo con el Padre en el Espíritu Santo ,»como tu, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros» Jn. 17,21. El Concilio Vaticano II lo expresará de forma insuperable: » Así toda la Iglesia aparece como el pueblo unido por la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo» (LG,4). Unido invisiblemente por la gracia y los dones del Espíritu, y, visiblemente, por la Palabra, los sacramentos y el ministerio apostólico que vienen del propio Señor. Ahora bien «nadie conoce al Padre, sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar».

Conocer a Cristo, encontrándose con El, buscar su rostro, «Señor busco tu rostro», Sal. 2726,8, contemplarlo «en sus coordenadas históricas y en su misterio, acogido en su múltiple presencia en la Iglesia y en el mundo, confesado como sentido de la historia y luz de nuestro camino» (NMI,15), es nuestro reto y tarea más urgente al afrontar la responsabilidad de la unidad de la Iglesia ante el futuro de la humanidad. En la hora inicial del moderno movimiento ecuménico se partía claramente de una común e indiscutible profesión de fe trinitaria y cristológica: de la fe en Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo; y en Jesucristo, el Verbo encarnado en el seno de la Virgen María, el Hijo de Dios hecho hombre, crucificado, muerto, sepultado y resucitado por nuestra salvación. Esa profesión de fe continúa siendo la base oficial del diálogo ecuménico. Pero hoy hay ya que temer que no constituya la base real de la fe de muchos que se llaman cristianos. Las encuestas y estudios sociológicos sobre la religiosidad de los europeos, por ejemplo, ponen de manifiesto hasta que grado de vaciamiento y relativización intelectual y existencial de la Fe en Jesucristo y en Dios han llegado muchos de nuestros conciudadanos bautizados y educados en la fe cristiana, y no digamos hasta qué límites tan radicales igualmente han llegado en la negación de sus consecuencias morales y éticas para la vida personal y el comportamiento social.

El movimiento ecuménico se enfrenta hoy con una coyuntura histórica nueva, marcada por una cultura de increencia que lo hipoteca y condiciona con una innegable gravedad. Hoy más que nunca importa acertar con el camino, que no es otro que el de la apertura del hombre a la fe en Jesucristo, a su revelación y a su gracia: la única que puede salvar ,y salva de hecho , al hombre. Es el camino de la oración humilde, de la conversión del corazón, de la búsqueda de la santidad en nuestros proyectos de vida, de un quehacer teológico y pastoral dócil a la Palabra de Dios y guiado por la contemplación de los Misterios de la Fe: en una palabra, es el camino del Espíritu del Señor, tomado en serio, no confundido aprovechadamente con el nuestro. Es el camino que se abre siempre lleno de luz cuando nos acogemos a la compañía y amor maternales de la Virgen María, Madre de Dios, Madre de Jesucristo, y, por lo mismo, Madre de la Iglesia.

Con todo afecto y mi bendición,

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