«Resucito de veras mi amor y mi esperanza»
Mis queridos hermanos y amigos:
El Señor ha resucitado verdaderamente. Es la noticia del día. El acontecimiento no es registrable como muchos de los que llenarían los teletipos, las páginas Web de Internet, las pantallas de televisión y los micrófonos de la radio. Y, sin embargo, no es menos real. Diríamos, incluso, que tiene lugar en un nivel de realidad más profundo y más decisivo; y, por supuesto, más rico en consecuencias para la vida y el destino de los hombres de este año 2001, que miran al futuro entre dudas, interrogantes y no demasiadas certezas respecto a las grandes cuestiones que les afectan inexorablemente.
Por ejemplo: la cuestión de la vida y de la muerte, la del mal y del bien, la de la salud y de la enfermedad, la del odio y de la paz, la del amor y la esperanza.
¿Cómo escapar del miedo y del zarpazo inesquivable de la muerte? La vida de este mundo se acaba… para cada persona y para el mundo mismo. ¡Cuánto se esfuerzan la ciencia y la técnica contemporáneas por alargar unos años más el curso de unas vidas que se apagan biológica y físicamente sin remedio! Ingentes son los medios y recursos que se emplean para mejorar la calidad de vida y la salud de los ciudadanos, aunque al fin y a la postre no se puedan librar nunca del todo de la enfermedad que acompaña más o menos veladamente los pasos de su vida. ¿No tendrá que ver esta constatación masiva de la muerte y de los males físicos del hombre con una raíz más honda, entrañada en su ser y en su historia desde el principio, a saber: con el mal moral y espiritual al que es inherente un tremendo peligro, el de una muerte más íntima y radical, la que en el lenguaje de la fe llamamos «muerte eterna»?
No, no se puede separar el problema del pecado, transgresión de la ley moral y ofensa de Dios, de los otros males y dolores del hombre. A veces la relación es de causa directa a efecto, como cuando el hombre, llamado a ser hermano del otro hombre, se comporta con él «como un lobo» —cuando se hace verificable el «homo homini lupus»—. Y no es separable tampoco la amenaza de la muerte temporal de la pregunta por la vida eterna, la que perdura felizmente para siempre. Y, ciertamente, la pregunta por el recto camino de la existencia como camino de vida no es separable de la opción por el amor en contra del odio, ni de la ofrenda de la vida en contraposición a la guerra, al asesinato y a toda acción terrorista. Cómo tampoco es concebible el sí a la esperanza, sin haber renunciado efectivamente al egocentrismo y al endiosamiento del hombre.
Todas estas cuestiones han recibido una luz definitiva, que ilumina la vía de su solución total, aquel día, primero de la semana judía, hace aproximadamente dos mil años, en el que Jesús de Nazareth, el Mesías, el que había anunciado la llegada del Reino de Dios con obras prodigiosas y palabras sobrehumanas, resucitó de entre los muertos después de haber sufrido pasión crudelísima y muerte en una cruz, como un malhechor. Aquel día triunfó LA VIDA, EL AMOR Y LA ESPERANZA. Aquel día se hace acontecimiento próximo, hodierno e inmediato, como una gracia singular, en la Solemnidad de la Pascua de cada año. Hoy podemos anunciarlo al mundo, con el gozo que vuelve a inundar nuestro corazón: RESUCITO DE VERAS MI AMOR Y MI ESPERANZA. RESUCITO JESUCRISTO, NUESTRO SEÑOR Y SALVADOR. ¡ALELUYA!
Sí, hoy es día de Felicidad para todos los cristianos, para todos los hombres de buena voluntad, para todos los que sufren, lloran y esperan, para el mundo. Incluso, en la forma de un reclamo y una llamada a la conversión, para todos aquellos que se han opuesto y resistido hasta ahora a la gracia del Espíritu Santo que nos ha sido dada.
¡Feliz Domingo de Resurrección, Felices Pascuas para todos los madrileños! Hoy hemos «resucitado con Cristo». Se nos han abierto de nuevo las puertas de la Vida.
En la compañía de la Madre del Resucitado —la primera que ha participado plenamente en el triunfo pascual de su Hijo— podremos avanzar en el camino de la santidad y de la vida, del amor y de la paz.
Con todo afecto y mi bendición,