Una urgencia siempre nueva
Mis queridos hermanos y amigos:
Se acerca la Semana Santa. Las Fiestas Pascuales se aproximan. La Liturgia del Cuarto Domingo de Cuaresma habla toda ella de «apresurarse» espiritualmente para poder celebrarlas con fruto. Pedimos al Señor fe viva y entrega generosa. Se lo pedimos porque Él nos ofrece la reconciliación a nosotros previamente, por su Palabra hecha Carne.
La Pascua de Nuestro Señor Jesucristo, la Pascua Nueva y Eterna, es la consumación irrevocable de la acogida del hombre pecador en la Casa del Padre. Desde el momento de la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesucristo sabemos con insuperable certeza que el Padre nos espera con ternura infinita, dispuesto a un perdón sin límites, con las puertas del hogar paterno abiertas de par en par para el hijo perdido a quien desea ardientemente volver a encontrar. ¿Por qué pues no ponernos en camino como el hijo pródigo de la Parábola de Jesús en el Evangelio que vamos a proclamar en todas las Eucaristías que celebre la Iglesia en este Domingo? Sí, podemos estar seguros de que se hará también para nosotros y para todos los hombres de nuestro tiempo realidad vivida, acontecimiento personal y experiencia salvadora lo que constituye la entraña misma de la parábola: «Se puso en camino a donde estaba su padre; cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se conmovió; y, echando a correr, se le echó al cuello y se puso a besarlo». Dios no ha podido hacer más por el hombre. Extendiendo la glosa de San Juan de la Cruz referida al Misterio de la Encarnación del Verbo —según la cual Dios nos lo ha hablado todo y no tiene más que decirnos— al Misterio de la Redención, consumado en la Cruz de Cristo, debemos de afirmar: Dios nos lo ha dado todo con la oblación de su Hijo Jesucristo. No nos puede dar más. De nuevo en la Pascua del 2001 que se acerca se va a hacer actualidad máxima el don de Dios para nosotros: el don definitivo de su amor. Definitivo en el fondo y en la forma, por lo que se nos da y cómo se nos da: se nos da la misma vida divina por medio de la donación del Hijo en el Espíritu Santo. ¿Sabremos aprovechar en nuestras vidas la nueva hora de Dios?
La pregunta nos afecta en primerísimo lugar a nosotros, los cristianos, los que vivimos en el seno de la Iglesia Católica. Y afecta —¿cómo no?— a toda la humanidad. La condición indispensable para que haya respuesta positiva se cifra en una breve aunque fundamental exigencia: el reconocimiento del pecado en nuestra propia vida; o, dicho con otras palabras, el reconocimiento de que somos pecadores. Le costó al hombre desde el primero y original pecado reconocerse y confesarse pecador; le ha costado mucho a lo largo de todo el período histórico de la preparación de la venida de Cristo en Israel, el pueblo elegido, el pueblo de las promesas, y, mucho más, en los otros pueblos, entre los gentiles. Pero también nos cuesta aceptar la fuerza del mal, la persistente realidad del pecado en toda su radical maldad, a los hombres del tiempo histórico del cristianismo, incluidos los mismos cristianos, los que han sido bautizados en la muerte de Cristo para resucitar a una vida nueva; lo que no se cansará de profesar y explicar San Pablo. ¿Y cómo vamos a ser capaces de emprender el camino del retorno y de la búsqueda del Padre, si no somos capaces de sentir y decirle: «Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo»?
El problema de la renovación cristiana de la vida personal y de la vida pastoral de la Iglesia, que tan cuesta arriba se nos hace y que motiva tantas expresiones de desánimo y de cansancio en el compromiso diario de pastores y fieles, reside frecuentemente en la superficialización del pecado, al no querer verlo y considerarlo en toda la profunda realidad existencial de su maldad como ofensa a Dios, como ruptura interior con El y como origen primero de una historia de rechazo de su Creador por parte de los hombres. La vida cristiana pierde hondura y verdad a la vez cuando no se vive desde el Bautismo como una experiencia de superación permanente del pecado por la apertura incondicional a la gracia o, lo que viene a ser lo mismo, como un constante proceso espiritual de morir al pecado y a sus secuelas y de vivir para el Señor; en definitiva, como un itinerario de santidad. Todo florece en la vida de la Iglesia cuando sus hijos buscan una y otra vez el perdón y el abrazo misericordioso del Padre por medio de Jesucristo clavado en la Cruz y Resucitado por nuestra salvación. Y todo se marchita cuando se ofende a este Cristo y se desprecia su Sangre derramada sobre nosotros al quebrantar sus Mandamientos: los de la Ley de Dios, Ley nueva del Amor. Nuestra Cuaresma del año 2001 será de mucho fruto para nuestras almas y para la fecundidad de la acción pastoral de la Iglesia si acudimos con el corazón contrito y humillado, confesando nuestros pecados, al Cristo que nos espera personalmente en el Sacramento de la Penitencia.
Del mismo modo los más graves problemas que afligen a la sociedad actual, especialmente en España, quedarán abiertos –cuando no agravados– indefinidamente, si no se va a la raíz moral y espiritual de los mismos en toda su crudeza teológica –humana y divina– que nos es otra que el pecado, la negación y desprecio de Dios. ¿Cómo se va a poder superar el terrorismo de Eta mientras anida en el corazón de tantos jóvenes el odio frío que desafía a Dios y al Evangelio de Jesucristo que nos lo ha revelado, y el que han conocido por la historia milenaria de sus familias y de su pueblo? ¿Cómo va a ser posible transformar las estructuras y las situaciones de injusticia y marginación sociales en nuestro mundo y en el mundo de los países subdesarrollados con actitudes y estilos de vida aceptados mayoritariamente, difundidos sin rebozo, y aplaudidos como formas «progresistas» de existencia personal y social, cuyo quicio es la afirmación de la absoluta autonomía del hombre frente a Dios? No, no es posible; ni a corto ni a largo plazo. No nos hagamos ilusiones: las reformas sociales y culturales que necesita nuestro tiempo o se inspiran y sostienen en una verdadera conversión religiosa y ética o no se lograrán.
Que la Virgen María, consuelo de los afligidos y refugio de los pecadores, nos acompañe en esta etapa final de la Cuaresma de este primer año del nuevo Milenio, para que acertemos a encontrar el Camino de la Salvación, que no es otro que Jesucristo, su Hijo, Nuestro Señor.
Con mi afecto y bendición,