Mis queridos hermanos y amigos:
La coincidencia en este año de la Solemnidad de San Juan Bautista con un domingo se presenta como algo especialmente providencial. Es verdad que en este día litúrgico se destaca como aspecto central de la celebración el nacimiento de aquel de quien Jesús dijo: «no ha nacido de mujer uno más grande que Juan, el Bautista». Pero también es verdad que la memoria creyente del pueblo cristiano lo recuerda siempre con el trasfondo martirial de su muerte; decapitado por orden del Rey Herodes que al fin no pudo soportar la recriminación de Juan que le decía que no le era lícito tomar como propia la mujer de su hermano. Juan, el hijo de Isabel y Zacarías, el que salta de gozo en el vientre de su madre cuando ésta recibe la visita de María la Madre de Jesús, el que va por delante de El con el anuncio inminente del Mesías que está a llegar, llamando a la conversión y al bautismo de penitencia, le precede igualmente en el género de su muerte, cómo el último de los grandes profetas de Israel: muere por fidelidad a la Ley de Dios y por su supremacía frente a cualquier poder de este mundo. La biografía de Juan el Bautista está estrechamente entrelazada con la de Jesús desde su concepción en el vientre de la Virgen María hasta su muerte en la Cruz. La fidelidad de Jesús a la voluntad del Padre consuma y eleva el sacrificio de Juan y de la sangre de los profetas de Israel hasta los límites infinitos de la oblación total de la vida, de quien era el Hijo de Dios, por puro e inefable amor misericordioso al hombre pecador. Después de Jesús, de su Pascua, de su PASO por la muerte de cruz y la sepultura –«el descendimiento a los infiernos» como profesamos en el CREDO de nuestra fe– a la Resurrección y a la Gloria con el envío del Espíritu Santo, los discípulos han tenido claro desde el principio: «que es preciso obedecer a Dios antes que a los hombres». Por ello y hasta hoy el MARTIRIO ha sido su acompañante permanente a lo largo de toda la historia cristiana: desde Santiago, Esteban, pasando por Pedro y por Pablo, hasta los Mártires del siglo XX que acaba de fenecer. No en vano decía ya el Señor: «Os digo que entre los nacidos de mujer no hay otro mayor que Juan; sin embargo, el más pequeño en el Reino de Dios es mayor que él» (Lc. 7,26).
Las circunstancias de la historia siempre han puesto al cristiano en ese filo cortante de elegir la verdad, la vida y la gracia de Dios aún a costa de perder los bienes, las ventajas, las vacías verdades, e incluso, la vida en este mundo. Nuestro tiempo, el año 2001, no es la excepción. Aunque el sistema democrático que rige nuestras sociedades del mundo europeo y la comunidad política podría parecer que garantiza que el tiempo de las pruebas últimas para los creyentes en Jesucristo pertenecería a épocas definitivamente superadas, al menos en lo referente a la vida pública; lamentable y paradójicamente no es así. Todos los días nos están llegando noticias, por ejemplo, de distintos puntos de España en las que se habla de presiones, cuando no de imposiciones administrativas, y de proyectos legales que prevén sanciones a todos aquellos profesionales de los servicios médicos y farmacéuticos, sobre todo en los centros públicos, que se nieguen por imperativos de su conciencia a colaborar en cualquier acción abortiva, sea del tipo de sea, sin excluir la venta de fármacos que producen el aborto, como la píldora llamada «del día después».
La respuesta cristiana tiene un punto de partida fundamental: el sí de la fidelidad insobornable a la voz de Dios por su amor y gracia. Pero tiene también un camino: el de la comunión afectiva y efectiva de todos los cristianos y de toda la Iglesia con los directamente afectados por esas medidas, tan netamente opuestas a la dignidad y a los derechos más elementales de la persona humana. Comunión que ha de expresarse en la comparecencia y la presencia ante la opinión pública con las palabras y los argumentos que vienen del verdadero bien del hombre y de la sociedad. Entre nosotros –en España, en cualquiera de sus Comunidades Autónomas– habrá que recordar además con noble firmeza los principios y valores morales que sustentan nuestro ordenamiento constitucional. Y tendrá finalmente un objetivo último: dar testimonio veraz, encarnado en las realidades y coyunturas más decisivas de la existencia, del amor de Nuestro Señor Jesucristo que nos ha salvado.
¡Qué sea María, la Madre que le acompañó al pie de la Cruz , la que nos abrace y sostenga con su amor de Madre en este itinerario de la Esperanza que ha comenzado en el siglo XXI para todos nosotros y para el mundo!
Con todo afecto y mi bendición,