«La caridad no toma en cuenta el mal » (1 Cor. 13,5)
Mis queridos hermanos y amigos:
El Santo Padre nos invita «a subir a Jerusalén» (cfr. 10,33) con el Señor al comenzar la Cuaresma del año 2001. Según el relato de San Marcos cuando llega la hora última, la de la consumación, Jesús invita a los discípulos a subir con El desde Galilea a Jerusalén. Se acercaba la hora de su Pascua, la que iba a ser la Pascua, nueva y eterna. Lo que iba a acontecer en Jerusalén para la salvación del mundo se lo había preanunciado en términos y expresiones que se negaban a aceptar y aún a comprender: es necesario que «el hijo del hombre padezca, y sufra muerte ignominiosa; aunque al tercer día resucitará. Les anunciaba el Misterio de la Cruz y de la Resurrección por el que habría de «pasar», El, que era su Maestro; a quien habían reconocido con mayor o menor claridad y firmeza como el Mesías según lo predicho en las Escrituras y los profetas de Israel. Les quería preparar para que viviesen el momento culminante de su entrega al Padre, la oblación sacerdotal de su vida en la muerte de Cruz, como el acto supremo de amor misericordioso de Dios para con el hombre pecador, a quien quiere perdonar y reconciliar consigo, olvidándose de lo que merecería en pura justicia para ir la buscarle como a un hijo pródigo, deseado ardientemente en la Casa del Padre.
El momento iba a ser de un inusitado e irrepetible dramatismo. Inconcebible para las categorías y criterios de comprensión humana, pero sublime para el conocimiento de la fe y del Espíritu. La preparación podría aparecer inútil a los ojos de los que retrospectivamente desde la distancia de la historia pueden contemplar los acontecimientos que sucedieron en Jerusalén con Jesús, el de Nazareth, en la Fiesta de la Pascua de aquel año. Pero no así para los que ven lo que aconteció con los ojos de la fe, a la luz de la Revelación de Dios. Estos se dan inmediatamente cuenta de que Jesús quería introducirlos, con la pedagogía humana-divina que le era tan propia, en la experiencia directa del modo absolutamente sobrehumano y misterioso de cómo Dios nos quería amar: el modo y modelo de la Cruz, de la que habrían de ser sus testigos hasta el fin del mundo. Las dudas, la cobardía, las apostasías y los abandonos se mezclarían en aquellas tremendas jornadas con la compasión, el arrepentimiento y la ternura para la Madre de Jesús, no dejándola sola y acompañándola al pie de la Cruz. La experiencia se purifica y se transforma después de la Resurrección, en conversión y amor apasionado al Maestro y en misión sin fronteras el día de Pentecostés para anunciar el perdón y la reconciliación de Dios a todo el género humano.
Aquel primer itinerario de los discípulos con el Señor, subiendo a Jerusalén, lo revive la Iglesia con sus hijos, los discípulos de todos los tiempos, en cada Cuaresma. Lo debemos de actualizar en la que comienza el próximo Miércoles de Ceniza como si fuera nuestra primera subida a Jerusalén con Jesús para celebrar su Pascua, incorporándonos con el compromiso de toda nuestra existencia a su Pasión y a su Cruz para poder experimentar luego la gracia de su Resurrección en frutos de perdón y reconciliación: de vida nueva. Para ello habremos de disponernos de nuevo a buscar el perdón y la misericordia amorosa de Jesucristo Crucificado por el camino de dolor y arrepentimiento de nuestros pecados, por el encuentro con El en el Sacramento de la Penitencia, por la oración y ayuno practicados con la humildad y abnegación del que quiere aprender siempre de nuevo la lección del amor sacerdotal de Cristo: el de dar la vida como oblación por El y con El por el bien y amor de los hermanos. La clave para encontrar la puerta del amor en la configuración de la propia existencia es el de saberse perdonado y amado misericordiosamente por Dios hasta lo humanamente inconcebible. La clave, a su vez, para mostrar y dar amor a los hermanos con la autenticidad de Cristo y con real verdad humana es la de saber y querer perdonar a los que nos han ofendido: la de buscarlos con los brazos y el corazón abiertos a la reconciliación. ¿Se les habría hecho la luz en la mente y en el corazón a los apóstoles, a la vista del Jesús infinitamente paciente y manso de la Pasión y de la Cruz, para entender aquella enseñanza suya que nos refiere San Lucas: «Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo; no juzguéis, y no seréis juzgados; no condenéis y no seréis condenados; perdonad y seréis perdonados; dad y se os dará; os verterán una medida generosa, colmada, remecida, rebosante» (Lc. 6, 37-38)? Ciertamente la entendieron con la efusión del Espíritu Santo en el cenáculo de Jerusalén, la Fiesta de Pentecostés. ¿La entenderemos nosotros los cristianos del siglo XXI?
El Santo Padre nos invita a vivir el itinerario cuaresmal de este primer año del siglo nuevo bajo el signo del perdón y de la misericordia. El panorama de odios y luchas fratricidas entre pueblos y naciones que ofrece el mundo al estrenar el nuevo milenio; la terrible dureza y violencia con que se desenvuelven las sociedades actuales —¿cómo no pensar en el terrible azote criminal del terrorismo que nos aflige en nuestra patria?—; las roturas familiares tan extendidas…; el odio que anida en tantos corazones… constituyen otros tantas señales que interpelan a la Iglesia y a los cristianos a fin de que quieran ser testigos vivos del perdón y de la misericordia sin límites que nos ha sido dada y mostrada en el Misterio de la Cruz de Nuestro Señor Jesucristo. Abramos caminos al perdón y a la misericordia primero en nuestra propia vida personal, en nuestra familia, en el ámbito de las relaciones sociales, en la comunidad política y, sobre todo, en el seno de la comunidad eclesial. Ciertamente el perdón no llega si el que nos ha ofendido se opone al perdón, rehuye y rechaza el ser perdonado, evitando la conversión y reconciliación, encastillándose en la dureza del corazón… Lo estamos comprobando en las circunstancias más ordinarias de la vida, y lo advertimos con dramáticas consecuencias en el mundo de la criminalidad organizada y, sobre todo, del terrorismo; ¿Qué hacer en esta situación? ¿Cómo hacer efectivo y transformador el perdón cristiano? Entrando en esos «mundos del odio y de la muerte» como «el Buen Pastor» que busca y conmueve a los duros y cerrados de corazón con el ejemplo de amor sacrificado, con el testimonio evangélico de la gracia de Dios. Y, siempre, orando por ellos; con María, la Madre Dolorosa y Dolorida, la que sufre maternalmente al pie de la Cruz por su conversión, la que intercede por ellos… los espera… y nos espera para llevarnos a Jesús. Para ayudarnos a vivir su amor: el de la «caridad que no toma cuenta del mal». Lo dice luminosamente el Santo Padre: aceptar y ofrecer perdón es el camino de la paz.
Con todo afecto y mi bendición,